
Un minero en una barricada de una carretera asturiana. / Foto: Eloy Alonso - Semeyapress
Luis Feás Costilla / Periodista. Con huelgas indefinidas, barricadas, quema de neumáticos, piquetes y encierros renace en Asturias la épica obrera, como consecuencia de un conflicto estructural, el cierre de las minas españolas de carbón (previsto para 2018 y ahora precipitado, según sindicatos y empresarios, por el drástico recorte promulgado por el Gobierno del PP), y otro laboral, discrepancias en el convenio del sector del transporte de mercancías y viajeros. Una resistencia de clase bien amplificada por los medios de comunicación que no hace sino resaltar sus enormes contradicciones, que impiden que se vea representada en sus reivindicaciones la sociedad entera, al pensar ésta que los mineros y los trabajadores del transporte solo aspiran, con su lucha violenta, a conseguir estrechos beneficios parciales, cuando no particulares.
No se trata de que la clase obrera haya desaparecido, como se suele decir, sino que se encuentra perfectamente integrada en un engranaje en el que se siente cómoda y que de forma más o menos consciente ayuda a perpetuar. Ya sucedió con el fascismo y el estalinismo, en los años treinta, y posteriormente con la sociedad industrial avanzada, capaz de suministrarle todos los objetos de consumo que su gusto pequeño burgués y un tanto kitsch le demanda, como denunciaron todos los pensadores neomarxistas de la Escuela de Frankfurt. El souvenir de plástico encima del televisor de plasma y unos cuantos culines de sidra al acabar la jornada de trabajo son suficientes para acomodar a una clase que se siente satisfecha con lo que el capitalismo le administra, referido no tanto a aquello que más le beneficia (educación, cultura, salud) como bienestar en un sentido netamente consumista: un coche de gama media o un piso propio, financiados ambos por los bancos gracias a hipotecas sobre la base de cuantiosas prejubilaciones. La crisis no ha hecho más que acentuar esta tendencia: nuevos fascismos fermentados en los barrios obreros de Marsella, Roma o Atenas, defensa a ultranza de sectores productivos estatalistas ya obsoletos y altamente contaminantes, lunas y cristales rotos por el aumento de unos euros en las nóminas mensuales.

Mineros enfrentados a la policía en Oviedo. / Foto: Mario Rojas.
Y luego viene la dramatización, esa puesta en escena absolutamente teatral, en la que todo parece pactado, hasta las cargas policiales, y que exalta la violencia, pavorosamente bella, como única vía para solucionar los conflictos, cuando en realidad los piquetes coercitivos sirven más para desactivar compromisos que para imponer conciencias. Nostalgia de tiempos pasados, en los que cortar cabezas se veía como la única salida para cambiar de régimen, en respuesta a una violencia mucho más cruenta todavía, enclavada en un sistema absolutista inflexiblemente excluyente. Las revoluciones posteriores lucharon también contra una burguesía despiadadamente egoísta, pero cuando triunfaron dieron paso a dictaduras férreamente burocráticas, en las que no es la libertad quien guía al pueblo sino el sindicato y el partido único. No hay tanto de lo que jactarse. Sorprende que la TPA dedique desde el primer minuto largos reportajes a los trabajadores encerrados en las minas como si fueran héroes, cuando el conflicto no ha hecho más que empezar y además amenaza con enconarse. Ya puestos a montarla, sería mucho más eficaz, estratégicamente hablando, hacerlo en Madrid, aunque resulte menos cómodo, porque es allí donde se toman las decisiones y están los grandes poderes mediáticos.
Pero la solución, el cambio de sistema, no va a venir por ese camino, todo el mundo lo sabe. Como el sujeto histórico está plenamente integrado, lo que hay que tener cada vez más claros son los objetivos, limpia y pacíficamente expresados en la calle hace ahora un año por miles de ciudadanos, con el respaldo de una, ésta sí, amplísima base social: la lucha contra la oligarquía de partidos políticos y sindicatos y el monopolio financiero y empresarial, el combate contra la corrupción, el reparto equitativo de los recursos mediante un justo sistema laboral, fiscal y presupuestario. La profundización, en suma, de una democracia que el movimiento obrero sin duda ayudó a construir pero que cada vez debe ser más abierta y plural, no violenta, feminista y ecologista, centrada en la razón pero sin descuidar por ello la ética y la estética, de la que, sabiamente, escoge la lírica frente al relato de un pasado glorioso que quizá nunca existió.
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