
Artículo publicado en el número 58 de ATLÁNTICA XXII (septiembre de 2018
Por Mariano Antolín Rato
Sea alucinación colectiva o no, la realidad ha convertido a Philip K. Dick (1928-1982) en un clásico. Sus novelas han sido incluidas recientemente en varios volúmenes de la Library of America, una colección que en Estados Unidos equivale, o pretende hacerlo, a la conocida y prestigiosa Pléiade francesa. Solo publica a autores americanos, es cierto, pero todos los que figuran en ella, según quienes se dedican a establecer los cánones literarios, pertenecen a la categoría de los indiscutibles. Por supuesto, no faltan Thoreau, Emerson, Melville, Poe, Dickinson, Faulkner, Villa Cather, Bellow… por citar a unos pocos de entre el más del centenar de ensayistas, poetas y narradores que se consideraron dignos de aparecer en tan acreditada biblioteca.
Pues bien, junto a tales personalidades, está un escritor de ciencia ficción, Philip K. Dick, que encima es uno de los más atípicos, raros e inquietantes de ese subgénero. Aunque ya a fines de la década 1950 y comienzos de la siguiente, sus novelas destacaron sobre las de sus colegas, también publicaba en editoriales populares y de escasa, si alguna, categoría literaria. Ganó los premios más importantes de la ciencia ficción, fue reconocido por grandes como Stanisław Lem, entre sus lectores entusiastas estaban Timothy Leary, John Lennon, Jimi Hendrix y otros de la misma onda. La revista Rolling Stone, entonces en sus mejores tiempos, proclamó Los tres estigmas de Palmer Eldritch, publicada originalmente en 1965 «la novela por excelencia del LSD». A otra novela suya de la misma época, Tiempo de Marte, algunos exaltados la consideraron superior que las de Aldous Huxley. En fi n, que dentro de los círculos profesionales y de los herederos ‘psiquedélicos’ del mundo beat, gozó de gran prestigio.
La revista Rolling Stone, entonces en sus mejores tiempos, proclamó Los tres estigmas de Palmer Eldritch, publicada originalmente en 1965 «la novela por excelencia del LSD»
Y sin embargo vivía miserablemente porque publicaba en colecciones de quiosco. En realidad, no consumía sustancias amplificadoras de la conciencia, sino anfetaminas y alcohol. Y por si fuera poco, padecía trastornos psíquicos que le llevaron varias veces al manicomio. En un muy recomendable ensayo biográfico titulado Yo estoy vivo y vosotros muertos, Enmmanuel Carrère plantea lúcidamente las interacciones entre la vida de Dick y su obra. De ese modo el celebrado escritor y guionista francés permite hacerse una idea de los mundos alucinatorios que habitaba Dick y de sus constantes luchas por comprender qué le estaba ocurriendo al cuestionarse su propia cordura y la percepción que tenía de la realidad.
Otra de sus novelas –quizá mi preferida–, Ubik, describe un espacio poblado por unos seres que nunca están seguros de existir aparte de en una pesadilla construida por poderosas entidades extrañas. Algo que el propio Dick relacionaba con la posibilidad de sufrir esquizofrenia y está presente en casi todas sus obras donde los protagonistas pueden verse viviendo como sueño de otra persona o entrar en un estado inducido por drogas. Hay pues en sus novelas y relatos –algunos autobiográficos– una constante erosión de la realidad que adelanta la idea explotada posteriormente por los escritores ciberpunk según la cual lo que percibimos como real no es objetivo sino que responde a un consenso generalizado entre los humanos.
Ubik describe un espacio poblado por unos seres que nunca están seguros de existir aparte de en una pesadilla construida por poderosas entidades extrañas
Con el paso del tiempo, tal y como demuestran sus narraciones y los testimonios de quienes le trataron, Dick se fue volviendo paranoico de modo creciente. Imaginaba que el KGB o el FBI tramaban conspiraciones contra él. En este último caso con fundamento, ya que fi gura en los fi cheros de los federales como peligroso socialista que se opuso a la guerra del Vietnam. Sus delirios, sin embargo, quedaron perfectamente narrados con la presencia de personajes que intuyen que son robots, alienígenas, androides o seres sobrenaturales. También replicantes —un nombre que no es suyo—, como los de la mítica película de Ridley Scott, Blade Runner, basada muy libremente en su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?
Y es que, después de su muerte, la adaptación, con mayor o menor fortuna, de obras de Philip K. Dick al cine o series televisivas supera la veintena, haciéndole famoso creador de mundos con resonancias actuales. Aunque es seguro que su mayor satisfacción hubiera sido ver los tomos que recogen sus novelas más destacadas en la Library of America.
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