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Atlántica XXII

Cooficialidad: por un puñado de votos

Opinión

Cooficialidad: por un puñado de votos

Reflexiones sobre la votación para la reforma del Estatuto de Autonomía y la incorporación de la cooficialidad del asturiano, que el pasado viernes fue rechazada por la Junta General del Principado

Histórica manifestación en Xixón, en 1976, exigiendo Estatuto de Autonomía y «bable nes escueles». Portan la pancarta futuros cargos políticos de relieve como Vicente Areces o Amelia Valcárcel.

Rafa Balbuena | Periodista

Asistimos estos días a un encendido debate político y mediático sobre la pertinencia o no de hacer del asturiano lengua cooficial, mediante una reforma del Estatuto de Autonomía promovida por IU y Podemos que, tras una serie de incógnitas, la Junta General tumbó el pasado viernes con los votos en contra de PSOE, PP, Foro Asturias y Ciudadanos. Aunque lo cierto es que ese “debate” – que, para variar, tuvo poco diálogo y mucha consigna, aunque ese es otro asunto- lleva décadas entrando y saliendo a discreción de la agenda de los partidos en la Junta General. En realidad, en materia lingüística, nada hay nuevo bajo las nubes del parlamento astur. A la enésima y equívoca campaña del PP (“llingua sí, cooficialidad no”), acompañada de un video que roza el esperpento diglósico y de unas declaraciones delirantes de su presidente nacional, se une el no menos bochornoso juego de “¿dónde está la bolita?” del otro partido mayoritario en la Junta. Porque no conviene olvidar que el PSOE, por boca de su líder regional recién proclamado en septiembre del año pasado, abogaba por promover la cooficialidad para, de cara al debate del pasado viernes, contradecirse sin sonrojo y votar en contra, todos en bloque, prietas las filas y tira que libres. Como cuando Felipe, vamos, justificando del modo más peregrino el cambio de consigna que iba del “OTAN, de entrada NO”, para luego pedir “Vota SÍ en interés de España”… y no pasa nada.

En realidad, el problema “lingüístico” no está en las opiniones de algunos de sus señorías, que parecen olvidar que están ahí en calidad de servidores públicos y no como publicistas de sus respectivos clubes (léase partidos) donde labrarse una carrera a cuenta del erario público. El problema con la llingua asturiana está, para empezar, en el desconocimiento supino sobre el idioma y en la cosecha de prejuicios y complejos que esa misma ignorancia ha ido cubriendo sobre su realidad. La eterna, interesada y desproporcionada comparación con el castellano, por ejemplo, ha hecho olvidar que el conocimiento y el uso de dos idiomas no empobrece a sus hablantes, sino justo lo contrario. Otros argumentos-comodín repetidos hasta la náusea, como que “el ‘bable’ –sic- no sirve para nada”, “es un invento de filólogos apesebrados”, “ese idioma no se parece en nada al que se habla en mi pueblo” o “es la puerta de entrada del nacionalismo separatista”, a fuerza de cacarearlos, se han quedado en algunas cabezas como un mantra, cuando su base racional (si la tienen) se desmonta fácilmente con una calculadora y un poco de sentido común.

Y ahí está la madre del cordero. Aquí, más por desconocimiento que por amor propio, a la llingua asturiana se la juzga con las tripas en vez de con la cabeza. Los idiomas, aquí y en cualquier parte, sirven para comunicarse y transmitir ideas e información, no para crear guetos. Al asturiano del siglo XXI, en muchos aspectos, le ocurre lo mismo que al castellano del siglo XII, que se hablaba de modo distinto en pueblos separados por unos pocos kilómetros, sin dejar de ser por ello el mismo idioma en Soria, Medinaceli o Logroño. Sin embargo, esa ignorancia y esa dejadez que impera hoy en Asturias, promovidas en los despachos de la política y apuntaladas en la escuela, hacen que muchos asturianos que reniegan con vehemencia del “bable” (palabra de por sí envuelta en ignorancia) sean mismamente incapaces, por ejemplo, de distinguir la diferencia entre “he ido” y “fui”, o que les extrañe el gesto de un camarero de Huelva o Alicante (por poner dos muestras al azar) al quejarse de estar “mal a gusto” en una mesa o por preguntar si tienen “bugre” o “pixín” en la carta. O lo que es lo mismo, por no saber expresarse en un castellano que dicen defender pero del que, en la práctica, desconocen su uso más allá de la puerta de casa. Quizá porque, en general, nuestra sociedad tampoco se para a distinguir la diferencia entre “país” y “estado”, como tampoco lo suele hacer entre “ideas” e “ideología”.

Si hubiera un poco de visión, de uso práctico de la inteligencia y de voluntad de consenso, pocos dudarían que en Asturias a nadie perjudica la cooficialidad. Igual que a nadie se le puede obligar a usar la llingua si no quiere, porque para desgracia de algunos, tanto a favor como en contra del asturiano, eso no lo cambia una ley: según los Principios Generales del Derecho, la justicia se da cuando los hechos cambian la legislación, no cuando las leyes imponen los hechos. De modo que sus señorías deberían, y esto es un consejo, ser un poco humildes y bajar discretamente a la calle, a los pueblos, a los barrios que solo visitan algunas veces y cuando hay campaña electoral: es mejor tomar nota y conocer de primera mano el sitio donde se gobierna que hacer comparaciones gratuitas con Cataluña, Galicia o Euskadi, lugares donde por cierto tienen mucho que callar sobre sus respectivos y viejos estatutos de autonomía. Esos que se atreven a equiparar alegremente con el de Asturias, según sople el oportunismo de cada momento. Y que no se engañen ni nos engañen: lo decidido el pasado viernes en la Junta General se hizo única y exclusivamente por un puñado de votos. No por supuestos compromisos adquiridos con la sociedad, ni mucho menos por combatir un separatismo que, a la luz de los hechos, ni tiene peso político relevante ni visos de implantarse como tal.

A los que hablan de fantasmas, catástrofes y engolado sentido de la responsabilidad; a los que responden con consignas manidas y regurgitadas; y a los que echan balones fuera disparando con pólvora del rey (o de la república): recuerden todos que su labor la ejercen en y para Asturias; que el nacionalismo de cualquier signo se cura viajando; y que el respeto -a los demás y a uno mismo- se trae aprendido de casa. Y en última instancia, que en democracia están obligados a gobernar no solo para los de su bancada, sino para todos. ¿Estamos todos?

 

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