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Atlántica XXII

John Donne: Y las campanas doblaron por él

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John Donne: Y las campanas doblaron por él

John Donne.

Artículo publicado en el número 58 de ATLÁNTICA XXII (noviembre de 2018)

 

Natalia Fernández Díaz-Cabal | Lingüista y traductora

Estoy convencida de que John Donne hubiera sido un personaje al que el talento de Umberto Eco habría inmortalizado en alguna de sus eruditas e intrincadas novelas históricas. Poeta prodigioso, brillante, heterodoxo, a contracorriente en unos tiempos donde la disensión se pagaba con una ignominia que acababa pesando demasiado en las albardas de la vida…y con la hoguera. Había nacido un 22 de enero de 1572 en Londres, en el seno de una familia católica, apostólica y romana. Hay que reseñar este detalle porque resulta decisivo en un periodo convulso en el que la religión gobernaba más el odio que la fe y en el que el chantaje y la trampa eran bastante más relevantes que Dios.

En la Inglaterra anglicana de finales del XVI ser católico era tan peligroso como en realidad lo fue ser hugonote en la Francia de los católicos. La familia de Donne no solo no ocultaba su catolicismo, sino que hacía ostentación de él y lo convirtió en el centro de su existencia. Donne era el tercero de seis hermanos. Perdió a su padre siendo muy niño y su madre, orgullosa descendiente de Tomás Moro, se volvió a casar poco después. La sombra de Tomás Moro, por cierto, era alargada: todos sentían un genuino orgullo de ser descendientes directos de un mártir católico. Y esa idea de martirologio estaba perfectamente asentada en el hogar de los Donne: al propio John le llevaron, de niño, a ver cómo quemaban católicos y los desmembraban. Pero esos episodios, posiblemente destinados a “fortalecer el espíritu”,  no le resolvieron a abandonar el catolicismo. Sí tuvo importancia en su posterior apostasía –¡apostatar en un mundo de gente encogida de miedo!– el hecho de que se acusara a su hermano de dar protección a un jesuita: el jesuita terminó destripado y su hermano, acusado de alta traición, fallecería por la peste bubónica en una sórdida mazmorra.

Fue un poeta prodigioso en unos tiempos donde la disensión se pagaba con hoguera

Pero apostatar no fue el único gesto rebelde de un Donne que ya había experimentado en sus propias carnes lo que significaba ser católico: ni en Oxford ni en Cambridge le dieron diploma al acabar sus estudios. Era un apestado. Y lo seguiría siendo, pues su siguiente audacia consistió en casarse en secreto con Anne More, hija de un principal, con lo que se le cerraron las pocas puertas abiertas. Más tarde, reconciliado con su suegro, consiguió la dote matrimonial y un puesto de clérigo. Tuvo doce hijos, muchos de los cuales no llegaron a sobrevivir a la infancia. Su propia esposa fallece al dar a luz al último en 1617.

Ahí, el poeta vibrante, el audaz creador de metáforas, al que dos siglos más tarde el escritor Samuel Johnson define como “poeta metafísico”, se hunde en una depresión, durante la que concibe su inmortal “Soneto sagrado”. Justo antes había escrito una obra magistral, “Biathanatos”, una defensa del suicidio. Fue capellán de varios prohombres durante unos años, hasta que en 1624 el tifus lo deja postrado. Escribe entonces sus meditaciones, entre las que destaca “Ningún hombre es una isla”. Y, sobre todo, el poema que serviría de emblema a la novela más conocida de Hemingway…esos versos estremecedores: “Nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.

Año 1631. El cáncer de estómago lo corroe. Un día se sube al púlpito para pronunciar, con una retórica apabullante, su famoso discurso “Duelo de la muerte”, ante el rey Carlos I. Cuando regresa a casa se envuelve en una mortaja y se hace retratar en ella. Fallecería dos días más tarde. El resto, es leyenda.

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