
Dos hombres rebuscan entre la basura, una escena cotidiana en la noche ovetense y de cualquier ciudad española. Foto / Iván Martínez.
Texto publicado en el número 59 de ATLÁNTICA XXII (noviembre de 2018)
Mariano Antolín Rato
Los seres humanos están de sobra en el planeta Tierra. O esa impresión da cuando los vemos sometidos a las constantes catástrofes que amenazan su permanencia en él. Porque ya no se trata de una calamidad que solo concierne a los desgraciados de por ahí lejos cuyas desgracias constituyen una pornografía del horror en los noticiarios. También afecta, y con una frecuencia geométricamente progresiva, a quienes viven en zonas del planeta con renta nacional alta. Pues, según se establece, ese conjunto de datos de carácter económico supone una especie de medidor del bienestar. Y así la buena suerte que supone habitar en países prósperos se correlaciona con la longevidad, la salud la nutrición. Sin olvidar la calidad de vida, la paz, la libertad, los derechos humanos, la tolerancia, la alfabetización… Y aquí se deja de lado el muy desigual reparto de tales beneficios. Ya se sabe que el 1% de ricos posee más riqueza que el 99% de los humanos restantes. Una cifra válida para todas las naciones desarrolladas. Entre ellas, y con los desajustes evidentes para cualquiera que los padezca o se digne a mirar alrededor, puede incluirse España.
Pero volviendo al principio, y teniendo en cuenta que a escala geológica los humanos llevan existiendo desde anteayer, parece como si hoy su presencia se considerase un factor desechable. Lo habitual es que la cobertura mediática de las inundaciones, huracanes, sequías, incendios, deshielos y demás repetidos desastres, se limite a informaciones meteorológicas y a la descripción de los daños originados. La mención del calentamiento global, negado por las grandes corporaciones petrolíferas y los gobiernos a sus órdenes, queda excluida. De ese modo, la naturaleza resulta un elemento no relacionado e incluso opuesto a la condición humana.
Semejante estado de cosas, ha llevado a propuestas delirantes. Una de ellas es la de abandonar este planeta y exportar a otros lugares del espacio una situación que será insostenible dentro de un plazo calculable durante el transcurso de una vida humana. Porque, afirman estudios solventes, aunque la humanidad haya terminado por llegar a una nueva época geológica, que llaman Antropoceno, el constante aumento de las emisiones de gases de efecto de invernadero, se diría que va a hacer muy breve esta nueva era que sustituye a los inimaginables miles de años del Holoceno.
Las transformaciones que requiere el cambio de la tendencia destructiva de los habitantes del planeta Tierra exigen unas acciones inmediatas. Supondrían una variación radical de modos de vida regidos por el consumo, y una renuncia por parte de las grandes empresas contaminantes a seguir aumentando sus dividendos. Pero, de momento y en un futuro próximo, si lo hay, nada de eso asoma en un horizonte en constante ocaso del que los humanos constituyen un estorbo. Basta con que sean un número en las estadísticas de esos individuos dedicados profesionalmente a mantenerse o conseguir el poder.
Y he preferido referirme a los humanos en tercera persona, como si utilizando esa persona pudiera quedar excluido del Apocalipsis cada vez más cercano. Mientras tanto, y para no echarme a temblar, recurro a un literario deseo de asistir al aterrador espectáculo del fin del mundo sentado en una butaca de primera fila. Admitiendo que quizá mi desmesurado descontento indica que todavía participo de la desolada sentencia escrita por el ahora tan denostado Sigmund Freud sobre que esta civilización no tiene futuro ni lo merece.
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