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Atlántica XXII

¡Sois todos unos fascistas!

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¡Sois todos unos fascistas!

Ilustración de Goyo Rodríguez.

Steven Forti | Historiador

@StevenForti

 

«Eres un cacique, un cobarde y un fascista!». Así, en octubre de 2017, durante un pleno municipal, Teófila Martínez increpó al actual alcalde de Cádiz, José María Kichi González. Más allá de las trifulcas de la política local gaditana, el hecho en sí es interesante porque quien acusa de fascista a Kichi González no es una black bloc que de la resistencia al sistema capitalista hizo su estilo de vida, sino nada menos que la líder del PP de Cádiz. Por más inri, Teófila Martínez ha sido alcaldesa de la antigua Gadir durante veinte años hasta perder las elecciones en 2015, desbancada por la coalición municipalista Por Cádiz Sí Se Puede. Parece el mundo al revés: los herederos del franquismo que tachan de fascista a un activista social.

Sin embargo, más que para hablar de las posiciones ultras de un número no desdeñable de dirigentes del PP, esta anécdota nos sirve para reflexionar sobre el uso y el abuso del término fascista en la actualidad. Teófila Martínez no es una excepción. Al contrario. ¿Cuántas veces hemos presenciado a un debate acalorado en que alguien tacha de fascista a otra persona? Tropecientas. E incluso, quizás, hemos sido nosotros los mismos protagonistas de los insultos, lanzados o recibidos. «¡Eres un facha!». «¿Facha yo? ¡El fascista aquí eres tú!» Y no hablemos de con lo que diariamente nos encontramos en las redes sociales, que se han convertido en un verdadero basurero. Facha por aquí, facha por allá: ya no se salva nadie. Somos todos unos fascistas, podría resumir cínicamente un observador externo.

Lo que resulta interesante es ver cómo en unas pocas décadas, al fin y al cabo, se ha vaciado de cualquier significado este término. Utilizándolo tanto y de forma totalmente indiscriminada, de su significado originario no queda prácticamente nada. Fascista, o facha, hoy en día es sencillamente un insulto. Algo así como hijoputa o cabrón. Claro está que esta palabra se suele utilizar sobre todo para acusar a alguien de derechas, pero lo mismo da que sea de la Falange Auténtica, de Vox, del PP, de Ciudadanos o, incluso, de alguna formación de izquierdas. Si alguien no comulga con lo que pensamos acaba siendo un fascista. Sin más.

Además de no favorecer un debate maduro, que tanta falta hace, el problema es que de esta forma perdemos de vista lo que fue realmente el fascismo. Y, consecuentemente, nos cuesta entenderlo como fenómeno histórico. Sin contar que así nos hacemos un lío tremendo en interpretar lo que se mueve en la actualidad en lo que es el mundo de extrema derecha. ¿Es el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, un fascista? ¿Es el líder de la Liga y actual ministro del Interior italiano, Matteo Salvini, un fascista? ¿Son fascistas los dirigentes de Amenecer Dorado en Grecia? Creo que para salir de este embrollo debemos volver a los orígenes.

LOS ORÍGENES
El fascismo fue un movimiento político que nació al final de la Primera Guerra Mundial y que vivió su apogeo en las dos décadas siguientes en todo el continente europeo. Se trató de un fenómeno complejo, de difícil comprensión para sus mismos contemporáneos y sobre el cual la historiografía ha gastado ríos de tinta en los últimos setenta años, dando pie a debates interminables. Nadie pone en duda que la cuna del fascismo fue Italia con la fundación, en marzo de 1919, de los Fasci di Combattimento, así como en considerar que la llegada al poder de Benito Mussolini a finales de 1922 permitió la expansión del fascismo más allá de los Alpes. Hay menos consenso, en cambio, en cómo categorizar otras experiencias autoritarias de la Europa de entreguerras: ¿qué fue el franquismo? ¿Una dictadura autoritaria, un régimen fascistizado o la versión española del fascismo? Y si lo consideramos un régimen propiamente fascista, ¿hasta cuándo lo fue? ¿Hasta la muerte de Franco? ¿O solo en sus primeros años? Lo mismo puede decirse del régimen de Vichy en Francia, de la Hungría del almirante Horthy, del Portugal de Salazar y un largo etcétera. A fin de cuentas, se trata de ponernos de acuerdo en qué entendemos con el término fascismo y qué características consideramos necesarias para utilizar este concepto para definir un fenómeno.

Pero, ojo, que el fascismo fue también una ideología política y un «mito» que se basaba en la mística patriótica, las tradiciones revolucionarias y dinámicas, y la continuación de la experiencia bélica en tiempos de paz, pero incluía también, en las palabras del historiador George L. Mosse, «sobras de anteriores ideologías y actitudes políticas, muchas de las cuales contrarias a las tradiciones fascistas. Fue un organismo saprófago que intentó apropiarse de todo lo que entre el siglo XIX y el XX había fascinado a la gente: el romanticismo, el liberalismo y el socialismo, así como el darwinismo y la tecnología moderna».

Fascista, o facha, hoy en día es sencillamente un insulto, como hijoputa o cabrón

Como fenómeno histórico, el fascismo acabó con la derrota de Hitler y Mussolini en la primavera de 1945. ¿Desaparecieron entonces los fascistas de un día para otro? Evidentemente no. Pero resulta más correcto hablar de post-fascismo para todo lo que nació después de aquella fecha. Así, para hacer un ejemplo, la organización terrorista de extrema derecha de los NAR en la Italia de los años setenta se debería definir como un grupo neofascista. Otros grupúsculos que han existido o que siguen existiendo también en la actualidad se los denomina neonazi. Puede parecer una cuestión baladí, pero no lo es para nada. Lo vemos en la actualidad. Tachar de fascista a Salvini, a Orbán, a Marine Le Pen o al mismo Donald Trump es un sinsentido. Y no porque no hagan declaraciones o no apliquen políticas reaccionarias y de extrema derecha, como bien sabemos. Sino porque, si los llamamos fascistas, estamos simplemente banalizando lo que fue el fascismo.

La extrema derecha se ha ido transformando en las últimas tres décadas y, gracias a la crisis económica y a la manera en que se ha gestionado la globalización, ha encontrado un nuevo terreno fértil para su arraigo. Este es un hecho indudable. Pero ha sabido cambiarse de ropa, ha hecho un restyling, se hizo más presentable. Ya no viste la camisa parda y las botas militares, prefiere una camisa blanca y una americana, con o sin corbata. Esto no significa que sea menos peligrosa de lo que fueron los fascismos de la Europa de entreguerras, pero, eso sí, es algo distinto que no podemos llamar de la misma manera que Mussolini o Hitler. Es necesaria precisión para entender los fenómenos políticos: no debemos abusar de un término que tiene un determinado significado para tachar así todo lo que no nos guste. Busquemos definiciones adecuadas a los tiempos: ¿extrema derecha? ¿Ultraderecha? ¿Nacional-populismo? El debate está en sus inicios. Y, para volver a lo que se comentaba al principio de estas líneas, dejemos de llamar facha a todos los que no piensan como nosotros. El mensaje va dirigido, obviamente, también a Teófila Martínez

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