
Portada de ‘El Noroeste’ de Gijón en la que se llama a la huelga general, el 13 de agosto de 1917. El diario no reaparecería hasta 17 días después.
Ramón García Piñeiro / Historiador.
En la huelga de agosto de 1917 se forjó la figura del minero asturiano como símbolo revolucionario de la clase obrera española y se alumbró uno de los mitos proletarios más unánimemente compartido del siglo XX: el de “Asturias siempre en vanguardia”. Mientras que, en el resto de España, como reconoció Andrés Saborit, “pasados los primeros días era general el desmayo”, la lucha se prolongó en Asturias, con una disciplina y combatividad sin parangón, más de un mes, y no terminó, como apostilló Salvador Canals, “hasta que la organización de los mineros lo quiso”.
En 1917 nació otro mito, el de la “Asturias dinamitera”, aunque en este caso sin justificación. Antonio López Oliveros, quien ese mismo año asumió la dirección de El Noroeste, en cuyos talleres se celebraron los conciliábulos preparatorios de la huelga, sostuvo que el anarquista José María Martínez le había presentado un plan que incluía el asalto de la Estación del Norte, la toma de los lugares estratégicos de Gijón y la ocupación de Oviedo, ya que disponían para ello de armas, dinamita y “miles de hombres esperando”. Esta propuesta fue rechazada por algunos conspicuos dirigentes reformistas, como el diputado Ramón Álvarez Valdés, quien manifestó que, puesto en la tesitura, “prefería la tiranía de los de arriba a la de los de abajo”. Pese a que “no han cometido ningún atropello aquellos tranquilos revolucionarios”, Maximiliano Arboleya aludió a la existencia de manifiestos clandestinos en los que se recomendaba “volar edificios con dinamita y hundir el puñal en el pecho del aborrecido capitalista”. El único rasgo humano que el general Ricardo Burguete reconoció a sus “alimañas” fue la posesión de dinamita.
En 1917 también nació la leyenda de la “Asturias mártir”, que adquirirá épicas dimensiones con la revolución de octubre de 1934, la Guerra Civil y la represión franquista. La memoria colectiva guarda recuerdo imperecedero del célebre bando de Burguete, en el que calificaba de “alimañas” a quienes prolongaban “su rebeldía en la zona minera”, pero el desvarío de este “engendro”, en expresión de Tuñón de Lara, no puede empañar la vesania de otras conductas represivas de los victimarios. Para evitar sabotajes de los huelguistas, entre Lena y Ablaña circuló un convoy, mandado por un teniente, que disparaba indiscriminadamente contra todo blanco que tuviera a tiro, incluidos animales, por lo que fue conocido como “el tren de la muerte”. Manuel Llaneza solicitó al comandante militar que le permitiera difundir una octavilla recomendando al vecindario que no se acercara a la vía férrea, ya que entre las víctimas de las descargas de fusilería figuraban niños, mujeres y ancianos.

Melquiades Álvarez fue el presidente del comité de huelga en Asturias de 1917.
Durante la huelga fueron salvajemente apaleados, entre otros, Antonio Fernández en Lugones; Eladio Artamendi en Trubia; Gumersindo Fernández Arias, Braulio Díaz Ordóñez, Marcelino Fernández, Braulio González y José Arias en Pola de Lena; José Álvarez González y Alfredo Herrera en Mieres; César Suárez, Clemente Bueno, Benigno García y Cándido Barbón -en estos casos bajo amenaza de fusilamiento- en Turón; Adolfo Claudio y José Calleja en Ujo; Manuel Álvarez González y Antonio Alonso del Palacio en Aller; Silverio García Fernández en Blimea; Domingo González González y Diácono Mateo Medina en El Entrego; Dativo Antuña y Segundo López en Sama, y Manuel Álvarez González, quien ingresó en la cárcel de Oviedo con la camisa ensangrentada. Quienes alentaron estas conductas, sentenció Ramón Pérez de Ayala, estaban convencidos de que los problemas se solucionarían “fusilando a quinientos revoltosos”.
Por ello, desde 1917 los mineros asturianos se convirtieron en el faro que iluminó la trayectoria del proletariado español. Transcurrido un siglo de derrotas y esperanzas, su gesta aún perdura como el fulgor remoto de las estrellas extinguidas.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 51, JULIO DE 2017
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