Diego Díaz. Con las municipales y autonómicas a la vuelta de la esquina, pronto sabremos la magnitud exacta de las turbulencias por las que atraviesa el Régimen del 78, y si en efecto el establishment español (es decir, la casta política y económica) está saliendo de la crisis de legitimidad en la que lo habían sumido la crisis económica y las multitudinarias movilizaciones del 15-M y del post 15-M, o si en efecto la indignación va en serio y España lleva el camino de ser la nueva Grecia, con o sin un ministro con tanto sex-appeal como Yanis Varufakis. Una victoria de las candidaturas de unidad popular en alguna de las grandes ciudades españolas y un buen resultando de Podemos en Madrid, Aragón, Asturias, País Valenciano o Navarra, superando al PP, al PSOE o a UPN, serían suficientes para reavivar la idea de que Sí, se puede y colocarnos a las puertas de un otoño tan interesante como complicado para el régimen.
Los últimos meses de este curso político se han caracterizado por un significativo desgaste de Podemos, erosionado por una campaña mediática de una enorme agresividad, la ligera recuperación del PSOE, apuntalado por unas elecciones andaluzas hechas a su medida, así como la irrupción de un cuarto en discordia, Ciudadanos, que ha venido a disputar el espacio del descontento de aquellos que quieren la regeneración del Régimen del 78, pero sin llegar a la ruptura, es decir, sin tocar las bases materiales sobre las que se asienta: los beneficios de una de las oligarquías que menos impuestos paga en el continente y la subordinación de nuestro país a un proyecto europeo que hoy por hoy es una trituradora de derechos sociales y soberanía democrática. Movimientos en el tablero político-electoral que, no olvidemos, se producen en un clima de desmovilización que quita el foco de la opinión pública de los recortes y las políticas de ajuste de las élites, pudiendo magnificar así episodios como el affaire Monedero. Una clima que disminuye la percepción colectiva de emergencia social, beneficia a los defensores del cambio tranquilo -Ciudadanos y PSOE- frente a los de la ruptura y sobre todo contribuye a hacer creíble el discurso del Gobierno de Rajoy acerca de la luz al final del túnel y la salida de la crisis, una idea que en la primavera del año pasado, con la calle aún caliente, no se lograban creer ni los votantes del PP.
Este descenso de la contestación social ha sido seguramente tan negativo como inevitable para los defensores de la ruptura, y ha respondido por otro lado a un proceso bastante lógico, el comprensible agotamiento del personal tras cuatro años de movilizaciones casi permanentes, así como el desplazamiento de muchos activistas sociales al terreno electoral ante la ventana de oportunidad abierta por las pasadas elecciones europeas. Sin embargo, cabe pensar que en algún momento las calles tendrán que volver a llenarse. Y es que sin el impulso de la movilización popular resulta difícil imaginar que pueda producirse como en Grecia una victoria electoral de las fuerzas anti oligárquicas y anti Troika y sin embargo demasiado fácil pensar que terminemos naufragando en el peor de los escenarios posibles: una consolidación y naturalización de las desigualdades, la exclusión social, la emigración juvenil y la paulatina rumanización de España. Si no queremos que cosas como las pensiones públicas, las vacaciones o el acceso de las clases populares a la Universidad se conviertan en viejas batallitas que cuenten los abuelos de 2030 a sus nietos, va a haber que poner mucho trabajo, mucha inteligencia y mucha audacia en el asador de la acción colectiva.
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