
En la regeneración de la Ría de Avilés ha sido decisivo el Centro Niemeyer. Foto / Imanol Rimada.
Gabino Busto Hevia / Arqueólogo e historiador del arte.
En este recorrido por la Asturias metropolitana, que los responsables de ATLÁNTICA XXII pacientemente nos vienen permitiendo, llega el momento de discutir acerca de los báratros y empíreos de Avilés. Asentada al lado de una espléndida ría, esta ciudad portuaria, de origen medieval, pasa por ser una de las cenicientas de Asturias. En efecto, la industrialización hipertrofiada y feroz de la era desarrollista convirtió a la urbe en un enorme albañal, contribuyó a desorganizarla y eclipsó, hasta el presente, la mayor parte de sus bondades y bellezas. De tal manera que, viniendo del Este o del Sur, las entradas a la localidad, salpicadas aún de paisajes fabriles de tono dantesco, encubren un asentamiento urbano con muchos más goces de los que cabría esperar.
Hay que llorar, desde luego, unas cuantas pérdidas dolorosas e irreparables, en algunos casos, comunes a las de otras plazas españolas. Si prestamos atención al vetusto tesoro cultural avilesino, resulta obligado recordar dos hechos luctuosos: el arrasamiento de una gran parte del caserío de la ciudad por el incendio de 1478, y el derribo, a principios del siglo XIX, de la muralla que durante siglos otorgó protección a la Villa.
Si pasamos al acervo contemporáneo, es de lamentar, entre una y otra calamidad, el desmantelamiento de los viejos tranvías comarcales, como el que unía la ciudad con Salinas; el cierre de establecimientos hechizantes, como el Gran Hotel de la calle Emile Robin, del que, al menos, ha perdurado el inmueble; y la desaparición de las antiguas salas cinematográficas, insufrible llaga que el reciente, bochornoso y dramático caso del Cine Patagonia ha vuelto a reabrir.
Ahora bien, en compensación a los naufragios, la ciudad conserva un acogedor casco histórico, jalonado por interesantes arquitecturas religiosas y civiles, verbigracia, la Capilla funeraria de los Alas o el Palacio de Valdecarzana; y dispone de dos pensiles de extraordinario encanto: de un lado, el popular Parque del Muelle, creado a fines del siglo XIX; y de otro, el aristocrático Parque de Ferrera, zona ajardinada del Palacio homónimo, que pasó al dominio público en el decenio de 1970.
La preservación del Palacete Balsera –dedicado a Conservatorio Municipal con el nombre del relevante compositor avilesino Julián Orbón–; la recuperación del Teatro Palacio Valdés, reinaugurado por el Ayuntamiento en 1992, después de veinte años de cierre, y el mantenimiento del decimonónico Cementerio de La Carriona, la necrópolis municipal más importante de Asturias en lo que a la calidad del arte funerario se refiere, amortiguan, hasta donde pueden, algunas de las ausencias.
Otro espacio para el consuelo y el deleite es la Plaza de los Hermanos Orbón, que incluye el Mercado de Abastos. Se trata de una plaza caracterizada por galerías acristaladas, que apoyan en columnatas de hierro fundido, dando lugar a unos deliciosos e inolvidables soportales.

La conservación del Palacio de Ferrera y la recuperación del Teatro Palacio Valdés amortiguan las pérdidas de la ciudad. Fotos / Imanol Rimada.

Ciudad con pedigrí
Lo cierto es que Avilés, a pesar de sus profundas contradicciones, permite un diálogo fluido con la historia, fenómeno que, por fortuna, cada vez gana más adeptos. En este sentido, proporcionan pedigrí a la ciudad sus historias de caballeros, piratas, pescadores, marinos e indianos. Un marco favorable para rememorar, pongamos por caso, la biografía de Pedro Menéndez de Avilés, conquistador y Adelantado de La Florida, fundador de San Diego y Gobernador de Cuba; o para imaginar los episodios transoceánicos de la corbeta Villa de Avilés que, en el ecuador del siglo XIX, realizó más de veinte periplos Avilés-La Habana cargada de emigrantes.
Juan Carreño de Miranda y Armando Palacio Valdés dan también su lustre a la Villa del Adelantado. El primero es uno de sus hijos más excelsos. Celebérrimo fabro de la escuela barroca madrileña, fungió en la Corte como pintor de cámara del rey Carlos II. El segundo, famoso escritor nacido en Entralgo (Laviana), vivió sus primeros años en Avilés. Es el autor de Marta y María, novela en la que la ciudad aparece refigurada con el nombre de Nieva. En 1945 los restos de este literato se trasladaron desde Madrid al antes nombrado Cementerio de La Carriona.
De vuelta a los infortunios avilesinos, habría que detenerse en asuntos como la demolición de las instalaciones siderúrgicas levantadas en la segunda mitad del siglo XX –que incluían, aparte de los altos hornos, una singular central térmica–. Este acto de incivilidad supuso una grave falta en el haber patrimonial de la ciudad. En este punto, Avilés, a pesar de sus doctos ingenieros y sus lúcidos políticos, no supo sacar partido del ingente y rico acervo técnico concentrado en su interior y, llegado el momento de rentabilizar lustros de polución y leyenda negra, mató los ingenios y se quedó con la resaca de los malos humos, la fatiga y el olvido. Menos mal que piezas excelsas de la edilicia fabril y comercial como La Curtidora, El Águila o las Naves de Balsera –éstas, aún sin uso– siguen apuntalando la memoria de la era industrial.
Pasadas cenizas
Si la demolición de una parte de la herencia material siderúrgica merece un abucheo, la regeneración de la Ría, por el contrario, resulta digna de aplauso. En ese proceso, el papel del complejo edificatorio proyectado por el célebre arquitecto Oscar Niemeyer para el Centro Cultural Internacional que lleva su nombre ha resultado decisivo, así como la acertada instalación de la escultura Avilés, de Benjamín Menéndez.

La escultura ‘Avilés’, de Benjamín Menéndez, es un acierto. Foto / Imanol Rimada.
No estaría mal que una ciudad con un Centro Cultural de tan internacionales alcances; con una Casa de Cultura y un Centro Municipal de Arte y Exposiciones tan activos; con Escuelas de Artes y Oficios, y Superior de Arte; con Factoría Cultural y lo demás, contase con un sólido equipamiento museístico de apropiada tipología, que complementara los escasos y pequeños centros museísticos con que ahora cuenta.
En relación con esto, se ha comprobado que, aparte de impulsar premios de todo tipo y rendir homenajes post mortem, una de las cosas que más embelesa a los asturianos –y dentro de éstos, seguramente, también a los avilesinos– es proponer e instaurar museos. De manera que dejamos abierta la correspondiente tormenta de ideas para la creación de ese gran museo en Avilés, que podría ir desde el Museo de la Sal hasta el Museo del Antroxu. Viene a cuento recordar aquí, en cualquier caso, que Avilés gozó desde 1944 hasta los años 1960 de un gabinete de Ciencias Naturales, conocido en su tiempo como Museo Graíño. La colección, que había sido formada por el farmacéutico Celestino Graíño, pasó por herencia a su homónimo hijo, también farmacéutico, que la convirtió en museo, homenajeando afectuosa y merecedoramente a su progenitor.
Algo acomplejada por sus pasadas y negras cenizas, afectada por las dislocaduras, aturdida por los cambios, Avilés no cesa de acicalarse a la espera de que algún príncipe le permita probar definitivamente su zapatito de cristal.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 49, MARZO DE 2017
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