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Atlántica XXII

Historias de un asturiano en Houston: Los últimos del imperio

Opinión

Historias de un asturiano en Houston: Los últimos del imperio

 

Pablo González García | Ingeniero

 

Tras una larga y sofocante noche, las primeras luces se abren paso en Houston, Texas. El sol despunta entre enormes rascacielos, moles de acero, y anuncia la llegada de otro día abrasador. El verano al sur de Estados Unidos dura nueve meses y parece interminable. Vivo en un barrio tranquilo, llamado Medical Center, repleto de clínicas y hospitales que no parecen tal cosa. Se asemejan más bien a hoteles de cinco estrellas, imagino que para que nadie se lleve a equívoco: el que quiera cura, ha de pagar alta factura. Los enfermos con el bolsillo vacío no son su problema.

Vivo en una ciudad en la que nadie camina y todos conducen. El paseante es un bicho raro en la lógica de las cuatro ruedas mientras el coche, un miembro más de la familia, es regado con gasolina barata, casi gratis. Para eso se invaden países. Aquí vive, rodeado de asfalto, un asturiano de irrenunciable espíritu rural, que diría Ortega. Algunas veces, las menos, me pregunto qué cúmulo de caprichosas e insondables casualidades me han traído hasta aquí, qué hago a ocho mil kilómetros de mi casa sin saber muy bien lo que esperar, o lo que buscar. Otras veces, las más, intento no pensar demasiado; al fin y al cabo, vivir es cabalgar casualidades.

Sin embargo, no puedo evitar volver una y otra vez sobre una paradoja que llega a obsesionarme: a pesar de que millones de pequeñas historias están ocurriendo aquí y ahora, junto a la mía, soy incapaz de sentirme acompañado; pienso ya, casi irremediablemente, que esta ciudad, o cualquier otra, es el sitio más solitario del mundo. Por eso, de vez en cuando, necesito escapar, deambular por la inmensa urbe y tratar de descubrir su cara humana para poder reconciliarme, al fin, con el monstruo; porque, debajo de su máscara inconmensurable, de su semblante hostil, debe aparecer, tarde o temprano, el rostro de todos los que la habitamos, de todos los que la vivimos. Encontrarlo es, a estas alturas, casi un deber moral.

El barrio es consumido por la marginación, la pobreza, la droga y la violencia, pero ellos siguen jugando, riendo y soñando como cualquier niño

Es octubre de 2017, no recuerdo qué día exactamente, y conduzco sin rumbo un coche extremadamente pequeño para los estándares locales entre agradables vecindarios, casas unifamiliares, jardines y robles casi majestuosos que reflejan el estilo de vida cómodo que tantas veces nos ha vendido, o querido vender, Hollywood y su fábrica de sueños. No obstante, la postal cambia repentinamente, casi sin avisar. La opulencia y la marginalidad comparten luz y escaso oxígeno en cualquier gran ciudad de Estados Unidos, apenas una carretera o una vía de tren las separa.

Entro en el East Downtown y los vecindarios afroamericanos empiezan a mostrarme la cruda realidad de un pueblo que, a pesar de los indiscutibles avances sociales producidos en las últimas décadas, parece incapaz de sacudirse de una vez por todas la injusticia histórica que pesa sobre sus hombros. Las humildes casas prefabricadas, muchas no más que cuatro desvencijadas paredes y un dudoso tejado, se acumulan a ambos lados de calles descuidadas y llenas de basura. La suciedad del entorno, repleto de plástico y cartón procedentes en su mayoría  de la comida prefabricada, plastificada y embolsada tan común en los supermercados y restaurantes low cost estadounidenses, se nos presenta como el triste reflejo, el patio de atrás, de una cultura plenamente occidental: úselo y tírelo. El servicio de limpieza ni está ni supongo se le espera y llama la atención el abundante número de casas abandonadas, tapiadas y con jardines ahogados de malas hierbas.

El East Downton de Houston es tristemente popular por su importante población de homeless (sin techo), casi comparable al Skid Row de Los Ángeles aunque a menor escala. El barrio me produce una mezcla de sensaciones difícil de describir, una especie de fascinación trágica que me distrae de la carretera con la consecuencia de algún frenazo inesperado. Me acerco por casualidad a la entrada de un colegio de primaria y observo una multitud de niños que juegan antes de que suene la campana. El barrio es consumido por la marginación, la pobreza, la droga y la violencia, pero ellos siguen jugando, riendo y soñando como cualquier niño. Los observo unos minutos, tratando de entender las distintas realidades que sufren dentro de esta dura atmósfera y abrigando la esperanza de que el colegio sea una especie de bálsamo, un oasis, para ellos. Confío también en que los profesores se despierten con esa misma esperanza todos los días.

Tienen la humilde esperanza de que los dejen vivir en paz

La inmensa mayoría de los alumnos que se agolpan a la puerta de la escuela son afroamericanos, diría que más del 90%. Es el colegio de un gueto, así de simple. La segregación racial, a pesar de un declive lento e insuficiente desde los 70, persiste en las metrópolis norteamericanas. Blancos y negros se cruzan con pocos vecinos del otro color en sus barrios. La concentración de pobreza y marginación consume al East Downtown y orilla a sus niños, quién sabe si para siempre. La oportunidad de progreso social que representa la educación universitaria en Estados Unidos parece inalcanzable para ellos y me resulta muy difícil imaginar un futuro en el que puedan afrontar los costos y deudas, incluso de seis cifras, de la elitista universidad estadounidense. Quizás alguno lo consiga, correrán entonces ríos de tinta y fotogramas en alta definición ensalzando su obra, haciéndonos ver que el sistema funciona. Éste premia a sus mejores hijos mientras abandona a los demás, que no se han esforzado lo suficiente. Merecen seguir siendo los nadies que ya son. Mercadotecnia al servicio del poder y de sus valores dominantes.

Estas reflexiones me llevan al recuerdo de una historia que escuché en Democracy Now!, un dignísimo programa de radio que se ocupa precisamente de dar voz a los que no la tienen; y eso, en los tiempos que corren, es casi una heroicidad. Una adolescente afroamericana acudía a una manifestación de protesta contra esa policía de gatillo fácil, que dispara antes de preguntar, especialmente si el sospechoso es negro y que mató a 223 afroamericanos el pasado año. El reportero le preguntaba qué esperaba conseguir con la marcha. La chica, de apenas trece años, respondió con aplomo: «Llegar viva a los dieciocho años». Ese es el nuevo sueño americano para los olvidados del país de la libertad. Tienen la humilde esperanza de que los dejen vivir en paz.

Mientras conduzco de vuelta, temo que mi modesta pluma sea incapaz de describir lo que veo y me propongo plasmar estas complejas realidades en una imagen que valga más que mil palabras. Aminoro la velocidad hasta detenerme y cojo mi teléfono móvil. De repente, un grupo de jóvenes afroamericanos dirigen su mirada hacia mi coche desde la entrada de una casa cercana, ¿o no? ¿me miran a mí? Poco importa. El miedo, quizás la patología más presente en nuestro siglo XXI, aparece. Arranco el coche, acelero y, engañándome a mí mismo, me prometo fotografiar en otro momento, mientras en el fondo sé que tendré que conformarme con juntar lo mejor que sepa unas cuantas palabras.

Salgo del East Downtown y los barrios apacibles vuelven a mi realidad. La inmensa silueta del Downtown, el distrito de negocios de Houston, se recorta en el horizonte. Sede de las mayores empresas del sector energético del país y del mundo, atrae diariamente todas las miradas de un sistema voraz que prefiere centrarse en frías cifras economicistas mientras ignora la realidad existente a pocas millas. En Estados Unidos, la marginación es sufrida principalmente por el pueblo afroamericano, pero en otros lugares los últimos son otros: latinos, musulmanes, gitanos… o blancos pobres. El racismo acaba por hacerle el trabajo sucio a un clasismo que, si atendemos a algún ávido alumno aventajado del libre mercado, es cosa del pasado. Será que el pasado vuelve una y otra vez para seguir mostrándonos que el atracón de unos pocos debe ser, a la fuerza, el hambre de muchos.

 

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