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Antipsiquiatría en La Cadellada

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Antipsiquiatría en La Cadellada

El antiguo manicomio de La Cadellada de Oviedo vivió su revolución antipsiquiátrica en los años sesenta. La foto fue tomada antes de su derribo en 2004. Foto / Iván Martínez.

El antiguo manicomio de La Cadellada de Oviedo vivió su revolución antipsiquiátrica en los años sesenta. La foto fue tomada antes de su derribo en 2004. Foto / Iván Martínez.

“A la persona alienada normalmente se la considera sana por el hecho de que, más o menos, actúa como los demás. Otras formas de alienación que se salen del estado de alienación predominante son las que la mayoría normal califica de malas o locas”.
R. D. Laing: La política de la experiencia.

Abrir las puertas de un manicomio, cuestionando la diferencia entre normalidad y anormalidad, era un experimento de alto riesgo en los años sesenta del pasado siglo, en pleno franquismo. Pero el propio Régimen lo consintió en La Cadellada (Oviedo), que se había inaugurado en 1932, y un grupo de jóvenes psiquiatras se empeñó en demostrar cómo la enfermedad mental constituye un problema social que no solo ha de ser tratado por los especialistas. La antipsiquiatría, aquella reforma radical probada en Asturias durante varios años, llegó a cuestionar las estructuras de poder de la dictadura, entendidas como una extensión de los mecanismos de control y vigilancia que organizaban fábricas, cárceles o colegios, presentes también en su arquitectura. Con las huelgas que allí estallaron se empezó a percibir además la relación entre problemas asistenciales y laborales. Del encierro se pasó a la práctica médica de la rehabilitación, que hace del tratamiento de los internos una cuestión ideológica encaminada a terminar con la violencia y la marginalidad en su vida.

Alfredo Aracil / Investigador y comisario independiente de exposiciones.

Entre mediados del siglo XIX y principios del XX, la medicina clínica multiplica sus saberes, taxonomías y reglamentos. La lupa de la ciencia se sitúa sobre el cuerpo del sujeto desviado en tanto que improductivo, para convertirlo de facto en enfermo. El proceso de industrialización en Asturias conlleva un tipo de economía que simultanea la actividad fabril y el trabajo en el campo. Una vida esquizofrénica si atendemos a la etimología del concepto que describe la enfermedad como una división del alma. Definición imposible de desligar, por otra parte, de los procesos de producción capitalista: la  separación que se genera entre sujetos y objetos, naturaleza y cultura, el trabajador y el dueño de los medios de producción. El término esquizofrenia fue descrito en la primera década del siglo XX por Eugen Bleuler, que además de formar parte del círculo de Freud fue un destacado eugenista. Esta política de extermino de enfermos mentales, sin embargo, no llegó a cuajar en España debido al influjo del nacionalcatolicismo, por mucho que tratase de adoptarla Antonio Vallejo-Nágera, como recuerda su colega Guillermo Rendueles, uno de los jóvenes psiquiatras que pusieron en marcha las reformas en La Cadellada en pleno franquismo: “Partidario del psiquiatra como militar, Vallejo-Nágera trató de exterminar a los brigadistas internacionales… Aunque a medida que avanzan los años cuarenta tiene que alejarse de los postulados de sus amigos alemanes, él que era muy pro-nazi y cuyos hijos tenían todos alias alemanes…”.

El manicomio de Oviedo funciona, desde su apertura, como una fábrica ideológica que genera una adhesión a unas formas de ser que el poder impone como normales. En realidad, señala Rendueles, “no era un centro propiamente para enfermos. Era algo así como una fábrica de orden. Tenía, por ejemplo, un enorme pabellón de judiciales [presos], que habían entrado en un momento dado y nadie se acordaba del porqué”. A los internos se les exige una economía de gestos y actitudes que deben aplicar, dentro de esos invernaderos del yo que tienen como objetivo someter a las personas con autoridad y medicamentos. En 1966, después de ver doblada su población, cerca del 70% de los ingresos en La Cadellada son trabajadores industriales. Dato que habría que poner en paralelo con otro, que aporta el psiquiatra José García –uno más de los jóvenes impulsores de la antipsiquiatría en Oviedo, que sería consejero de Sanidad en la democracia– en un artículo en El Basilisco: “Mientras que la renta per cápita tuvo un crecimiento entre 1949-1970 de 702%, el número de camas en los hospitales solo se incrementó un 122%. El número de internamientos en instituciones mentales que se produjo en el país pasa de 89 por 100.000 habitantes en 1950 a 230 en 1971”.

Al presidente de la Diputación de Oviedo, José López-Muñiz, se le debe la reforma hospitalaria. Foto / Archivo Histórico de Asturias.

Al presidente de la Diputación de Oviedo, José López-Muñiz, se le debe la reforma hospitalaria. Foto / Archivo Histórico de Asturias.

Abrir todas las puertas

José López-Muñiz llega a la presidencia de la Diputación asturiana en 1957. Con la adopción del capitalismo de Estado se suceden las reformas tecnocráticas. La acelerada urbanización y el desarrollo de infraestructuras, en el campo de la psiquiatría, se traduce en el abandono de las políticas asistenciales de beneficencia, hasta entonces en manos de la Iglesia, que es pronto sustituida por una administración más profesional y racionalista. Bajo la influencia de la Diputación se pone en marcha el Hospital General de Asturias. Con él, La Cadellada abandona el modelo del manicomio para convertirse en Hospital Psiquiátrico. El apoyo del Ministerio de Gobernación permite a reformistas como López-Muñiz importar el modelo asistencial americano y canadiense, que ponen en marcha gracias a la contratación de un nuevo gerente, José Luis Montoya, uno de los pioneros de la psiquiatría comunitaria. Su llegada a Oviedo, junto con un nuevo equipo de médicos jóvenes formados en el extranjero, cristaliza el cambio de paradigma: la adopción de una psiquiatría moderna orientada a mejorar la vida de los internos. Erving Goffman publica en 1961 Internados. Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales, donde el sociólogo canadiense desarrolla el concepto de institución total. Sus aportaciones resultan decisivas para una nueva hornada de profesionales, responsables de los cambios que en adelante se produce en el campo del tratamiento de la enfermad mental. Se trata, sobre todo, de cuestionar el papel de la sociedad en la producción de la locura y el internamiento, revisando el modelo del manicomio para terminar con la lógica de la reclusión violenta.

Como reconoce Guillermo Rendueles, “se producen entonces cambios importantes. Se abren unos talleres enormes. Nacen unos servicios escalonados que incluyen una terapia artística, un club de enfermos, bailes… Se tratan de abrir todas las puertas. Se contratan monitores y voluntarios. Es una labor creativa pero también muy tecnocrática. Empiezan a poder salir los enfermos por los alrededores y por los bares de cerca”. La antigua división de la institución en dos zonas cerradas y separadas entre ellas se revisa. Se abren zonas comunes como un bar donde se celebran conciertos y obras de teatro. La nueva gestión del tiempo de los internos, con excursiones y talleres de laborterapia que buscan su participación, se acompañan del desarrollo de la asistencia extrahospitalaria en Asturias, que es dividida en sectores. Esto supone que, por primera vez, no sea necesario que todos los tratamientos y cuidados pasen por Oviedo. Mientras antes de la reforma hablábamos de una media de 12 médicos para 1.000 pacientes, la nueva gerencia duplica los profesionales reduciendo costes en medicamentos. De esta época data la normalización de la práctica de las historias clínicas, que se realizan por medio de comités de profesionales de la medicina. “Los médicos dan permisos. Y se empieza a visitar a las familias. La asistencia social también empieza a funcionar bien. Se da una política de altas encaminada a reducir a la población, aunque muy lentamente. Deja de haber portero. La gente entra y sale. Esto, indirectamente, conlleva que sucediesen accidentes un tanto graves, como alguna interna que se queda embarazada”.

Las mejoras en las condiciones de vida de los enfermos son posibles gracias a la adopción del modelo de comunidad terapéutica, que, como señaló el psiquiatra libertario Ramón García en El Viejo Topo, al final “hace aparecer necesidades relacionadas con el despertar de la conciencia de los enfermos respecto de su situación de excluidos, en el personal respecto de su situación de explotados y de guardianes del orden, así como en sectores de la población respecto a su responsabilidad y de su falta de sentido crítico frente al manicomio y a la locura allí encerrada”. Lejos, pues, de las intenciones reformistas del Régimen, que, frente a la politización de la enfermedad mental, esto es, frente a la aparición en España de una antipsiquiatría de influencia italiana, se ve obligado a recular. De esta época, marcada por las experiencias de Mayo del 68 y por la psiquiatría asamblearia de Franco Basaglia, datan las experiencias más radicales. Es el caso del Colectivo Socialista de Pacientes, que intentan psiquiatrizar al conjunto de la sociedad, ya que “la enfermedad, lo esencial de todos estos síntomas, representa la unidad de la contestación de las relaciones de producción mortíferas, así como la represión de esa misma contestación”, como escribe García.

Abrir todas las puertas fue la consigna del cambio. Foto / Herederos de Carlos Osorio.

Abrir todas las puertas fue la consigna del cambio. Foto / Herederos de Carlos Osorio.

Movilización de las camisetas

En 1969 se produce un cambio de Gobierno que significa el cese de muchos cargos intermedios. Se inicia, así, el desmantelamiento del trabajo hecho en el Hospital Psiquiátrico de Oviedo. Si bien comienza como un conflicto entre élites y familias del franquismo, pronto se convierten en una lucha de carácter laboral que afecta al conjunto de los trabajadores. La destitución del ministro de la Gobernación significa, a su vez, el cese de Lopez-Muñiz, último baluarte del modelo reformista. Las reivindicaciones de tipo salarial dejan paso a otras de carácter abiertamente democrático. Para finales de los años sesenta, la reforma parece tocada de muerte. En el día a día es ahogada por la rigidez de una burocracia. Con los modelos de flexibilidad laboral introducidos por la Diputación, se impone un modelo laboral inspirado en el nuevo capitalismo, sin duda más sofisticado, capaz de camuflar la colonización de la vida en la conquista de libertades. Los precarios técnicos, asalariados y alejados de la toma de decisiones, están atados a contratos temporales por los que reciben salarios mínimos en forma de beca y prácticamente no tienen oportunidad alguna de promoción.

Da comienzo, así, una época de conflictividad donde se llevan a cabo asambleas y elecciones democráticas de representantes. La llegada en 1970 de un nuevo presidente a la Diputación, Lorenzo Suárez, termina acarreando el cese de Montoya, gerente del Hospital Psiquátrico. “Sucede que no se atreven, frontalmente, a podar el resto de la institución. El Hospital General de Asturias tenía un gran prestigio. Se publican muchos artículos académicos. Nos invitan a congresos. Más que una represión ideológica se dedican a recortar gastos limitando presupuestariamente la vida de la  institución. En ese proceso de provocaciones se van produciendo los conflictos. En el Hospital Psiquátrico había un comité paritario para elegir a los nuevos residentes. Se valoraban currículos, se hacían entrevistas y se confeccionaba un listado de los nuevos residentes. Ante ese listado, el nuevo representante de la Administración dice que quiere meter a dos personas, sabiendo que eso atentaba contra el funcionamiento que habíamos instaurado. Ahí es cuando entran a sangre y fuego. Despiden a todos los residentes menos a dos…”. Aunque en realidad hay una huelga previa a la que recuerda Rendueles de principios de 1972. Conocida como “la movilización de las camisetas”, estalla en 1971 cuando los auxiliares reivindicaron una categoría profesional acorde con la preparación exigida y aumento de salario. Al no ser atendidas sus demandas, decidieron acudir al trabajo vistiendo camisetas de fútbol y barba.

La relación con la Administración se hace cada vez más tensa. El personal exige que se reconozca la representatividad de su delegado, así como un incremento en el dinero que recibían los residentes en concepto de beca. “Consideramos inútil continuar pidiendo en los términos hasta ahora empleados… si no se resuelven favorablemente nuestras peticiones en el plazo de setenta y dos horas iniciaremos un paro total”, declaran los trabajadores en un escrito dirigido a la Gerencia en noviembre de 1971. Las reivindicaciones, que se hubiesen solucionado con algo menos de un millón de pesetas, hacer aflorar la cara tiránica del poder. A la amenaza con sustituir a los residentes por médicos de guardia hay que sumar la toma de decisiones arbitrarias y el fin del modelo organizativo previo.

Aunque las reivindicaciones democráticas no estaban de partida en la lucha, el conflicto pronto se politiza. “Hay firmas de los mineros. Mundo Obrero publica lo que está pasando, con lo que la presión policial se acentúa… Se nos acusa de estar manejados por los comunistas. Esparcen una serie de rumores como que dejábamos follar a los enfermos entre ellos”, rememora Rendueles. Si bien es cierto que muchos de aquellos psiquiatras reformistas militaban en el clandestino PCE, el supuesto ataque a los principios fundamentales del Régimen es utilizado por la Administración local para camuflar las razones del descontento entre médicos y personal hospitalario. Finalmente, ante el apoyo de otro hospitales y de la opinión pública, las autoridades terminan cediendo. Vuelven los cesados y se anulan los despidos. “De la beca, que fue la petición concreta ante la que surgió el conflicto, se pasó a obtener un contrato, elaborado con la participación de los propios médicos, una remuneración en los términos solicitados, seguros de previsión social y asistencia médica; un plan de enseñanza teórico práctica, cuyas bases quedaron definidas por una normativa que elaboró una comisión de composición democrática”, añade. La victoria, en todo caso, fue solo temporal.

La mejora de las condiciones de vida de los enfermos fue criticada por los sectores más conservadores del franquismo. Foto / Herederos de Carlos Osorio.

La mejora de las condiciones de vida de los enfermos fue criticada por los sectores más conservadores del franquismo. Foto / Herederos de Carlos Osorio.

Domesticación de la revuelta

Ahora bien, ¿consiguieron los internos ver sus derechos reconocidos como fue, en principio, el caso del personal? Hubo zonas impenetrables para la reforma. Durante todo este proceso de transformación radical, La Cadellada mantiene en su interior en torno a cuatrocientos internos que vivían en un régimen todavía manicomial, encerrados ante la supuesta cronicidad de su enfermedad. En un espacio, conocido como el “secadero”, se mantenían las condiciones más extremas y violentas del internado. En paralelo, las asambleas de internos y personal se extienden por la mayoría de las salas. “En ellas se abordaban los problemas de las vida cotidiana, de las relaciones interpersonales, de los tratamientos… Se llegaron a tomar por votación decisiones referentes a un permiso o altas. Algunos problemas de la vida del hospital como comidas, limpieza o hábitat fueron asumidos por los pacientes, quienes a través de comisiones representativas iban a discutirlos con la Administración o, directamente, los exponían a la prensa”, señala el psiquiatra asturiano. Estas actitudes despiertan recelos en la Dirección del Hospital que, forzada por las autoridades políticas, termina abandonando voluntariamente.

Lejos de bajar los brazos, un sector del equipo continúa con la práctica asamblearia quemando puentes entre la gobernanza cotidiana del hospital y su órgano de gestión. A principios de 1972, la lucha explota de nuevo a causa de la comentada selección de médicos residentes. Esta vez, la actitud de los trabajadores y trabajadoras es distinta y surgen las discrepancias. Muchos creen que la relación de poder ha cambiado y el final de la experiencia está cerca. Tras una votación, 26 médicos inician un encierro que dura cerca de un mes. La solidaridad de la comunidad médica, esta vez, es inexistente. La falta de apoyos, incluso a nivel interno, fuerza a la dimisión, que es aceptada por la Diputación. Se pone en marcha una regresión en la política asistencial de la institución. La Policía interviene en una concentración de solidaridad que lleva a cabo el resto del personal. Simbólica y materialmente, se procede a tapiar el acceso al lugar donde viven los residentes. Es el fin de las experiencias más críticas, así como el principio de un proceso general de domesticación de la revuelta.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 44, MAYO DE 2016

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