
El alcalde de Grandas de Salime, Eustaquio Revilla.
Xuan Cándano / Director de ATLÁNTICA XXII.
La “Guerra del Chao Samartín” y la victoria final sin paliativos del polémico alcalde Eustaquio Revilla es un episodio decepcionante para los historiadores y en general para la cultura y la ciudadanía, pero resulta muy interesante para un politólogo o para cualquier persona interesada en comprobar cómo funcionan los entresijos del poder.
Porque resulta aparentemente incomprensible que un alcalde autoritario con modos caciquiles de un pequeño concejo situado en el extremo suroccidental de Asturias, que no llega a los 1.000 habitantes, imponga sus criterios arbitrarios a los responsables políticos de la cultura asturiana en el Gobierno autonómico. ¿Cómo es posible que Revilla, cuyo poder se desarrolla en teoría en los límites de su modesto concejo, inicie una cruzada que se lleve por delante a arqueólogos y políticos del Gobierno y, lo que es peor, a los trabajos que estaban sacando a la luz los secretos de uno de los yacimientos más importantes de España?
“Es la política, estúpido”, podríamos decir, evocando la frase sobre la economía que se atribuye al estratega de la campaña de Bill Clinton en 1992, James Carville. Así funciona la política de los políticos profesionales. ¿Cultura, intereses generales, sensibilidad? No seamos estúpidos, aquí lo que importa es el poder, la erótica de los sillones, la maquinaria implacable que manejan los partidos y que llega desde el más minúsculo Ayuntamiento hasta la más lujosa mansión del Gobierno. En este caso nos estamos refiriendo al PSOE asturiano, pero serviría otro partido, otra Autonomía y cualquier otro ámbito de actuación, aunque ciertamente la cultura siempre fue una maría para los políticos y lo primero de lo que se recorta o simplemente se prescinde.
Javier Fernández, que no es tonto ni ignorante, sabe perfectamente que en Grandas amparó a la barbarie frente a la cultura, apoyando los caprichos de un alcalde consentido que consiguió purgar a profesionales y cargos públicos de su propio Gobierno. “Más vale un alcalde que un yacimiento histórico”, debió de pensar en relación a unas ruinas en la última esquina de sus dominios.
Pero la ruina para la sociedad y la democracia es tener que soportar las políticas de los políticos.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 50, MAYO DE 2017
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