
El médico y escritor sueco Axel Munthe era un amante de los perros.
EXCÉNTRICOS, RARAS Y OLVIDADOS
Natalia Fernández Díaz-Cabal / Lingüista y traductora.
Supongo que somos legión los que, dentro de una franja que abarca al menos dos generaciones bien diferenciadas, hemos crecido con el esplendor de aquellas vigorosas memorias –Historia de San Michele– que un autor sueco, Axel Munthe, médico ejerciente, había publicado en 1929. En castellano han vuelto a aparecer en 2012; no han perdido vigencia.
Axel Munthe había nacido un 31 de octubre de 1857 en el sureste de Suecia, en Oskarshamn, localidad portuaria bañada por el Báltico. Procedía de una familia bien asentada, de origen flamenco. Inquieto y aventurero por naturaleza, recorre las nieves de su país y de Laponia en busca de esos “placeres diferentes” que solo aportan los viajes cuando se cultivan con esmero y pupila atenta. Estudió medicina en Uppsala. Tenía apenas 18 años cuando un viaje lo lleva a Nápoles. Allí descubre la luz mediterránea; en la isla de Capri, las antiguas ruinas de la capilla San Michele y lo que quedaba del templo de Tiberio, fantasea con la posibilidad de establecerse en ese lugar.
Su siguiente incursión en la zona, sin embargo, fue en la década de 1880, cuando Nápoles estaba diezmada por la epidemia de cólera. La gente moría por miles, y el contacto directo con los cadáveres no hacía sino agravar la situación. El joven Axel estuvo allá, desafiando los miedos y tentando el contagio, ayudando a esa gente a la que primero había sacudido la pobreza y luego la enfermedad. Esa experiencia está recogida en una suerte de diario –Cartas de una ciudad en duelo– hoy prácticamente inencontrable. Volvería a ser voluntario en otras tragedias, como el terremoto que se asoló la ciudad de Messina en 1908. Después de la epidemia se va a Argelia, y a Egipto, entonces protagonista absoluto de las portadas de los diarios de la época –primeros años de la década de los años veinte del pasado siglo, porque se acababa de descubrir la tumba de Tutankamón–.
Enfermedades de moda
La vida le reservaba al joven Axel varias sorpresas. En él convivían el solidario entregado y el dandi disfrutador. Así que llega como recién licenciado en medicina a París, donde empieza a trabajar con el famoso neurólogo Charcot en la Salpêtrière, hospital construido en el siglo XVII para albergar vagabundos, mujeres de la calle y lo que, de manera general, entonces se llamaba “gente de malvivir”, y que el propio Charcot convirtió en un centro psiquiátrico de referencia en el siglo XIX. Axel admiraba a Charcot y su trabajo, pero no acabaron bien. De hecho, el médico sueco lo termina denunciando como farsante.
Abandona la Salpêtrière para montar su propia consulta privada. No le faltaban clientes de renombre, entre ellos los propios monarcas suecos. Gracias a esos pacientes bienestantes, entre los que cundían lo que el propio Munthe bautizó como “enfermedades de moda” –primero la apendicitis y más tarde la colitis que, al presentarse en brotes, obligaba a los sufridos y glamurosos pacientes a volver una y otra vez a la consulta–. La suma de su fama y la lealtad de esos pacientes pudientes, con sus miserias corporales cronificadas, permitieron al doctor Munthe vivir con bastante desahogo. Pero no es menos cierto que por su consulta pasaban los miserables de la ciudad, aquellos que jamás se podían pagar tratamiento alguno, aquellos para quienes no se había inventado la esperanza. Su magnanimidad y altruismo lo llevaban a ocuparse de ellos con la misma diligencia y celo con que se ocupaba de la realeza.
La bonanza le permitió ahorrar lo suficiente como para retomar su antiguo sueño y se traslada a vivir a Italia. A Roma, al comienzo. Nada se oponía a la vocación viajera de aquel cosmopolita que se expresaba fluidamente en seis lenguas y que había unido su suerte a la de una aristócrata inglesa con la que contrae matrimonio. Pero Roma es demasiada ciudad para este médico que, desde hacía años, sentía a los desheredados napolitanos como su gente. Así que vuelve a Nápoles. Vuelve a Capri. No era raro ir a Capri y prendarse del lugar: Máximo Gorki vivió allá durante tres años, a comienzos del siglo XX. En ese tiempo, a su vez, tuvo de invitado al propio Lenin. En la década de los treinta pasó allá una breve estancia la escritora Marguérite Yourcenar. En los cincuenta lo haría Pablo Neruda…
Pionero en Capri
Pero, antes que ninguno, había llegado Munthe. Ha quedado para la posteridad su subida en la burra Rosina hasta el altiplano donde iba a instalar su hogar (también existían los 777 escalones de la escalera fenicia que llevaban desde el mar hasta la cumbre de su casa). Se queda con las ruinas. Entre él y los lugareños van haciendo de la desolación un hermoso y acogedor paraje. Una casa, según cuentan quienes la visitaron –el propio Curzio Malaparte, que era vecino suyo–, heteróclita, que mezclaba barroco con cierto victorianismo, la ampulosidad romana con la pulcra sobriedad nórdica.
En realidad aquel proyecto fue más que una casa: transitaban por allí campesinos de toda índole, la poblaban varios canes. Axel era un amante de los perros. Llegó a tener ocho, al cuidado de un extraño mono babuino que se incorporó a la vida familiar. Y sobre los perros escribió sus líneas más sentidas, más hermosas: “El perro no puede disimular, no puede engañar, no puede mentir… porque no puede hablar. El perro es un santo. Es sencillo y honesto por naturaleza”. Aún más: “Para ser un buen médico hay que amar a los perros, pero también es preciso entenderlos –lo mismo que a nosotros, con la diferencia de que es más fácil entender a un perro que a un ser humano, y más fácil quererlo–”. El infatigable médico creó un santuario de aves en la montaña Barbarossa (años más tarde, ya ciego, lo apenaba no ver los vuelos de las aves migratorias y tener que conformarse con la melancolía de sus cánticos).
Axel Munthe fue un escritor que jamás pretendió serlo. Más bien le horrorizaba esa expectativa y consideraba Historia de San Michele un “accidente imprevisto”. Lo escribe con poco más de cincuenta años. Para él, efectivamente, es solo una forma de convertirse en David frente al Goliat de la depresión que le producía su incipiente ceguera… Pero el libro enseguida tuvo vida propia, incluso a pesar de su autor, y en menos de un año se había traducido a cuarenta y cinco lenguas.
En 1943 regresa a Suecia, a Estocolmo, habiendo renunciado a su sueño, y allí fallece el 11 de febrero de 1949.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 45, JULIO DE 2016
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