
Xuan Cándano / Director de ATLÁNTICA XXII.
Como dicen muchas mujeres cuando llegan a cierta edad, en esta revista nos sentimos frecuentemente invisibles. Con el Caso Villa ha sucedido dos veces, pero tiene muchos precedentes, como cuando en el juicio del Caso Donaire no aparecíamos en la información de un periódico, y eso que éramos los acusados.
Cuando se desveló la fortuna oculta de Villa en 2014 adelantamos que provenía de mordidas y de las dietas cobradas indebidamente en HUNOSA. Casi tres años antes también habíamos destapado el escándalo del geriátrico de Felechosa, cuando estaba en obras, apuntando hacia José Antonio Postigo y su amigo el constructor Juan Antonio Fernández. Ni un solo medio asturiano se hizo eco de esas informaciones ni citó a ATLÁNTICA XXII cuando la Justicia las corroboró.
Ni me preocupa ni me molesta en absoluto esa invisibilidad. Y por supuesto no me incita a convertir en invisible a medio alguno cuando da una exclusiva relevante, algo inadmisible deontológicamente y que resta credibilidad a quien lo practica.
Sí me merece una reflexión el fenómeno de la invisibilidad periodística es porque en este caso se limita a los medios asturianos. Muchos nacionales se hacen eco de lo que publicamos con frecuencia y no solo con el Caso Villa. La invisilidad es una anécdota, pero también un síntoma de una terrible y paralizante lacra asturiana: el cainismo.
De este curioso rechazo a lo propio hay muestras bien visibles en la actualidad diaria.
Hace poco, refiriéndose a los Cuadernos del Norte, el expresidente Juan Luis Rodríguez-Vigil comentó que era un milagro el de aquella magnífica revista al editarse en un páramo cultural como Asturias. Cuando lo entrevisté la noche en la que dimitió, Vigil me dijo que la lección del “Petromocho” consistía en dejar de hacer el papanatas ante cualquiera que venga de fuera. El timo nunca hubiera colado si aquel proyecto fantasmagórico hubiera llegado de la mano de un asturiano. Pero venía con los encantos de un francés llamado monsieur Lauze y, aunque era un pobre diablo y un pícaro de poca monta, no vaya usted a comparar su porte con el de uno de Cabañaquinta o Peñamellera, y mucho menos un apellido tan fino con otros tan ordinarios como Trapiello o Feito. Se ve que para Vigil aquella lección fue tan efímera como su presidencia.
Por las mismas fechas, cuando estrenó su zarzuela Maharajá en Oviedo, a Maxi Rodríguez ya le sugirieron que para repetir el éxito en Madrid debería cambiar la sidra por las cañas de cerveza de la capital y a Vallobín por Malasaña. A lo que el de Ujo se opone, recordando cómo aquí triunfa Doña Francisquita sin que al pasar el Pajares pierda el acento castizo. Maxi, que de nacer en Madrid o en Barcelona sería una gloria nacional, podría llevar a sus guiones con humor sus propias experiencias en relación al cainismo asturiano. En Carne de gallina, la película dirigida por Javier Maqua, era guionista y protagonista, pero casi un meritorio en el rodaje, al igual que el resto de los actores asturianos, como si tuvieran algo que envidiar a los demás.
Este complejo de inferioridad en Asturias se disfraza de grandonismo, que en el código humano vienen a ser los excesos del perro ladrador y se manifiestan en chigres y folixas, nunca ante los órganos de poder y las instituciones. La consigna es no molestar y esperar que Madrid nos arregle los problemas, porque ya se sabe que los asturianos somos incapaces de afrontarlos. En dos de los más acuciantes el Principado no se corta para admitirlo abiertamente. Un plan para frenar la caída demográfica tiene que ser nacional, que los asturianos somos pocos y tontos. Y arreglar de una vez las cercanías férreas decimonónicas, como hicieron los vascos hace generaciones, es imposible porque supone una gran inversión. La mejor inversión sería largar en el primer tren que pase a tanta cabeza brillante solo con billete de ida.
Pero no hay mal que cien años dure ni auto-odio antropológico que resista la llegada de nuevas generaciones sin complejos. Se ve con la lengua, gran ejemplo de ese singular rechazo a lo propio de los asturianos. La última encuesta sociolingüística de Francisco Llera indica que ya son una ínfima minoría los que se avergüenzan de usar el asturiano, creyendo que hablan mal.
Y más significativo es el cambio simbólico que como referente tiene para los asturianos la localidad leonesa de Rodiezmo. Hasta su reciente desaparición era cita anual obligada para miles de personas que iban a inaugurar el curso político oyendo los interminables discursos y las fogosas arengas de Villa, un auténtico ejercicio de hipocresía, porque cantaba a la famélica legión La Internacional mientras metía mano en el cajón del bar de la fiesta.
Pero ahora quien llena la pradera de Rodiezmo es Rodrigo Cuevas, que en las fiestas de San Pedro movió a multitudes que también llegan en autobuses. Ahora el rey de Rodiezmo no es un impostor líder minero sino un músico transgresor y sin complejos, que actúa con madreñas y a calzón quitado ante las masas entregadas, como si Asturias saliera por fin del armario con Rodrigo Cuevas.
A ver si ye verdá.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 51, JULIO DE 2017
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