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Atlántica XXII

Alexander Grothendieck, el silencio matemáticamente exacto

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Alexander Grothendieck, el silencio matemáticamente exacto

alexandre_grothendieck_9976EXCÉNTRICOS, RARAS Y OLVIDADOS

Natalia Fernández Díaz-Cabal / Lingüista y traductora.

¿Qué lleva a una persona a anularse en vida y desaparecer? ¿En qué medida la sociedad acusa ese repentino aligeramiento de albardas y de equipaje? ¿Por qué una inteligencia superior se aísla hasta disolverse en un silencio que se asemeja a la eternidad? Son preguntas que surgen cuando se habla de personaje tan singular como el matemático Alexander Grothendieck.

Había nacido en ese Berlín borrascoso de finales de los años veinte del pasado siglo, cuando era territorio libre de Prusia. Es decir, había nacido en esas realidades geográficas condenadas a extinguirse… ¿un presagio de lo que habría de ser después su vida? Su padre había sido un anarquista ruso, judío, aunque el apellido que llevó siempre -una de sus pocas señas de identidad- lo tomó de su madre, procedente de una familia de Hamburgo que hundía sus raíces genealógicas en Holanda. Con tan singular pedigrí viene Alexander, o Alexandre, al mundo. Un 28 de marzo de 1928. Sin nacionalidad. Sin patria.

El niño Alexandre pasa los cinco primeros años de su vida en Berlín. En 1933 sus padres se instalan en París para escapar del nazismo (luego participan de voluntarios en la Guerra Civil española) y el pequeño se traslada a Hamburgo, a casa de un pastor protestante que se ocupa de su educación. Solo en 1939 consigue reunirse con su madre en Francia, con la que vive en diferentes campos de refugiados. Su padre fallece en Auschwitz en 1942. ¿Cómo consentía ese nomadismo impuesto asistir al niño Alexander a la escuela? No sabemos, pero él se muestra contundente en las memorias (miles de páginas) en que rememora la felicidad que suponía para él el aprendizaje: “Nunca me aburría en la escuela. Estaba la magia de los números y de las palabras, los signos y los sonidos. La de la rima también…”. Un niño hechizado por todo. Un niño abducido por el misterio en esa vida donde todo desaparecía con una crueldad implacable.

Ciencia sin conciencia

En una de esas escuelas para refugiados sintió el primer amor, y casi único, de su existencia: las matemáticas. Con esa vocación como certeza llegó a la Universidad de Montpellier, donde no destacó como alumno. Probó suerte en París, donde el destino le mostró una cara más amable, y finalmente recaló en Nancy, gracias al clarividente apoyo de sus tutores. Allí escribió su tesis doctoral. No había nada en el universo algebraico que se le resistiera. Corrían los primeros años de la década de los cincuenta. A finales de esa década se incorpora en el Instituto de Altos Estudios Científicos, que él mismo había contribuido a crear, en París.

Tenía una capacidad excepcional para programar seminarios, pero empezó a desinteresarse por la producción escrita. No fue fruto de la casualidad: su sentido de la justicia social lo acerca al mundo sólido, lejos de la geometría y las fórmulas. Y ello, a su vez, lo convierte en un crítico furibundo de su propia disciplina, cuya utilidad se atreve a poner en entredicho en 1971, con un escrito titulado “Cómo me convertí en militante”: “Durante más de 25 años he consagrado la totalidad de mi energía intelectual a la investigación matemática, quedándome en la ignorancia casi total sobre el papel de las matemáticas en la sociedad…”. En el fondo, ¿para qué queremos una ciencia sin conciencia, sin proyecciones directas y tangibles en la humanidad?

El derecho al olvido

Pero a esas cuestiones se añaden otras de mayor calado, si cabe: Grothendieck es un pacifista puro, que se posicionó inequívocamente durante la Guerra de Vietnam. Por principio, se opone a lo militar y a la militarización. Y nada le produce más desazón que enterarse de que su propio instituto ha sido financiado con dinero procedente de los militares. No se lo piensa y renuncia. Vuelve al Montpellier de sus años de estudiante, esta vez en calidad de profesor. Se divorcia de la comunidad científica que, gracias a su contribución, había vivido una época dorada. Con esa separación, con ese mutismo, se van los oropeles y los reconocimientos, y se instala en un olvido concienzudo que solo interrumpe un tiempo para aceptar un cargo poco importante en el Centro Nacional de Investigación Científica francés. Poco después, en 1988, decide detener el tiempo de manera definitiva. Un pulso a la posteridad.

El hombre que enunció que “todos los sueños son creación del soñador”, cada vez más cercano a las preocupaciones espirituales, en un afán casi místico que estuvo a punto de causarle la muerte por hambre en 1988 y tras declinar algunos premios importantes (tenía antecedentes: en 1966 rechazó el premio Fields, el Nobel de las Matemáticas, por razones políticas), decide retirarse a un lugar cuyas señas nunca facilitó a la comunidad científica. Ni a nadie. Era el año 1991. Hasta ese momento su vida privada había sido también muy peculiar y dejó un legado de cinco hijos, el primero nacido de su relación con una campesina del norte de Francia; tres más con la que fue su esposa en los años sesenta, y uno de resultas de la relación con la pareja con la que convivió en una comuna en los años setenta.

Fallece en noviembre de 2014, a los 86 años, en la pequeña localidad de Saint-Girons, en los  Pirineos franceses, cerca de la frontera con España. Había mantenido intercambios epistolares que alcanzan las miles de cartas y memorias y reflexiones que llenarían volúmenes que impresionan por su longitud y su solidez. Siempre fue un apátrida, pues, acabada la república germánica de Weimar y destruidos los archivos, siempre rechazó ser ciudadano francés. Se movía por el mundo, cuando se movía, con su inseparable “pasaporte Nansen”. Sobre lo ocurrido en las más de dos últimas décadas de su vida corrían toda suerte de rumores -esos que acompañan a la solidificación del mito-: que se había hecho budista, que si era un ecologista radical, que si estaba empeñado en escribir una obra de 50 volúmenes… y, sobre todo, que había perdido la razón.

Quizá lo que algunos llaman pérdida de la razón no sea más que una lucidez que el tiempo va bruñendo: la misantropía sistemática de Grothendieck le llevó a desdeñar su propia obra y a pedirle a un antiguo discípulo que hiciera lo posible para que desapareciera de las estanterías de las librerías. Y que, por supuesto, se extinguiera también todo lo no publicado.

Reclamó el derecho al olvido. Pero esa jugada matemáticamente imperfecta, por suerte, no le salió bien.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 39, JULIO DE 2015

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