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Atlántica XXII

Asturies, días del pasado futuro

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Asturies, días del pasado futuro

Tres viajes en retrospectiva y un vaticinio para entender qué nos está pasando

Grupo de jóvenes bailan una conga en una fiesta de prao (1966). Luis Rufino García Cernuda Jumbo

Artículo publicado en el número 59 de Atlántica XXII (noviembre de 2018)

Silvia Cosio | Editora

@SilviaCosi

 

San Roque, Cádiz, finales de los noventa
Me tomo mi primer café mientras miro por la ventana de mi cutrepiso, el día está tan despejado que se puede ver África al fondo. En casa Tini Areces considera que la gente como mi pareja y yo es una leyenda urbana. Pienso en mis amigos, la mayoría se ha tenido que ir de Asturies también. Otra generación de jóvenes que tiene que emigrar, solo que ahora en vez de barcos a Cuba cogemos el Alsa a Madrid o el Ford de segunda mano y enfilamos por la red de autovías con nuestros microondas y ordenadores en el maletero, nuestras oposiciones sacadas o con becas de la UE. Nos vamos y no parece preocuparle a nadie. Nos hemos convertido en mitos para los asturianos, como Ricky Martin y el bote de nocilla. Noto que mi sueño de ser nombrada Asturiana del mes por La Nueva España se escurre entre mis dedos. Me consuela pensar que algún día escribirán preciosas habaneras en nuestro honor.

Zadar, Croacia, 2009
Paseamos por las calles de Zadar, es primavera y el tiempo es espléndido, las calles están llenas de gente, son muy jóvenes o muy mayores, apenas hay hombres de mediana edad. «Las secuelas de la guerra», me comenta una de nuestras anfitrionas. La mayoría de nosotros no tiene conciencia del impacto de perder a una generación a causa
de la guerra. El desequilibrio es evidente, desasosegante. Impresiona mucho más que los agujeros de bala en los edificios o los carteles en las casas defendiendo el honor de algunos criminales de guerra. Hay heridas que son peores de cicatrizar porque no se ven a simple vista.

Turón, Asturies, 2018
Día del Cristo, la policía local ha cerrado parte de la carretera que atraviesa Turón para que los bares puedan poner ahí sus terrazas. Están prácticamente vacías. El panorama en el parque no es mucho más alentador, unos hinchables que han vivido mejores días y un par de familias con niños muy pequeños. Como nosotros, están también de visita. Mi suegra me cuenta que hace años no cabía un alfiler. No puedo evitar pensar que Les Cuenques son el anuncio de lo que está por llegar al resto de Asturies. Regresamos por una calle repleta de locales comerciales cerrados y pisos vacíos. Con las primeras prejubilaciones llegó el primer éxodo, parejas de mediana edad con algo de dinero por primera vez en el bolsillo se trasladaron a Xixón, cerca de la playa, sueños asequibles de la clase obrera. Con el paso de los años y ante la certeza de que la reconversión y el futuro nunca llegarían a Les Cuenques, los hijos de los que se quedaron también tuvieron que marchar. Ahora solo vuelven para comer algún domingo suelto y en Navidad.

Xixón, Asturies, estación de los Alsas, 2025
Termino de meter la última maleta de mi hija en la bodega del autobús. No importa la de veces que hagamos esto, siempre siento un vacío en el estómago cuando sube al Alsa, pero ¿qué otra alternativa había? Una vez que tuvo que irse de Asturies para hacer el máster, la suerte estaba echada. Creo que no he sido la única madre que ha sentido que ha estado educando y preparando a su hija para que desarrolle su talento fuera de Asturies, recuerdo tener esta conversación con otras madres y padres. Todo el dinero que hemos invertido los asturianos en formar a toda una generación, desde los tres hasta los veintitantos años, bilingüismo, extraescolares y deporte base incluidos. De la escuela primaria a la universidad. Por no hablar de su salud, vacunas, revisiones, tratamientos… Jóvenes sanos y preparados que cada dos o tres viernes se suben a un Alsa desde Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla… O agarran un avión desde Londres, Berlín o Lisboa para ver a sus padres y madres.

Asturies ha perdido a toda una generación, otra vez, como casi pierde a la mía, pero muchos de nosotros volvimos a casa, sentimos el canto de sirena de la burbuja de la construcción, y la lluvia de millones de los fondos mineros; especulamos con nuestros pisos, nos fuimos a vivir al centro o a los suburbios, huimos de las cuencas, dimos vidilla a las escuelas y los centros de salud. Condujimos orgullosos por los cientos de kilómetros de autopistas nuevecitas que conectaban poblaciones que estaban a diez minutos entre ellas, paseamos por las sendas rurales que se construyeron con ayuda europea, vimos venir y marchar empresas que agarraban subvenciones y se evaporaban ante la desidia de los políticos, pudimos elegir entre tres campus universitarios, ningún pueblo minero sin su piscina, sin su polideportivo, aunque nunca se llegaran a abrir por falta de personal o de usuarios, qué más da, nos merecíamos lo mejor. Hasta que un día despertamos y no quedaba casi nada. Solo viejos, nosotros. Nadie puede pasear por las sendas porque nadie se preocupó en mantenerlas, igual que las autopistas, aún quedan los esqueletos de las infraestructuras que no llegaron a usarse en pueblos semiabandonados, gozo para los amantes de la arqueología urbana. Xixón subsiste gracias al turismo, somos el Magaluf del norte, turismo de despedidas de soltero y borrachera, trabajo basura para los pocos que se quedan. Las ciudades son geriátricos gigantescos, esperando a que lleguen las vacaciones y con ellas la visita de los nietos. No hay mucho que ofrecer y ya nos queda poco que perder. A nadie parece importarle, nunca parecimos importantes más allá del Güerna. Me aseguro de que la maleta de mi hija esté bien colocada, le doy un beso, «nos vemos dentro de un mes», le digo.

 

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