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Atlántica XXII

Separar no, diferenciar sí, por Santiago Alba Rico

Opinión

Separar no, diferenciar sí, por Santiago Alba Rico

Donald Trump ha nombrado secretario de Estado de Defensa al general James Mattis, apodado «Perro Loco».

Artículo publicado en el número 57 (julio de 2018)

Santiago Alba Rico

En el conocido cuento de El flautista de Hamelin, un músico despechado se lleva a todos los niños de una aldea, cuyas calles vacías –huérfanas al revés– se pueblan de los gritos de angustia de los padres. En otros cuentos populares (pensemos en Hansel y Gretel) niños alejados de sus casas acaban en la jaula de una bruja, a la espera de que se caliente el horno donde serán cocinados. La tradición que recogen los Grimm deposita ante nuestros ojos uno de los arquetipos negros que más han obsesionado a la humanidad, y ello con independencia de la cultura o de la historia. «Niños separados de sus padres y encerrados en una jaula»: la atroz incomensurabilidad de esta imagen integra, junto al incesto y el canibalismo, el repertorio universal de las rupturas culturales. Si los llamados «cuentos de hadas» siguen ejerciendo una poderosa fascinación sobre nosotros es porque nos acercan al límite tanto como hace falta para que sintamos la fragilidad vertiginosa de la civilización y el alivio luego de su restauración final.

Ahora bien, lo que resulta insoportable en un cuento es bastante llevadero en la realidad. De hecho, necesitamos que las cosas pasen, que hayan pasado ya, para poder narrarlas y calibrar así su envergadura feroz. Convivimos todos los días con ogros y brujas, y hasta nos dejamos gobernar por ellos, e incluso nos convertimos sin lucha en uno más, porque el mal es siempre pasado: un relato. Los nazis separaban a los niños de sus padres, Franco separaba a los niños de sus padres, Pol Pot separaba a los niños de sus padres. «Eso no volverá a suceder», dice el guardia de fronteras estadounidense mientras encierra a un niño de cinco años, hijo de un inmigrante ilegal, en una jaula. Las políticas de Trump o las de Salvini –con su censo de gitanos y su denegación de auxilio a los náufragos– nos parecerían literalmente inhumanas si nos las relatasen los Grimm o un libro de historia. Como sencillamente ocurren, y con arreglo a procedimientos «legales», se nos antojan normales; como además forman parte de programas electorales, las reputamos legítimas y honorables.

Es importante distinguir entre separar y diferenciar. El poder que separa a los niños de sus padres es un poder que, paradójicamente, no diferencia a los hijos de los padres. Llamémoslo a regañadientes «fascismo», esa palabra ya gastada e in-significante en la que no se reconoce nadie, aparte cuatro bichos marginales muy poco dañinos. Pues bien, lo propio del fascismo es separar y no diferenciar: separar los cuerpos, aislarlos, encerrarlos, clasificarlos por raza o Identitad nacional; y al mismo tiempo no diferenciar entre niños y adultos, entre civiles y militares, entre inocentes y culpables. Llamarlo «fascismo» no sirve de nada si no se explica que con ese término nos referimos a esta salvaje indiferencia activa frente a los límites constitutivos de la civilización y cuya violación (incesto, canibalismo, infanticidio) tanto nos aterra en los cuentos de hadas. Lo que más tememos está ya entre nosotros y ningún vocablo servirá para medir sus sombras ni para sacudirnos el sueño. Trump, Salvini, Orban son los ogros a los que no combatimos: los ogros a los que votamos; los ogros salvadores que aparecen como «hados padrinos».

Convivimos todos los días con ogros y brujas, y hasta nos dejamos gobernar por ellos, e incluso nos convertimos sin lucha en uno más, porque el mal es siempre pasado: un relato.

¿Por qué no «sentimos» de verdad el peligro? ¿Por qué no nos sentimos «fascistas», es decir, amenazadores para las diferencias civilizadas? Es verdad que no tenemos un nombre para este nuevo retroceso. Pero si no sentimos el peligro –si no nos sentimos «fascistas»– es por dos motivos concomitantes. El primero es el mismo que explica que los fascistas de 1930 tampoco se sintieran «fascistas»: lo que Sartre, de manera pedante, describía como «la inmanencia de la conciencia a la experiencia» o, por decirlo en román paladino, la dificultad para distanciarnos de nuestra experiencia inmediata. Si los cuentos son más reales que la realidad es porque la realidad está demasiado cerca, tan pegada a nuestra vida que, ni siquiera a punto de perderla, nos parece irreal. Para medir la irrealidad que erosiona la llamada normalidad es necesario «perder la vida» y la única forma de «perder la vida» sin morirse –sin quedarse sin instrumentos para medir– es relatarla. Ahora bien: el problema es que todo relato pertenece al pasado, de manera que ni siquiera los buenos relatos sirven para protegernos de los peligros presentes. Si la historia se repite y no nos enseña nada es también por esto: el mal pertenece siempre al pasado: a la Edad Media o al período de entreguerras o, en todo caso, al islam yihadista. Todo lo que nos ocurre aquí y ahora es «normal» por la sencilla razón de que está ocurriendo. La vida sería insoportable sin la vacuna de la inmediatez; la historia es insoportable por culpa de la vacuna de la inmediatez. Sólo cuatro locos son capaces de contarse a sí mismos el cuento caníbal mientras la realidad, siempre roma, lo va escribiendo. Lo propio de los «profetas» no es anticipar el futuro sino experimentar como ya pasado lo que está sucediendo. Contemplarlo, pues, con realista horror y fatal impotencia.

La otra razón es que, cuando la «realidad» se resquebraja, el poder nos proporciona defensas subsidiarias: los llamados procedimientos y protocolos. El guardia fronterizo estadounidense que separa a los niños de sus padres –siendo él mismo padre devoto– no reconoce a su hijo en el hijo del inmigrante porque ese niño atezado no está, como Hansel o Pulgarcito, en uno de sus cuentos; y porque, en cualquier caso, al borde de la sensibilidad, es salvado en el último momento por la «administración», poderosísimo anestésico: «el protocolo indica que hay que separar al niño, meterlo en una jaula y darle una manta y un colchón». Estos protocolos salvaron muchas veces a Eichmann del abismo de la ética y condenaron a muerte a millones de judíos y gitanos.

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