
Anna Cora Mowat quiso vivir como dramaturga en una época en la que parecía imposible que una mujer pudiera hacerlo.
Natalia Fernández Díaz-Cabal / Lingüista y traductora.
Era la novena o décima de los catorce hijos que llegó a tener el matrimonio estadounidense Ogden (once chicas y tres chicos), asentado por un tiempo en Burdeos, donde Anna Cora nace un 5 de marzo de 1819. Educada entre las bambalinas progresistas de una familia asentada y con cierto reconocimiento social -al ser descendientes de aquellos que, literalmente, “hicieron las Américas” antes de entrar en la fase en que las Américas les hicieran a ellos-. Tenía Anna Cora 7 años cuando la familia regresa a Estados Unidos. Y un prurito que no cesaba: querer escribir teatro. Primero un intento, a los nueve años. Luego otro, poco después, tras haberse leído toda la obra de Shakespeare. Su nutrido grupo de hermanas eran el elenco perfecto para improvisar un estreno al que acudieran parientes y amigos.
Y así es como surge el primer libreto de Anna Cora, “Gulzara o la esclava persa”, adaptado a un cuadro de personajes femeninos, a la medida de su nutrido grupo de hermanas, en que la cautiva es la heroína y los héroes están ausentes. Subraya ella misma, en sus memorias publicadas en 1853, que todos sus hermanos estaban dotados de especial talento interpretativo, lo que le permite puntualizar que en ningún caso era algo heredado de sus progenitores: su padre apreciaba el teatro sin apasionarle, y su madre se había criado en un ambiente demasiado rígido como para ser sensible a las artes escénicas.
Mientras escribe para complacer su inquietud y el aplauso de los suyos, el genio precoz de Anna Cora ya estaba oteando el horizonte de nuevos retos y a los 15 años se escapa con James Mowatt, prominente abogado noeyorquino, casi 15 años mayor que ella, y empiezan una vida juntos -mucho tiempo después, la propia Anna Cora diría que qué sabría una niña de las obligaciones maritales-. Anna Cora Ogden pasó a ser Anna Cora Ogden Mowatt. El abogado neoyorquino pronto cayó en desgracia, no solo como abogado sino en todos los negocios que trató de emprender posteriormente. Eso sirvió a la audaz Anna Cora para seguir perseverando como autora y tratar de que ambos pudieran subsistir de los prometedores royalties.
A los 16 años escribió, inspirada por una lectura de Schlegel sobre las excelencias de la poesía, un poema épico titulado “Pelayo o la cueva de Covadonga”, que firmó con el seudónimo de “Isabel”. Las tesis vertidas sobre la elección del tema son variadas, desde quien sostiene que antes de recalar en Francia su padre había pasado por Asturias hasta la moda de buscar motivos hispanos románticos como, por otro lado, había ya hecho su paisano Washington Irving. No tuvo mala crítica -al contrario- pero no bastaba para el despegue literario y, sobre todo, no daba para cubrir las necesidades más básicas. Entonces Anna Cora decide subirse a los escenarios (antes había tentado la suerte con la novela El buscador de fortuna y una biografía de Goethe), donde lee e interpreta poesía, siendo la primera mujer, en los Estados Unidos, en emprender una labor semejante. A su favor tenía un público entregado, que apreciaba sus buenas maneras, su rostro camaleónico, y una sonrisa, al decir de Edgar Allan Poe, que asistió al primero de sus recitales, “tan radiantemente hermosa que apenas se podía concebir”.
También actriz
Habían ido pasando los años y Anna Cora ya no era esa niña insólita e inclasificable, sino una mujer que tenía claras las cosas: quería vivir de su trabajo como dramaturga y tenía que mantener con él a su marido, fracasado y enfermo, y a tres niños que habían decidido adoptar -los tres procedentes de una misma familia inglesa del Harlem que vivía en la miseria y cuya descendencia los Mowatt fueron integrando gradualmente al fallecer los progenitores-. El gran éxito llegó con la pieza teatral Fashion, una sátira de Nueva York, esa ciudad fulgurante que todos admiran y en la que se termina por imitar más sus vicios que sus virtudes. Triunfó. No se le podían dar mejor las cosas al señor Mowatt, su esposo y propietario de la obra, sin cuyo consentimiento no se podía llevar a los escenarios. En pleno éxito y de gira por Inglaterra Mowatt fallece. Era 1851.
Anna Cora también daba síntomas de mala salud. En su espléndida autobiografía habla de su “enfermedad”, sin mayores precisiones, y de la importancia que el mesmerismo (corriente filosófico-psiquiátrica, acuñada por Mesmer, el llamado “padre del hipnotismo moderno”) tuvo en el camino de la recuperación. También relata lo difícil que era dejar el escenario por las noches y volver a casa, desafiando la decrepitud y la soledad. Hacía ya un tiempo que no solamente escribía teatro sino que decidió pasar a la interpretación: educó la voz, los movimientos, el sentido del equilibrio… para ascender a las tribunas. Su público fue menos complaciente con esa elección en su carrera: lo de dramaturga podía pasar por una extravagancia, pero ser actriz estaba tan mal visto como ejercer el oficio más viejo del mundo.
En 1854 se casó con William Ritchie (con lo que pasó a llamarse Anna Cora Ogden Mowatt Ritchie), otro potentado, vinculado al mundo de la esclavitud en el Sur de Estados Unidos. Tan vinculado que mantenía una relación con una esclava. Esa eventualidad no menor, unida al estallido de la guerra, fueron detonantes que hicieron que el matrimonio se separara poco después, según consignan las crónicas de la época, “en buenos términos”. Anna Cora se traslada al norte del país y vive con su padre hasta el fallecimiento de este en 1860.
Tras el éxito de Fashion y sus deliciosas memorias de dramaturga todavía publica algunos libros más, entre ellos Vida mímica: delante y detrás del telón, un compendio de relatos de ficción; Rosas gemelas: una narración o El cantante mudo. Todos ellos vieron la luz entre mediados de los años cincuenta y comienzos de los sesenta del siglo XIX.
Sola y arruinada regresa en 1864 a Europa. Pasa ese invierno en Florencia, tal vez para aquietar las fatigas del cuerpo y las crecientes heridas del alma. Después decide trasladarse a Londres, con la esperanza de recobrar no tanto el sueño del éxito de antaño, como aquel empuje juvenil que la llevó a vivir de su escritura. Pero no eran los mismos tiempos. Es posible que tampoco ella fuera la misma persona. Falleció en el silencio de su retiro londinense en julio de 1870. Tenía 51 años.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 56, MAYO DE 2018
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