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Atlántica XXII

Asturias metropolitana (II): Gijón, entre el paraíso y los infiernos

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Asturias metropolitana (II): Gijón, entre el paraíso y los infiernos

El Muro de la playa de San Lorenzo de Gijón. Foto / Imanol Rimada.

Gabino Busto Hevia / Arqueólogo e historiador del arte.

La duda que nos aflige es si en Gijón los empíreos superan a los báratros o resulta, más bien, al revés. A pesar de las cuantiosas inversiones canalizadas en los últimos decenios hacia la ciudad; a pesar de las cirugías aplicadas a su tejido urbano; a pesar, en fin, de una suerte de “terciarización” metida a calzador, lo cierto es que la urbe sigue arrastrando la condición más caótica, trastornada e inconexa de la Asturias metropolitana.

Un casco antiguo enclenque, ayuno de una potente edilicia monumental –debido, entre otras causas, a la ausencia histórica de centros de poder–; uno de los desarrollos urbanos mas desastrosos de España; una desarticulación ciudadana crónica; un desmantelamiento industrial prolongado y brutal, y una playa dotada de ocasionales afloramientos de hormigón, y espesas nubes de carbonilla, no han impedido que Gijón siga siendo el paraíso soñado de los jubilados de las cuencas mineras y una meca nacional para las ruidosas, etílicas, lúbricas y a veces trágicas despedidas de soltería.

Pero la ciudad aspira a seducir a sectores sociales más amplios y para ello ha recurrido, desesperadamente, a cualquier medio a su alcance. Así, los políticos y sus comisarios han puesto en marcha, a golpe de crédito, un sinnúmero de mitificaciones, como esa suerte de esplendorosa y rimbombante Urbs Gegio romana, cuando las evidencias arqueológicas, hoy por hoy, no lo permitían; o como esa prepotente y elitista creación de un Complejo Cultural de pretensiones ultra-vanguardistas e internacionalistas en un descomunal conjunto arquitectónico de posguerra, que tiene tanto de hábil homenaje al Monasterio del Escorial como de ominosa estética nazi.

Gijón, ciudad autodestructiva y fracturada, es todo un emblema de lo que pudo haber sido y no fue. El emplazamiento, sin ir más lejos, da buena cuenta de ello, pues esa amplia bahía, tachonada, pongamos por caso, de jardines públicos, hubiera albergado una ciudad de ensueño y, sin embargo, lo que soporta es un mediocre y agobiante paipay de ladrillo, hormigón y asfalto.

La ciudad perdió durante la Guerra Civil, después de muchos años de desdén, la extraordinaria colección de dibujos reunida por Jovellanos para su Instituto, un tesoro que ambicionarían los más prestigiosos museos del mundo. Más tarde, el Ayuntamiento declinó adquirir, a precios razonables, los retratos del citado Jovellanos por Francisco de Goya, uno de ellos, el mejor, captado al final por el Museo Nacional del Prado.

El ‘Elogio del Horizonte’ de Chillida en el Cerro de Santa Catalina. Foto / Imanol Rimada.

Meteduras de pata

El caso del buque Ciudad de Algeciras, antes Miguel Primo de Rivera, de interesantísima historia, constituye, entre tantos, otro dramático y vergonzante desaprovechamiento de recursos. Esa hermosa embarcación, adquirida inteligentemente en 1976 por la Asociación Asturiana de Capitanes de la Marina Mercante, hubiera funcionado en Gijón como el único barco-museo de España. Abandonado a su suerte, el viejo buque, en un acto de inenarrable barbarie, fue enviado al desguace a fines de 1984.

La proliferación de museos en la ciudad, generalmente raquíticos y mal planteados, no ha compensado, desde luego, la pérdida de las joyas citadas. Hay, no obstante, algunas excepciones, como la colección artística del Museo Casa Natal de Jovellanos, en las que figura el encantador Retrato del marqués de Wellesley de sir Thomas Lawrence, una de las pinturas más atractivas que pueden contemplarse hoy en Asturias.

En el campo de la museología gijonesa, las meteduras de pata han sido mayúsculas. Dos ejemplos bastan para hacernos una idea de las malas prácticas. De una parte, un Museo etnológico al aire libre al que se le incrusta el duro y desmesurado Pabellón del Principado de Asturias de la Exposición Universal de Sevilla de 1992 –como el que instala una gigantesca antena parabólica en un añoso hórreo–; y de otra, un Museo dedicado al pintor extremeño Juan Barjola, para el que se arrasa irracionalmente con todo el espacio interno de un palacio del siglo XVII.

Están también otros controvertidos asuntos, típicamente gijoneses, como el recrecido de la muralla tardo-antigua, operación escenográfica similar a la de ponerle dos brazos de barro a una vetusta y mutilada estatua de piedra.

A partir de la renovación urbanística afrontada en el decenio de 1980, la ciudad se sumó a la aspiración, común a otras poblaciones españolas, de coleccionar esculturas públicas. Gijón lo hizo con cierto celo infantil y si bien las piezas seleccionadas resultaron mayoritariamente de calidad, éstas acabaron por simbolizar, en su conjunto, el fingido progresismo político que caracteriza a la ciudad. El emperador de esos volúmenes sigue siendo el Elogio del Horizonte, mayestática y gravosa estructura de hormigón que corona el Cerro de Santa Catalina. La verdad es que si el mentado Cerro no necesitaba esa mastodóntica obra para nada, el horizonte muchísimo menos, pues como reza el título de una pintura de Pelayo Ortega, elaborada ad hoc, “el horizonte se elogia a sí mismo”.

Monopolio de Jovellanos

Retrato pintado por Goya de Jovellanos en el arenal de San Lorenzo.

Obviamente, nada ha dado más fama a Gijón que ser la villa natal de Gaspar Melchor de Jovellanos, figura excelsa, como es sabido, de la Ilustración Española. En este sentido, da irrefrenable y recurrente asco que algún político de medio pelo, como el que ha pasado a los anales por su oscuro papel en uno de los mayores desastres ecológicos de Europa, intente monopolizar ridícula e interesadamente la personalidad de ese histórico prócer, cuando ésta resulta patrimonio de los asturianos, del resto de los españoles y aun de los europeos.

Retornando a las celebridades, uno de los hechos que, a nuestro juicio, más prestigia a Gijón es haber sido la primera ciudad del mundo en levantar un monumento al médico escocés Alexander Fleming, descubridor de la penicilina. En efecto, el 18 de septiembre de 1955, Amalia Voureka, viuda de Fleming, procedió a la inauguración en el parque Isabel La Católica del grupo escultórico, creado por Manuel Álvarez-Laviada, a la memoria del celebérrimo investigador. Desde entonces, vecinos del barrio de Cimadevilla acuden anualmente al pie de dicha obra para llevar a cabo ofrendas florales.

En otro orden de cosas, una de las fascinaciones más cautivantes de Gijón deriva, como no podía ser de otra manera, de su activo papel en la historia marítima. De un lado, por la tradicional actividad pesquera; y de otro, por la decisiva participación en el flujo migratorio de Europa hacia América, a través los míticos trasatlánticos.

Interesantes, aunque muy escasos, son los ejemplos de vivienda popular de pescadores en el referido barrio de Cimadevilla. Asimismo, dentro del caserío asociado a la primera industrialización, destacan algunos inmuebles burgueses a caballo entre los siglos XIX y XX.

Gijón tiene la ventaja de contar con El Bibio, un magnífico coso neomudéjar; el Dindurra, un centenario café con un espacioso interior reformado en estilo art déco, y el Jovellanos, uno de los mejores teatros del norte de España.

Dos jardines de la ciudad desprenden un hechizo especial en cualquier estación del año: el Botánico y el de la Fundación Museo Evaristo Valle. Y un curioso rastro atrae cada domingo a cientos de curiosos y aficionados a trastos, baratijas y libros de lance.

El Museo Casa Natal de Jovellanos en el barrio de Cimadevilla de Gijón. Foto / Imanol Rimada.

Pestes urbanas

Pero estos contadísimos y aislados elementos asociados al bienvivir no deberían hacernos olvidar que Gijón une a sus defectos y carencias las pestes comunes al resto de las urbes desarrolladas. De esta manera, desaparecieron lamentablemente de la ciudad, por ejemplo, los bellos y útiles tranvías. De haberse mantenido una sola línea de la compañía, no solo supondría hoy una considerable ayuda en la descongestión del tráfico rodado, sino un maravilloso atractivo para solaz de residentes y visitantes.

Desgraciadamente, las debacles han persistido a lo largo del tiempo, como demuestra, sin ir más lejos, la suerte que corrió la estación de ferrocarril en El Humedal. Del civilizado lujo de contar con ese equipamiento ferroviario en el centro urbano, se pasó a su demolición y al traslado del servicio, de forma provisional, al extrarradio. Poco se puede esperar, en este sentido, de una población que vive –o malvive– cercada por la más infame red de circunvalaciones, autopistas, centros comerciales y bloques de pisos que imaginar quepa.

Mitigan estos pesares el legado de los pintores gijoneses Evaristo Valle y Nicanor Piñole. Asimismo, es una satisfacción que la Villa de Jovellanos haya impulsado novelas como AMDG de Pérez de Ayala o Helena o el mar del verano de Julián Ayesta, dos obras maestras de la literatura española del siglo XX.

Para terminar, Gijón tiene a gala acoger una gran cantidad de exposiciones, certámenes, festivales, ferias y otros mega-eventos, tantos y tan dispares, que lo efímero y exógeno parece recibir a veces más cuidados y esfuerzos que lo perpetuo y endógeno. Encontrar un equilibrio entre esos dos ámbitos ayuda también a que los empíreos mantengan a raya a los báratros.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 48, ENERO DE 2017

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