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Rodrigo Cuevas ye el futuru
Ser asturianu nun ye dir con montera picona ni saber char bien la sidra ni subir a Covadonga ni adornase con histories que son verdaes a medies que de tanto ser grandones van crecenos les oreyes (Xiringüelu, Víctor Manuel)

Los músicos Xosé Ambás y Rodrigo Cuevas en la puya’l ramu durante las fiestas de Vegarrionda (Piloña) el pasado mes de agosto. / Foto de Pablo Hevia
Artículo publicado en el número 58 de ATLÁNTICA XXII (septiembre de 2018)
Xuan Cándano | Periodista
Recuerdo perfectamente una escena frente a las taquillas del Santiago Bernabéu cuando era universitario en Madrid. Jugaba el Sporting (aunque podía ser el Oviedo y hubiera pasado lo mismo) y me faltaba dinero para comprar una entrada. Cuando un grupo de asturianos que se desplazaron para ver el partido observaron que un paisano, un pobre estudiante, no podía acceder al estadio por falta de perras, comenzó una especie de improvisada operación socorro y me empezaron a llover billetes, hasta el punto de que en unos instantes tenía en mis manos una cantidad mayor que la que costaba la entrada. Y de todo ello se enteró buena parte de la afición local y quien pasaba por allí: el espectáculo no era precisamente silencioso, porque aquello era una muestra de solidaridad nada discreta. «Será por perres», parecía el mensaje subliminal de aquellos asturianos vocingleros en la capital de España.
Me pregunto si esa escena se podría repetir hoy, cuarenta años más tarde. Es posible, porque el grandonismo, el orgullo de pertenencia a la tierra y su pública ostentación no han desaparecido entre los asturianos. Pero creo que se han matizado. El asturiano/a hoy ya no es lo que era entonces, aunque mantenga un carácter bien diferenciado y una personalidad muy marcada.
En aquella época la Transición estaba empezando a rodar, pervivía aún el mito del asturiano «borracho y dinamitero» y su oposición al franquismo, y todavía no habían sucumbido ante su contraste con la realidad otros dos que marcaron la Asturias del siglo XX: el obrero y el covadonguista.
Con el mito de la clase obrera combativa –bien ganado desde la huelgona de 1917, con su éxtasis en la revolución del 34 y la traca final de las huelgas mineras de los 60– fue acabando el consumismo de los obreros, más atractivo para ellos que el comunismo, ya desde el desarrollismo franquista. La agonía final se visualizó este mismo verano, cuando José Ángel Fernández Villa –el comandante del gran ejército de los mineros asturianos de la democracia, el sucesor de Belarmino Tomás, el oportunista procedente de la Brigada Político Social del franquismo que enterró en la chequera y las prejubilaciones el histórico espíritu insurreccional de las cuencas mineras– se sentó en un banquillo de la Audiencia acusado de haber robado dinero a sus compañeros del SOMA.
De izquierda a derecha, la procuradora Laura Fernández-Mijares, Miguel Ángel Fernández Villa y la mujer de este, María Jesús Iglesias.
Con el mito de «Asturias es España y lo demás tierra conquistada», que ya solo se pronuncia en voz baja en los chigres, acabaron los historiadores y el sentido común, que rechaza el infantilismo y los inventos del nacional-catolicismo sobre una escaramuza en Covadonga entre el que probablemente fue un líder local llamado Pelayo y unos soldados árabes. Lo único seguro es que de aquel episodio no nació España, sino el reino de Asturias, origen de la plurinacionalidad de un Estado que vio surgir su primera nación en Cangues d’Onís. El mito pasó a la historia porque tergiversaba la Historia, hasta el punto de que este año el 1300 aniversario de la aparición del reino de Asturias, coincidente con el del parque de Covadonga y la conmemoración religiosa, es una patata caliente para el gobierno de Javier Fernández, un españolista antiguo obsesionado con los nacionalismos periféricos, para el que ahondar en la existencia de un Estado asturiano en el siglo VIII debe provocar auténticos sarpullidos. Tan embarazosa es la conmemoración que oficialmente tiene un perfil tan bajo que pasa desapercibida y no se enteran de su existencia ni los que van a ver a la Santina. Ya no se puede celebrar la invención del origen de España ni tampoco la gesta del reino de Asturias, no vayamos a remover por estas tierras los demonios del nacionalismo, que ya tienen bastante con catalanes y vascos los partidarios del viejo Estado-nación.
PILOÑA COMO METÁFORA
Perdidas para siempre en las brumas del pasado la patria del proletariado y la cuna de España, la identidad asturiana en el siglo XXI se percibe más difusa, parece un relato en construcción de un pequeño y milenario país que no quiere serlo. Como los descendientes de una de esas familias en decadencia que un día descubren que su gloria fue efímera y su pasado una impostura, los asturianos de hoy parecen confusos y su despiste resulta más adecuado para el análisis de un psicoanalista que para el de un antropólogo o un sociólogo. Veamos un ejemplo ilustrativo: el concejo de Piloña.
Desde hace un tiempo en el concejo de Piloña, en el centro de Asturias, coinciden con pocos meses de diferencia tres celebraciones bien diferentes, cuando no antagónicas, en lo identitario; y todas tienen gran aceptación popular. En abril se celebra la Feria andaluza más famosa y multitudinaria de Asturias en la capital piloñesa, L’Infiestu, con sus caballos, sus casetas, su cante jondo, sus mujeres vestidas con el traje tradicional al Sur de Despeñaperros, un espectáculo ciertamente exótico, tanto como si en Sevilla les diera por organizar espichas, concursos de tonada y juergas amenizadas por El Pericote.
En este afán por las imitaciones festivas, al comienzo del verano, igualmente en L´Infiestu se celebran los sanfermines coincidiendo con los pamplonicas, sin que falten todos sus rituales, pañuelos, fajas e incluso los encierros, aunque aquí hay un solo toro de juguete pegado a una rueda por la que tira un señor mayor muy animoso. Los sanfermines piloñeses acaban con la gente cantando el «Pobre de mí».
No sabemos si Rodrigo Cuevas entonó el «Pobre de mí» al conocer o tener noticia del festejo, pero lo cierto es que el inventor de la tonada glam, que para ir a vivir al campo escogió la aldea piloñesa de Vegarrionda, personifica una experiencia exactamente antagónica a muy pocos kilómetros de L’Infiestu. Hace un par de años Rodrigo Cuevas recuperó a mediados de agosto las fiestas de Vegarrionda, donde hay quince residentes, pero además de conservar las tradiciones las complementa con música y actividades de vanguardia. Él canta (en asturiano) y toca el acordeón acompañado de un gaitero, subasta el ramu y organiza conciertos de música tradicional, pop y electrónica. Este año también hubo un recital de poesía de Carlos Barral.
EL ENEMIGO ESTÁ DENTRO
¿Están locos estos asturianos, como los romanos a los que tanto esfuerzo les costó derrotar a sus antepasados, o esa pluralidad de comportamientos es la que forma precisamente su identidad, aunque resulten antagónicos? Podría ser. No olvidemos que Asturias es uno de los pocos pueblos de la Península cuyo nombre es plural. No están locos los asturianos, están confusos. Si el término identidad ya es difuso en sí mismo, como reseñan expertos como E. Hobsbawn, el cambio de ciclo en Asturias, con la caída de los mitos que vertebraron su sociedad durante más de un siglo, aumenta las perplejidades.
Si atendemos al sujeto colectivo como rasgo de identidad, los asturianos seguimos siendo hospitalarios, efusivos, individualistas (como corresponde a nuestra geografía de múltiples valles y pequeñas poblaciones) y cainitas, porque parecemos enemigos de nosotros mismos. Como esos individuos que resultan encantadores por la calle y en los chigres, pero insoportables en su casa, los asturianos somos muy generosos con todo lo que viene de fuera e implacables con nuestros vecinos. Dan ganas de gritar lo que se atribuye a los defensores del cuartel gijonés de Simancas en la guerra civil: «Disparad contra nosotros, el enemigo está dentro».
Ese cainismo que hace sospechoso al asturiano para el asturiano, es lo que explica fenómenos tan peculiares como el éxito de nuestros paisanos cuando emigran, y no solo los históricos indianos, frente a la ausencia de un empresariado potente y dinámico entre el Eo y Tinamayor. Y puede que también el autoodio y el cosmopaletismo que representa esa parte de la población, que no está solo entre las élites, que desprecia su propia lengua románica, la única sin reconocimiento oficial y en peligro de extinción en la Península Ibérica. Pero observo que tanto el autoodio como el cosmopaletismo retroceden y parecen diluirse con las nuevas generaciones, a las que tan bien representa Rodrigo Cuevas. También el grandonismo, que es en realidad una expresión de cierto complejo de inferioridad. Se mantiene en cambio uno de los rasgos que parecen inmutables en el carácter asturiano: la imposibilidad de poner en marcha proyectos en común y la prodigiosa capacidad para broncas y polémicas estériles en todo tipo de asuntos, desde una importante obra pública hasta el nombre de una calle.
Si ahondamos en el sujeto político en relación a Asturias y los asturianos la confusión no es menor, y corremos el peligro de no encontrar la salida a nuestro propio laberinto, como si nos perdiéramos entre la niebla de nuestras montañas. Si tomanos a Fichte por referente, como hizo en los 70 la filósofa Amelia Valcárcel, entonces ideóloga del moderno nacionalismo asturiano, Asturias es inequívocamente una nación, con su historia, su cultura, su lengua y la convivencia en el territorio como elementos indiscutibles que confirman la tesis. Pero si nos inclinamos por otras acepciones de nación, al modo de Renan por ejemplo, cuando se trata sobre todo de la voluntad de los habitantes de vivir juntos en un proyecto común, Asturias es una región más en la España de las autonomías.
¿Se despejará la niebla de la confusa identidad asturiana de principios del siglo XXI, como suele ocurrir tras esas mañanas misteriosas que nos ofrece por aquí la naturaleza, para dar paso a un sol deslumbrante? ¿Cómo sería el parto en tal caso? No conviene hacer muchas predicciones, por prudencia y por experiencia. A finales del siglo XX, cuando la Asturias obrera, el poder sindical y la izquierda internacionalista (y cosmopaleta) daban los primeros síntomas de agotamiento y se vislumbraba su fin, los asturianistas del PAS de Xuan Xosé Sánchez Vicente apostaron por un nacionalismo moderado y de clases medias, al modo PNV o Convergencia y Unió, convencidos de que era inevitable su éxito y su necesidad para vertebrar ahora mismo a la sociedad asturiana, cogiendo el relevo de la hegemonía cultural gramsciana. A la vista está el error de cálculo.

Ilustración de Goyo Rodríguez
Pero algunos indicios permiten apuntar algunos vaticinios. Los nuevos asturianos no son ajenos a la globalización, el mestizaje y la llegada de inmigrantes, en muchos casos de segunda o tercera generación. Ya nadie se extraña de que le sirva sidra en un chigre un mulato colombiano o un rumano con acento y vocabulario asturianos, y hace tiempo que en los concursos de escanciadores son los triunfadores.
Y los que emigran desde hace unos años, muchos incluso antes de la última crisis del capitalismo de 2008, los que Tini Areces llamaba «leyendas urbanas», son profesionales exitosos, cosmopolitas que quieren a su tierra sin complejos ni folklorismos y lamentan su falta de autoestima. Muchos volverán y contribuirán a modernizar su tierra, aportando dinamismo, superando el inmovilismo y rompiendo con una cultura oficial paralizante. Esos asturianos de la modernidad son glocales, como proponía Juan Cueto, y ya reclaman nuevos liderazgos políticos para una Asturias más asturiana, y por tanto más universal. En menos de un año se empezará a notar ese cambio, con la desaparición tras las próximas elecciones autonómicas de los últimos políticos de la Transición en Asturias y del gobierno de Javier Fernández, que nunca fue capaz de desprenderse de su cultura política somática.
La aldea en la que vive lleva camino de desaparecer, como tantas otras, pero el futuro es de Rodrigo Cuevas.
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