
La escritora Anne Levinck.
EXCÉNTRICOS, RARAS Y OLVIDADOS.
Natalia Fernández Díaz-Cabal / Lingüista y traductora.
No se llamaba Anne. Ni se apellidaba Levinck. En realidad había venido al mundo como Suzanne Lambert. Hija de un Lambert prominente, como suele ocurrir con los Lambert. Su padre fue un famoso metalúrgico, dedicado a la fundición de campanas. Y su abuelo había sido miembro de la Guardia Real durante la campaña napoleónica en España, a comienzos del XIX. Con ese pedigrí nació Suzanne en Lyon en 1851 (otras fuentes sostienen que fue en abril de 1857). Y, por eso mismo, con hambre de ver mundo y con un amor incondicional por las lenguas. También, como veremos, con una hispanofilia incurable.
Educada de una forma abierta y benévola por sus abuelos, había sido viajera desde muy joven. Recorrió toda Europa y gran parte de África. Y todo pese a su condición de tísica y de madre prolífica. Vivió unos años con Jean Necker, con quien jamás contrajo matrimonio, pero con el que tuvo siete hijos. Curiosamente, cuando frecuentaba los círculos parisinos proclamaba a todo aquel que quisiera escucharle que jamás había sabido cómo vestir a un niño. Algo sorprendente para una madre tan fructífera… En esos mismos círculos se tomaban sus palabras como una mera pose. Hay que añadir que esa prole numerosa y su delicada salud tampoco parecen repercutir en su trayectoria políglota. Hablaba, además de su lengua nativa, el latín, el griego, el español, el italiano, el inglés, el árabe y el ruso.
Una vez fallecida su pareja, inicia un romance con Paul Levenq (de quien toma el apellido, aunque distorsionado a su modo para convertirlo en Levinck), que la devuelve a la maternidad con dos nuevos retoños. Por cierto, que de Paul se separa y ella lo explica con el suicidio de su amante. En los mentideros parisinos no se tarda en saber la verdad: Paul está vivo y coleando, y compartiendo techo con otra mujer, a la que hizo madre. Es bastante probable que Anne quisiera ocultar ese oprobio: en el periodo argelino, Anne y Paul vivían separados, aunque mantuvieran su relación. Con la paternidad de su ya ex amante, la relación hace aguas.
Hispanófila convencida
A finales de los años sesenta del siglo XIX daba conferencias por doquier, donde deslumbraba –así se prodigaba la prensa de la época– con su oratoria. Los temas eran diversos: la Iglesia, la revolución… y la poesía castellana de su tiempo. Porque, entre otras cosas, Anne Levinck fue una hispanófila convencida: mantuvo una nutrida correspondencia con Emilio Castelar y con Menéndez Pelayo, a quien propone traducir sus obras en Francia, con la idea de crear lazos “entre países latinos que son hermanos”. Se sabe que tradujo por su cuenta y riesgo alguna obra de Alarcón –El sombrero de tres picos–. Y el padre de la escritora Colette –otro de los habituales en la correspondencia de Anne– alababa su calidad de anfitriona ascendiendo a las montañas de Montserrat o en sus paseos por Cardona.
Uno de sus textos capitales fue Carta del oasis de Figuig, que apareció a comienzos de los años ochenta del XIX en la Revista de Geografía y que luego sería reproducida en varias publicaciones de prestigio. Por cierto, que varios intelectuales de su tiempo dudaron de la veracidad de aquel relato de viaje al Sahara. En opinión de ciertos detractores, Anne jamás había estado en el Sahara y todo lo escrito lo sacó de documentación de primera mano en concienzudas y prolongadas estancias en bibliotecas solventes.
Lo cierto es que, si bien Anne poseía un talento excepcional y una formación exquisita, el hecho de sus recurrentes maternidades, el falseamiento sobre el fin de su segunda relación y la forma en que se jactaba de haber leído a Voltaire y a Diderot a los 13 años (que ella misma describe en una suerte de memorias tituladas Después de la ruina) hacen que se la tilde de fantasiosa. Sin embargo, era innegable que había pasado muchas estancias en el norte de África. Había vivido, incluso, de camuflaje, con una familia argelina durante algo más de un año. Y algunos relatos suyos –“Zineba la divorciada”– son fruto de esa experiencia.
Mujeres que ni matan ni votan
Su consagración definitiva a la literatura, y la razón por la que sería considerada por ese ectoplasma incierto que llamamos “posteridad”, una de las “grandes feministas de su tiempo”, es la publicación, en 1882, de su libro Las mujeres, que ni matan ni votan, una respuesta aparente a aquel texto de Dumas hijo Las mujeres que matan y las mujeres que votan, a propósito de los crímenes sexuales. Quizá fue ese éxito rotundo el que le abrió las puertas de la Sociedad de las Gentes de Letras en 1884 (por cierto, en 1880 ya había publicado otro alegato, Eva, bajo el seudónimo de Suzanne Necker, es decir, con el apellido de su primera pareja). Su entrada en tan prestigiosa institución se apoyó en los unánimes elogios a su espíritu distinguido y erudito.
Es una época productiva; la mayoría de las renombradas revistas literarias le publican textos en varios formatos –relatos y piezas teatrales–, en las que casi nunca abandonaba un cierto tono jocoso y hasta sarcástico. Empieza a tener claro su papel como feminista, diciendo a propósito de las mujeres: “Nosotras, a las que un pontífice ha llamado ‘el lado complementario’; nosotras, a las que un concilio ha rechazado un alma… nosotras… a las que los poetas llaman ángeles y los padres de la Iglesia demonios… Nosotras, a las que el propio Robespierre ha negado la emancipación… Nosotras, en fin, que durante todos los siglos hemos sido declaradas inferiores y relativas…”.
No se conserva nada de su correspondencia, pero fue activísima en el arte de escribir y recibir cartas, y a sus manos y de sus manos se movía un trajín que abarcaba nombres como los de Émile Zola, Leconte de Lisle (con quien contactó por vez primera cuando ella contaba veinte años y le solicitó que le hiciera llegar sus traducciones del griego Esquilo), la madre de Romain Rolland o el escritor colombiano José Rivas Groot.
Falleció de tuberculosis en Orán, en enero de 1898. En un sanatorio para tísicos. Un hecho incontrovertible por el que nadie la pudo acusar de fabuladora.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 46, SEPTIEMBRE DE 2016
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