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Atlántica XXII

Fake news: Rameses nunca ganó la batalla de Kadesh

Opinión

Fake news: Rameses nunca ganó la batalla de Kadesh

Rameses II cinceló en piedra y construyó su propio mito de faraón invencible en torno a un relato épico sobre una victoria bélica que nunca sucedió. La batalla de Kadesh, su mayor hito, terminó en tablas con los enemigos eternos de Egipto, los hititas.

Ilustración de Goyo Rodríguez @conceptraciones

 

 

(Este artículo fue publicado originalmente en el número 62 de la edición de papel de Atlántica XXII, de mayo de 2019)

 

 

Silvia Cosio | Socia fundadora de Suburbia Ediciones y filósofa

@SilviaCosi

 

 

Rameses II cinceló en piedra y construyó su propio mito de faraón invencible en torno a un relato épico sobre una victoria bélica que nunca sucedió. La batalla de Kadesh, su mayor hito, terminó en tablas con los enemigos eternos de Egipto, los hititas. Sin embargo, si alguien preguntaba desde el Alto al Bajo Egipto todo el mundo estaría de acuerdo en decir que el divino Rameses había recuperado la ciudad y devuelto el honor al Reino de Egipto. Así lo narraban las crónicas oficiales y así se marcó en piedra. Cualquiera que se pasee todavía ante la sombra de su templo de Abu Simbel se verá conmocionado ante la figura gigantesca de un Rameses implacable conduciendo su carro de guerra sobre los cadáveres de sus enemigos.

Rameses había aprendido de los mejores. Cuando la reina Hatshepsut enviudó de su medio hermano Tutmosis II, no se conformó con convertirse en una simple regente de su hijastro/sobrino y se hizo coronar faraón. Se inició así una de las mayores operaciones de propaganda o fake news de la Historia. Hatshepsut fue la responsable de las más hermosas construcciones de Egipto: el templo que lleva su nombre a los pies del Valle de las Reinas, la Capilla lla Roja en Karnak o los mayores obeliscos jamás erigidos. En cada milímetro de esos templos se grabó en piedra la historia de la reina, representada con los atributos de todo faraón: el tocado nemes, el ureus y la perilla, y en ellos se explicaba cómo fue engendrada por el dios Amón, se narraban sus éxitos militares o la expedición al legendario reino de Punt.

Esta labor incansable y programada de propaganda permitió a esta singular mujer no solo reinar como faraón durante 22 años, sino hacerlo de manera pacífica con la aceptación y apoyo de las élites egipcias. Tan efectiva fue la propaganda empleada por Hatshepsut para legitimar su acceso al trono, que los faraones que la sucedieron organizaron una exhaustiva labor de borrado de su nombre e imagen en todos los templos y construcciones. Paradójicamente, las fake news que Hatshepsut había ordenado extender para justificarse fueron borradas, iniciándose así un nuevo ciclo de fake news en el que la existencia de Hatshepsut fue eliminada de la lista de faraones.

El poder se sostiene principalmente gracias a la propaganda y la expansión de fake news. Uno y otras se necesitan, pero estas también pueden ser usadas para desestabilizar o derrocar al poder. La corte de Versalles, extendiendo noticias escandalosas sobre la austriaca María Antonieta, contribuyó al descrédito de la monarquía y al de los propios cortesanos que las inventaron en un período de inestabilidad y cambio social. Esos bulos acabaron guiando los pasos de la reina al cadalso, pero también los de muchos de los cortesanos que contribuyeron a su caída. John Adams perdió la reelección ante Thomas Jefferson cuando los partidarios de este último hicieron correr el rumor de que Adams planeaba la boda de su hijo, John Quincy Adams, con una de las hijas menores del rey de Inglaterra. Años después, Quincy Adams tampoco accedió a un segundo mandato cuando la guerra de fake news entre él y Andrew Jackson se decantó del lado de este último.

Las fake news no son por tanto un fenómeno moderno y siempre han estado marcadas por su intencionalidad política, su función es manipular la realidad para legitimar al poder dominante o para provocar un cambio político. Pero no solo se extienden en un contexto de confrontación entre dos bandos políticos, las fake news tienen una función fundamental y fundacional para entender los fenómenos de enfrentamientos de carácter étnico o religioso. La historia del antisemitismo europeo está plagada de bulos sobre rituales que implican el sacrificio de niños cristianos que acabaron derivando en pogromos, expulsiones y en ejecuciones colectivas, y que tienen su colofón en la Shoa. Podemos rastrear los bulos sobre los gitanos y las distintas legislaciones antirromaníes que les siguen como consecuencia directa de estos. Esta simbiosis entre fake news y odio racial o religioso se perpetúa en nuestros días: el genocidio contra los rohinyá, el terrorismo supremacista blanco o los recientes ataques contra campamentos gitanos en Francia, por poner algunos escalofriantes ejemplos.

 

Noticias de destrucción masiva

Pero es en un aspecto en el que las fake news demuestran todo su potencial destructivo: la guerra. Baste recordar la explosión del Maine y el papel de William Randolph Hearst azuzando todo su imperio editorial contra España para provocar la Guerra de Cuba. Ahí donde hay un conflicto o se quiere provocar un conflicto, siempre aparecen las fake news, a las que podemos definir ya como una mezcla de propaganda y bulos, bien sea para provocar una guerra, para justificarla o para sembrar la desafección interna en el bando contrario.

Si la principal característica de las fake news en el siglo XXI es que surgen de círculos alejados de las élites y de los que detentan el poder (al menos aparentemente), también podemos afirmar que son, y han sido, los gobiernos los principales generadores de fake news a lo largo de la historia. No nos queda muy lejos la campaña de mentiras orquestadas por el gobierno de Bush sobre las armas de destrucción masiva de Sadam Husein para justificar la II Guerra de Irak, o las mentiras sostenidas por el gabinete de Aznar atribuyendo a ETA los atentados del 11M para evitar perder las elecciones. Y si bien en ambos casos una parte de la prensa contribuyó a la propagación de estas mentiras institucionales, también es justo reconocer que fueron los medios de comunicación tradicionales los que, gracias a una labor seria de periodismo e investigación, ayudaron a desenmascarar dichas mentiras. Y es en este punto donde reside la principal diferencia entre el siglo XX y el XXI sobre las fake news: por un lado la decadencia que vive el mundo del periodismo, acosado por la precariedad laboral y el control de los medios por grandes conglomerados, y por otro las redes sociales digitales.

Las redes sociales digitales han significado la democratización del logos: no solo sirven para acceder a todo tipo de información, también permiten que cada uno de nosotros pueda expresarse y expandir su discurso. Cada usuario de redes sociales es en sí mismo fuente y origen de información y discurso, al menos aparentemente. A pesar de la censura y de los controles ejercidos dentro de las distintas plataformas digitales, subyace la percepción de que somos poseedores de una libertad absoluta a la hora de informarnos y de expresarnos. El sueño de cada usuario de convertirse en viral, en un influencer (del tipo que sea), choca frontalmente con la realidad. No solo estamos dominados por los algoritmos, es que nuestra área de influencia está muy limitada: una comprobación desapasionada nos haría ver que interactuamos digitalmente con las mismas personas una y otra vez, y que normalmente lo hacemos también con aquellas que piensan como nosotros.

Tenemos así todos los ingredientes listos para la tormenta perfecta de las fake news: confianza acrítica en las redes sociales como fuente de información y, por tanto, desconfianza de los medios de comunicación tradicionales. Estos últimos, además, han padecido las mismas condiciones de precariedad y falta de garantías laborales propias de la revolución de las élites a raíz de la Gran Recesión, y que han dado origen al cambio de ciclo político que vivimos en la actualidad. La Gran Recesión fue utilizada por las élites para liquidar el estado de bienestar; y la desigualdad, la precariedad laboral y la práctica extinción de las clases medias, que sustentaban el equilibrio y la paz social de las sociedades occidentales, dieron paso a la resurrección de la extrema derecha. Únicamente en España se experimentó un intento de populismo de izquierdas, que derivó rápidamente en una versión 2.0 de los partidos comunistas del siglo XX.

 

Planificación ultra

Pensar, sin embargo, que los populismos de extrema derecha, que son hoy en día la principal fuente de fake news, han surgido de manera espontánea desde las clases populares como reacción a las políticas austericidas es una ingenuidad. La extrema derecha usa como coartada los recortes sociales, pero nace principalmente como oposición a un mundo globalizado, multiétnico y diverso. La extrema derecha europea y el populismo trumpista están patrocinados por élites que defienden un sistema basado en economías locales y abanderan una ideología ultraconservadora, cristiana, blanca y heterosexual. Nos encontramos en medio de una pelea por la hemegonía mundial entre EE UU, China y Rusia, una guerra ideológica en el que la Unión Europea es uno de sus principales campos de batalla y las fake news son el arma de guerra más eficaz del bando ultraconservador. Las mentiras descaradas de los defensores del Leave durante el referendum del Brexit, las cadenas de Whatsapp en Brasil, cada tuit o palabra de Donald Trump son ejemplos canónicos de cómo las fake news son una parte indispensable de la estrategia de los populismos de extrema derecha para alzarse con el poder.

Estas campañas de mentiras están orquestadas con sumo cuidado y, a pesar de lo burdas que nos pueden parecer, su efectividad es muy alta. No surgen de usuarios random de redes sociales, están estudiadas y se dirigen a objetivos demográficos concretos, nacen y se distribuyen por diversas plataformas digitales y medios de comunicación (Fox News, Breitbart News, Libertad Digital…) con un claro sesgo ideológico y escasa deontología profesional. Incluso llegan a echar mano de hackers para viralizarse.

No estamos hablando de pequeños bulos o malentendidos para sacar rédito partidista de las meteduras de pata del rival, hablamos de mentiras organizadas que extienden de manera deliberada datos falsos que en muchos casos implican a colectivos concretos, y que los convierten en objetivos y enemigos políticos: personas migrantes, feministas, ciudadanos de Cataluña, minorías étnicas o religiosas… Todo, con el objeto de generar una constante sensación de inestabilidad interna.

Esta guerra sotto voce por parte de sectores ultraconservadores, que se presentan sin embargo como fuerzas anti establishment, se aprovecha de la distorsión que generan las redes sociales entre la mayoría de los usuarios y que se fundamenta en la desaparición de la barreras que separan la doxa de la episteme, las opiniones del conocimiento. Defender la libertad de expresión no significa que todas las opiniones sean respetables o válidas. Las redes sociales viralizan contenidos que no dejan de ser creencias personales haciéndolas pasar por episteme, por conocimientos científicos. Es el caso de los movimientos antivacunas que está provocando que regresen enfermedades que ya estaban erradicadas.

Esta distorsión nos convierte en vulnerables ante las fake news, pues una vez que se borra la barrera entre doxa y episteme, tendemos a pensar que todas nuestras opiniones tienen validez simplemente porque tenemos derecho a expresarlas. Y por tanto, la veracidad de un hecho deja de estar determinada por los datos que lo sustentan, y pasa a estarlo por la subjetividad y la vehemencia con la que se defiende. Las fake news son eficaces porque confirman nuestros propios prejuicios y por esa misma razón son tan difíciles de derrotar. Una fake news normalmente se viraliza entre aquellos que a priori ya defendían esa postura y que son incapaces de distinguir entre doxa y episteme, entre otras razones porque subyace entre estas personas una desconfianza absoluta hacia la autoridad científica y el sistema educativo.

La Historia nos ha enseñado que es muy difícil luchar contra las fake news y que una mentira repetida mil veces se transforma en una verdad. Es necesario que los usuarios de redes sociales entendamos que no podemos comportarnos de manera naif en cuanto a su uso, que tenemos nuestra parte de responsabilidad para no viralizar mentiras y bulos que atacan a colectivos sociales y quiebran la convivencia. Compartir contenidos que nacen de medios de comunicación y plataformas digitales cuestionables nos convierte en cómplices de quienes elaboran las fake news. Los medios de comunicación tradicionales tienen también que ejercer su responsabilidad social desmintiendo con datos los bulos y hay que exigirles que dejen de blanquear a la extrema derecha permitiendo que los utilicen para extender sus mentiras.

Una vez que una fake news se pone en marcha en muy difícil pararla y en muchos casos acaba teniendo consecuencias serias en la vida de las personas: el IES de Puebla de Guzman, Huelva, se hizo tristemente famoso cuando un periódico digital vinculado a la extrema derecha viralizó la mentira de que durante el 8M se iba a dejar castigados sin recreo a todos los alumnos varones. El escándalo fue tal que la Fiscalía de Menores llegó a abrir un expediente que finalmente tuvo que cerrar. Las mentiras y el escándalo no cejaron a pesar de los múltiples desmentidos por parte del centro y de la prensa seria. El equipo directivo fue acosado y la tranquilidad del centro se vio alterada. En otros casos, por otro lado, las fake news sirven como coartada y justificación de actos de violencia política extrema.

Vivimos tiempos complejos, pero en el fondo todos lo son, y puede que algunos traten de beneficiarse haciéndonos ver que no existe una línea clara entre la mentira y la verdad, quebrando así los consensos de la convivencia social, pero resulta que Rameses nunca ganó la batalla de Kadesh.

 

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