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Asturias en el epistolario del joven Unamuno
El joven Unamuno mostró su admiración por Clarín, su opinión despiadada sobre Palacio Valdés y una interesante curiosidad por la lengua asturiana. Luis Arias Argüelles-Meres / Escritor y articulista

Miguel de Unamuno en un autorretrato.
Luis Arias Argüelles-Meres / Escritor y articulista.
En las dos últimas décadas del XIX, Unamuno ya había leído las Confesiones, de Rousseau. También había transitado la inmensa Correspondencia, de Flaubert. Y los Diarios de Amiel nunca le fueron ajenos.
Unamuno se confesó en todos los géneros, se derramó en la práctica totalidad de sus escritos. Y es de los pocos autores que, hablando casi siempre de sí mismo en última instancia, no agota al lector. Al gigante de la generación del 98 se le puede “perdonar” su desmesurada tendencia al egocentrismo en la medida en que nos encontramos ante una calidad literaria con vuelos muy altos y porque su constante tendencia hacia lo egocéntrico es todo lo contrario al egoísmo. Tengamos en cuenta que el autor de la Vida de don Quijote y Sancho se vacía en cada escrito suyo, confesándose, y se entrega a quien decida leerlo. Y, con esa manera de volcarse ante el público lector, se libra, por así decirlo, de un narcisismo frívolo de salón, o de erudito a la violeta.
Y, a propósito de todo esto, en el volumen del Epistolario que acaba de publicar la Universidad de Salamanca al cuidado de los hispanistas Colette y Jean-Claude Rabaté, si dejamos de lado las cartas meramente administrativas en las que se dirige al organismo de turno para inscribirse en algún concurso-oposición, de entrada, podríamos asegurar que el lirismo de estos textos epistolares es una constante; y, por otro lado, se puede ver cuáles fueron los principales cimientos de su pensamiento ulterior: sus lecturas, sus anhelos, su visión de los grandes problemas que tenía ante sí la España de aquel momento. Por ejemplo, en una de las cartas de este volumen, anteriores al llamado Desastre del 98, vaticina que, tras la pérdida de las colonias, surgirán en determinados territorios de España unos brotes regionalistas que no se podrán resolver desde posturas centralistas. En lo ideológico, es su etapa de mayor cercanía al socialismo de Pablo Iglesias, siempre desde unas posiciones muy heterodoxas.
Es también el periodo de tiempo en el que publica dos obras básicas, que son sus ensayos que tienen por título En torno al casticismo y su novela Paz en la guerra, con la que rinde culto, a su modo y manera, a los Episodios nacionales galdosianos. Todo ello, dentro de un camino que lo llevaba a su consagración literaria.
El volumen del que nos ocupamos consta de 303 cartas de las que 60 son inéditas. En esta correspondencia, escrita entre 1880 y 1899, Asturias, cuantitativa y cualitativamente hablando, es y está omnipresente. De un lado, se encuentra la correspondencia que mantiene con Clarín y también con Rafael Altamira, a quien felicitó por la consecución de su cátedra en la Universidad de Oviedo.
Podría decirse también que nos encontramos en la etapa en la que Unamuno, por así decirlo, no “rivaliza” con la Universidad de Oviedo, como sucedería en la primera década del siglo XX, cuando lanzó sus invectivas contra nuestra Alma Máter.
Es muy significativo su interés por el asturiano. Y tampoco hay que perder de vista que en alguna de estas misivas los juicios que emite sobre Palacio Valdés son mucho más duros de los que expresó en alguno de sus libros.
Clarín solo le da “bombo”
Comencemos por Clarín y Unamuno. El vasco le envió a Clarín un ejemplar de su primera novela, Paz en la guerra, la más clásica formalmente hablando que escribió don Miguel, pues es la única en la que se describen paisajes, en una narración que tenía detrás años de investigación sobre el suceso novelado, la batalla en el Sitio de Bilbao dentro de la guerra carlista. Y, además, estaba muy trabajada estilísticamente hablando. Sin embargo, Clarín nunca escribiría la reseña que Unamuno anhelaba. Es más: ni siquiera le comunicó por carta la impresión que le había causado la primera obra narrativa del escritor vasco.
Unamuno jamás le formuló reproche alguno a Clarín por ese silencio. Sin embargo, en algunas cartas a otros destinatarios publicadas en este volumen manifiesta su frustración por ello, lo que no supuso que suspendiese la correspondencia con Alas ni tampoco dejara de admirarlo.
En una carta dirigida a su amigo Pedro de Múgica, Unamuno da por hecho que Clarín no reseñaría su novela: “Sospecho no ha de decir nada Clarín de mi novela, aunque tenga ocasión de lucirse con la crítica y aunque le parezca de perlas mi libro. Y no es que hayamos reñido ni mucho menos. Por supuesto, yo no lo he pedido ni invitado siquiera que haga tal crítica. Sé qué actitud guarda para conmigo, y que se limita a darme bombo en cartas particulares”.
Hasta donde se sabe, Clarín y Unamuno no llegaron a conocerse más allá de la relación epistolar. Sin embargo, resulta llamativo que, perteneciendo a generaciones distintas, habiendo 12 años de diferencia entre ambos (Alas nació en 1852 y Unamuno en 1864), en los últimos años de Clarín, abandonado ya el naturalismo literario por parte del autor que había escrito La Regenta, se observó en su obra de ficción y en muchos de sus artículos una especie de crisis de espiritualidad que, en cierto modo, no estaba muy alejada del existencialismo que se apoderaría de Unamuno, sobre todo a resultas de sus crisis de 1897.
Buena prueba de ello son las siguientes palabras que Unamuno dirige a su venerado destinatario: “Cada vez que le leo siento me entran ganas de escribirle en hilo indefinido participándole las muchas sugestiones que sus escritos provocan en mí. Es usted no ya el primero, casi el único escritor español que me hace pensar”.
También es muy significativo que Unamuno no solo admiraba al Leopoldo Alas crítico y ensayista, sino también al autor de relatos antológicos. Así, a propósito de El gallo de Sócrates, relato que da título a un libro de cuentos de Clarín, don Miguel le escribió esto que sigue: “El gallo de Sócrates me dio muchas insinuaciones; es de lo que más me gusta de cuanto de usted he leído. Y me ha parecido evocar en mí al leerlo el estado de conciencia en que usted lo escribiría, por haber yo pasado por estados muy análogos”.
Sin embargo, no encontramos una sola mención de Unamuno en la totalidad de su obra a La Regenta. Y sorprende que, al tiempo que ignora la obra maestra narrativa de Alas, afirma en una de las cartas de este epistolario que, a su juicio, la gran novela del siglo XIX es Madame Bovary, de Flaubert.
Lo cierto es que en algún momento habría que estudiar a fondo la casuística que llevó a que La Regenta no ocupase el lugar que merece como la gran novela escrita en español del siglo XIX, al menos hasta muy entrados los años cuarenta del siglo XX.
Clarín fue muy duro con Valle-Inclán, pero no con Unamuno, aunque no tuvo a bien escribir sobre la primera novela que publicó el gigante de la generación del 98.
Y, a pesar de pertenecer a generaciones distintas, no estuvieron muy distantes ambos literatos a la hora de enfocar problemas que de su tiempo como la decadencia de España y el problema, cada vez más creciente, de Cuba. Pero, en este primer volumen del epistolario de Unamuno, la importante presencia de Asturias no solo viene dada por su correspondencia con Clarín. También hay muchas cartas al catedrático Rafael Altamira, uno de los miembros más prestigiosos del llamado “Grupo de Oviedo” que, por cierto, escribió una reseña muy favorable de Paz en la guerra.
Su interés por el asturiano
En el periodo de tiempo en que se escribieron estas cartas la erudición que va adquiriendo Unamuno es asombrosa. Para empezar, es de los pocos escritores españoles de su tiempo que domina varios idiomas. Y, aparte de eso, no solo se empapa de historia y literatura, no solo se vuelca en la lectura de las grandes obras de la filosofía, sino que además manifiesta un enorme interés por la lingüística. De hecho, hace mención en varias de sus cartas al estudio que está llevando a cabo sobre el Cantar de mío Cid, desde el punto de vista filológico, así como a un ensayo que se ocupa de la lingüística en general.
En sus desplazamientos por la provincia de Salamanca, desde que había obtenido la cátedra de griego en esa Universidad, recogió el léxico que más llamó su atención. Y es llamativo que, entre los términos recogidos, figure la palabra “pega”, que también se utiliza en asturiano en lugar de la voz castellana “urraca”. Claro está que, conociendo el mirandés, no es nada extraño este hallazgo léxico de Unamuno en una provincia con territorios muy cercanos a esa lengua portuguesa. Tampoco perdamos de vista que en estos años comienza también a forjarse su iberismo. A ello hay que añadir su interés por el eusquera y el catalán y –miren ustedes por dónde– también por el bable.
Sus pesquisas le llevan a tener noticia de los vocabularios que se hacían en nuestra tierra sobre el asturiano, así como por las poesías que se publicaban en nuestra llingua.
Así, en una carta dirigida a su amigo Pedro Múgica en 1892, le dice: “El Carbayón, diario de Oviedo, publica a guisa de hoja literaria una hoja que titula “Estafeta de la Quintana”, dedicada casi exclusivamente a recoger documentos sobre el bable. Está publicando un vocabulario bable y poesías bables. El que publica tales cosas se llama B. Acevedo. Voy a escribirle pidiéndole el número ése, todos los números del vocabulario por duplicado y una nota de las mejores colecciones de poesías bables”.
Despiadado con Palacio Valdés
Del mismo modo que admira a Clarín y a Galdós, los juicios que vierte en este Epistolario acerca de Palacio Valdés son despiadados.
El 11 de junio de 1896, en una carta dirigida a su amigo Pedro de Múgica, Unamuno juzga en estos términos la obra literaria del autor de La Fe: “Palacio Valdés nunca logrará gran éxito aquí en España, pues aparte de que aborrece el reclamo y la pose no cultiva a los chicos de la prensa, es muy mate, tiene poco calor y poco color, se anega en medias tintas y matices, es lánguido y frío y de poco vigor de pensamiento”.
Y podemos encontrar otro texto aún mucho más demoledor: “A mí no me acaba de satisfacer el tal Palacio Valdés. Me gusta Maximina por lo que tiene de autobiografía, pero en lo demás que conozco de él, y aun en Maximina, le encuentro descuidado, lánguido, chocholo, memelo, un sí es no es insustancial, y archicursi en el final”.
Desde luego, no es de extrañar que Unamuno no encontrase profundidad en la obra de Palacio Valdés, que pretendía sobre todo entretener sin aspirar en momento alguno a profundizar en el drama humano, algo que tenía obsesionado al filósofo vizcaíno. Y tampoco se puede encontrar en el novelista lavianés la crítica social y política que hay en la mayor parte de las novelas de Galdós.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 55, MARZO DE 2018

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