Cultures
Manuel de la Escalera, un grande para muy pocos
Al reeditarse la obra literaria de Manuel de la Escalera, se hace algo de justicia al desamparo al que parecía condenado el autor. Alfonso Oñate / Historiador.

Manuel de la Escalera. Foto/Pepe Lamarca.
La apuesta llevada a cabo por Akal al reeditar parte de su obra (Muerte después de Reyes, Mamá Grande y su tiempo y Cuentos de nubes) hace un poco de justicia al desamparo al que parecía condenado Manuel de la Escalera (1895-1994). Leer sus libros supone descubrir por fin a muchos el talento literario de un autor cuya figura sigue siendo todavía casi desconocida. Los pocos apuntes biográficos que tenemos fueron aportados por él mismo y los contados textos que hablan de Escalera, salvo alguna excepción, no suelen pasar de generalidades que se repiten una y otra vez.
Alfonso Oñate / Historiador.
Asomarse a la biografía de Manuel de la Escalera Narezo es igual que asistir al visionado de una película que tiene de escenario algunos de los hechos más relevantes del siglo XX. Una película en la que el argumento inicial, repleto de entusiasmo y optimismo, se va trocando a pesar de la permanente dignidad en una sucesión de derrotas y dramas. Por supuesto es una película modesta y sencilla como fue la personalidad misma de Manuel de la Escalera; también casi olvidada como a día de hoy es su recuerdo.
No obstante, es posible seguir sus huellas, pues a la fuerza alguien que era hijo de una de las familias más prominentes de la burguesía santanderina y potosina, que tuvo un papel intelectual destacado en su ciudad durante la II República o que sufrió veintitrés años de cárcel durante la dictadura franquista, deja un rastro.
Mamá Grande y su tiempo
Manuel de la Escalera nació en San Luis Potosí (México) en 1895 en el seno de una de las familias más ricas e influyentes de la ciudad. Su abuela materna, Refugio Muriel Soberón, a la que dedicaría un emotivo recuerdo en el precioso librito Mamá Grande y su tiempo, era pariente de uno de los hombres más influyentes del Estado de San Luis Potosí, el notable Agustín Soberón Sagredo. Refugio Muriel, al igual que todos sus familiares, poseía haciendas y acciones en explotaciones mineras y se había casado en segundas nupcias con Francisco Narezo, indiano originario de Potes (Cantabria).
El matrimonio tuvo varios hijos, entre ellos María Guadalupe Narezo, madre de Manuel. María Guadalupe había contraído matrimonio en 1894 con Emiliano de la Escalera y Amblard. El abuelo paterno de Manuel de la Escalera era originario de Cádiz y provenía de una estirpe de juristas que se remontaba al siglo XVI. Debido a su profesión recorrió toda la geografía española hasta recalar finalmente en Santander, donde fundó la sede montañesa del Banco de España. De sus nueve hijos, el elemento díscolo fue Emiliano, que tras fracasar en los estudios emigró a México.
No sabemos muy bien cómo, pero el caso es que éste consiguió hacerse un hueco en la alta sociedad potosina, lo que le permitió casarse con María Narezo. Al año justo de pasar por la vicaría nació Manuel de la Escalera, único hijo que tendría la pareja.
Con la entrada del nuevo siglo, México vive tiempos de prosperidad y la adopción del patrón plata sustituyendo al oro provoca que los beneficios de los propietarios de minas aumenten. No obstante eso no quita que el régimen de Porfirio Díaz ya dé algunas muestras de agotamiento, por lo que algunas familias, entre ellas los Escalera, deciden instalarse en España.
Escultor y cineasta en París
Entre 1901 y 1911 la vida del joven Escalera transcurre entre Santander, Valladolid y Bilbao, ciudad esta última donde estudia con los jesuitas. Sin embargo, los negocios que su padre emprende no consiguen tener éxito y los reveses económicos obligarán a la familia a regresar a México en pleno proceso revolucionario. Por entonces, nuestro protagonista es un adolescente atraído por las artes y en particular por la escultura, razón por la que ingresará en la Academia de Bellas Artes de San Carlos, donde conoció a David Alfaro Siqueiros.
La muerte de su madre –de la que llegó a diseñar su sepulcro– en 1916 hace que regrese junto a su padre a España, para ubicarse ambos en la capital cántabra. Sin embargo, Manuel de la Escalera sueña con ser escultor y pronto abandona Santander para seguir los pasos de su admirado Julio Antonio, llegando incluso a trabajar en su taller de Madrid. Finalmente, tras la prematura muerte del artista a causa de la tuberculosis y una breve escala en Barcelona donde de nuevo coincide con Siqueiros, Escalera decide probar suerte en París.
La ciudad del Sena era en aquellos días el epicentro de las vanguardias, el lugar adónde acudían todos los bohemios y aventureros europeos deseosos de labrarse un nombre en el panteón de las artes. Sin duda, los años de París fueron decisivos en la formación ideológica de Manuel de la Escalera. Allí conoció la obra de Marx y, fascinado por el abanico de posibilidades que ofrecía el cine, abandonó la idea de hacerse escultor. Como el mismo diría: “Dejé de esculpir porque el arte era para las minorías y yo quería algo más amplio; entonces opté por el cine”. De este modo, trabajará en los estudios Joinville como montador de la mano de Alexis Granowsky.
Aparte de decisivos, los años de París fueron especialmente duros para Escalera, ya que vivía literalmente en la indigencia, razón por la que, a finales de los años veinte, su primo Arturo, que era magistrado y disfrutaba de una posición desahogada, hizo por traerlo de vuelta a Santander. Este primo suyo también le conseguiría un empleo en el Cine Coliseum, propiedad de José Ocejo.

Otra obra reeditada por Akal y que el autor dedicó a su abuela.
Cielo en la cárcel
El período de la II República fue de gran actividad cultural para Manuel de la Escalera. Así, mantiene un intenso contacto epistolar con Juan Piqueras, crítico de cine español que dirige desde Francia la revista Nuestro Cinema. A través de esta revista, Piqueras, miembro del Partido Comunista, lanza un llamamiento para la creación por toda la geografía hispana de cineclubs proletarios que sirvan para difundir entre la clase obrera el ideal revolucionario por medio de la proyección de películas, soviéticas principalmente. Escalera se encargará de llevar a cabo esta consigna en Santander, compaginándola con su trabajo en el Cine Coliseum.
Resulta obvio concluir que la experiencia de Escalera en el séptimo arte, así como sus contactos en la distribución de filmes, permitió que el Cineclub Proletario de Santander fuera el más reconocido de toda España y tuviera un gran éxito en la ciudad. Entre otras películas se proyectaron El expreso azul, Soviets deportivos y por supuesto El acorazado Potemkin. De esta última película Escalera realizaría la ilustración que anunciaba en la prensa la proyección, así como una antecrítica publicada en el periódico socialista La Región.
Sostiene Sáiz Viadero que las autoridades republicanas no estaban muy contentas con el éxito del cineclub proletario por su exaltación del mundo soviético, lo que llevó a nuestro protagonista a trasladar su proyecto al Ateneo de la ciudad, cambiando además de público y adecuando la programación a los gustos burgueses y de vanguardia. Sin embargo, el cineclub del Ateneo acabó en fracaso y presentó su dimisión.
Durante la Guerra Civil Escalera alcanzó el grado de teniente y formó parte del Batallón Lenin 127, formado por miembros del Partido Comunista. A su vez, junto al pintor Rufino Ruiz Ceballos, rueda películas de propaganda en el frente que eran enviadas a la URSS y que por desgracia se han perdido.
En la caída del Frente Norte republicano Escalera fue hecho prisionero en Mieres, iniciándose así un penoso periplo carcelario. Pasa por distintos presidios, Bilbao, la prisión de Tabacalera en Santander, Burgos y El Dueso. Durante la estancia en Bilbao muere su padre y en Santander se le juzga y condena a treinta años de prisión. Es precisamente aquí cuando sufre una experiencia que interpreta como mística, que lo marcará para siempre y que terminará por recoger en su relato Cielo en la cárcel.
Muerte después de Reyes
En 1941 se le concede la libertad condicional y Escalera marcha a Zaragoza con la misión de reconstruir el Partido Comunista en la zona. Por entonces, éste está liderado a nivel nacional por el miembro de la Internacional Comunista Heriberto Quiñones. La caída de Quiñones en los últimos días de 1941 precipitará la detención de Escalera y su confinamiento en la prisión de Zaragoza durante los primeros meses de 1942. Tras su salida por prisión atenuada, recala en Madrid bajo la atenta vigilancia de la Brigada Político-Social. Consciente de que la Fiscalía pide para él la pena de muerte, decide ocultarse bajo el nombre de Emilio Pagès, pero finalmente es detenido en Barcelona.
En los primeros días de reclusión intenta suicidarse y es trasladado a Madrid, en concreto a los sótanos de Puerta del Sol, lugar en el que fue torturado a lo largo de tres meses.
A finales de 1944, ya preso en Alcalá de Henares, se le juzga y se le condena al piquete. Es entonces cuando, animado por algunos compañeros, decide poner negro sobre blanco su día a día en el corredor de la muerte. El resultado es un impresionante testimonio que se publicará años más tarde con el título Muerte después de Reyes, que contiene, a pesar del fresco de pesadilla que se narra, una poderosa energía vital que tiene su base en la dignidad y humanidad de Manuel de la Escalera.
Conmutada su sentencia de muerte gracias a la mediación de José María Cossío, a Manuel de la Escalera lo internan junto a la mayoría de los presos políticos en el penal de Burgos. Al poco tiempo, abandona el Partido Comunista y entra en contacto con el editor Josep Janés que comienza a encargarle trabajos de traducción. Emprende así Escalera, que empezó a estudiar inglés en la cárcel, una actividad, la traducción, que convertirá en su medio de vida.
Dejar el PCE no implicó que Escalera abandonara la lucha que desplegaron los presos políticos en Burgos; lejos de ello, fueron varias las ocasiones en las que lo recluyeron en celdas de castigo por secundar reivindicaciones y plantes contra el régimen penitenciario, que se resumía en el siguiente lema: “En nuestras organizaciones penitenciarias debe presidir la disciplina de un cuartel, la seriedad de un banco y la caridad de un convento”. Por otro lado, Escalera tampoco renunció en la cárcel a desarrollar una intensa labor cultural como había hecho en los años de la República y, junto con los poetas Marcos Ana y José Luis Gallego, el teórico marxista José María Laso Prieto o el anarquista Juan Gómez Casas, participó en la creación de una tertulia literaria clandestina llamada “La Aldaba”.

Cuentos de Nubes, ahora reeditado, fue escrito por el autor durante su estancia en el penal de Burgos.
La nube del no saber
A su salida de prisión en 1962, con casi setenta años, Escalera era una persona sin apenas recursos económicos, que malvivía de la traducción, por lo que se instaló en el estudio del pintor Manuel Calvo, con el que forjaría una larga y profunda amistad y que acabaría ilustrando las reediciones de su obra.
En 1966 sale a la luz en México Muerte después de Reyes, que desde que había sido manuscrito estuvo custodiado en la caja fuerte de un banco por su amigo Luis Corona. La publicación del libro bajo el seudónimo de Manuel Amblard –su tercer apellido– obligó a Escalera a exiliarse en México hasta 1970. Ya de vuelta en España, la editorial Taurus le publicó su libro Cuando el cine rompió a hablar y en 1981 se editaron sus Cuentos de nubes, escritos durante su estancia en el penal de Burgos. El libro llevaría un prólogo del dramaturgo Antonio Buero Vallejo, para quien la obra de Escalera es “la más admirable conversión en bella y honda literatura, merecedora de perduración, de las terribles vicisitudes padecidas por nuestro pueblo cuando quiso edificar una España liberada de la agresión reaccionaria”.
Manuel de la Escalera vivió desde 1979 hasta su muerte en una residencia para ancianos en Santander. Interesado por la mística, en 1982 consiguió una ayuda del Estado para traducir The cloud of unknowing (“La nube del no saber”), obra de un monje medieval inglés de nombre desconocido.
A comienzos de los años noventa recibió una indemnización de un millón de pesetas por sus veintitrés años de cárcel, una ridícula compensación para quien padeció como pocos la larga noche del franquismo; para alguien a quien el régimen había cortado en seco todas sus aspiraciones con una prolongada reclusión que lo condenó al olvido. Su fallecimiento en Santander, casi centenario, el 22 de abril de 1994, supuso la desaparición de quien “estaba llamado a ser un grande y lo fue, pero solo para muy pocos”, como escribió con admiración Gregorio Morán.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 54, ENERO DE 2018

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