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Atlántica XXII

Big Data, una cuestión de poder

Afondando

Big Data, una cuestión de poder

Ilustración / Alberto Cimadevilla.

Beatriz Pérez Rioja / Periodista.

Decía el Cardenal Richelieu, en aquellos tiempos en los que la existencia de Internet no podía ni intuirse, “dadme seis líneas escritas de puño y letra por el hombre más honrado y encontraré en ellas motivo suficiente para hacerlo encarcelar».

En la era del Big Data, los relatos de vida de las personas conectadas, exceden con creces las seis líneas. Según un estudio de European Voice de 2014, Datos ¿la nueva moneda?, entre 2013 y 2015 la humanidad interconectada ha generado más datos que en toda su historia, y se calcula que esta cifra se multiplicará exponencialmente cada dos años. Cada día se envían 144 billones de correos electrónicos, se hacen 2,9 billones de búsquedas en Google o se comparten 1 billón de contenidos en Facebook, a lo que hay que sumar información de sensores, cámaras, radares o GPS. Todo un universo de información que se verá aún más engordado con la penetración de “el Internet de las cosas”, la conexión como mantra extensible a todo tipo de objetos, desde pulseras que monitorizan tu actividad cardiaca hasta pantalones programables que te indican el camino a seguir.

Cómo nos movemos, con quién hablamos, cuáles son nuestros intereses, nuestras preferencias sexuales, nuestras amistades, nuestros miedos. Un caudal incesante de datos con los que las empresas y los servicios de inteligencia de los Gobiernos nos perfilan extrayendo de nuestra vida digital nuestra esencia personal. La existencia de toda esta información nos hace vulnerables de mil maneras inciertas. No sabemos quién tiene acceso, dónde se guarda, ni con qué finalidad se puede emplear, pero las propuestas más distópicas de la ciencia ficción se van abriendo camino en el mundo real, desvelando nuevos escenarios en los que el Big Data se consolida como una herramienta con un enorme potencial para el control social.

China y el buen ciudadano

No sabemos qué fue antes, si el anuncio del Sistema de Crédito Social Chino o el primer capítulo de la tercera temporada de la serie Black Mirror, pero ambos resultados se parecen sospechosamente. El Gobierno de Xi Jinping estremeció al mundo en 2016 con el anuncio de su objetivo de hacer un ranking de buenas prácticas sociales y lealtad política con el que pretende puntuar a todos sus ciudadanos y empresas a partir de la recogida y cruce de datos masivos de diversas fuentes, como valoraciones laborales, comentarios en las redes sociales, datos financieros o compras online. Las puntuaciones serán públicas y accesibles, y condenarán a los que tengan malas prácticas a listas negras, a partir de las cuales se les denegará el acceso a créditos, hoteles, restaurantes o a llevar a sus hijos a determinadas escuelas.

Pero esto no quedará aquí. Según un informe del Mercator Institute for China Studies, radicado en Alemania, el nuevo sistema pretende incluir en su clasificación a cualquier negocio o persona extranjeros que tengan relación con China, pudiendo obligar a instituciones e individuos a someterse a la puntuación de sistema para poder operar allí.

Todo un reto de control social mediado por la tecnología que el Gobierno chino pretende implementar para 2020. Por el momento son muchas las dificultades técnicas para procesar y actualizar semejante cantidad de datos, pero el proyecto goza de un gran respaldo social entre la población, amparado en la creciente desconfianza en las instituciones, que ve en él una herramienta para acabar con la corrupción y la explotación laboral, y parece ignorar lo que puede suponer someter a su persona al escrutinio gubernamental.

Nada que esconder, nada que temer

La discusión global sobre la privacidad en Internet se enmarca cada vez más en el contexto de la seguridad. El espionaje masivo se va abriendo camino en las legislaciones de muchos países, que hacen de ello una suerte de contrato social de nueva generación, a partir del cual deberíamos dejarles acceder a nuestra vida digital en virtud de nuestro bienestar. La vigilancia indiscriminada se dibuja como garante en la lucha contra la delincuencia, el terrorismo o la corrupción, y se institucionaliza el mantra “si no tienes nada que esconder, no tienes nada que temer”. Pero como dice el experto en seguridad en Internet y criptógrafo, Bruce Scheneier, “la discusión real trata sobre libertad versus control”.

En diciembre el Gobierno británico aprobaba el proyecto de ley de los Poderes de la Investigación o, como se denomina popularmente, la ‘Carta del Fisgón’. Una suerte de legalización de la vigilancia masiva, que obligará a los proveedores de Internet a almacenar nuestros historiales de navegación durante un año, y otorgará al Gobierno y a la policía el acceso a los datos para realizar perfiles de todos los usuarios, al margen de su relación con la legalidad, además de ratificar a los servicios de seguridad el derecho a hacer lo que ya venían haciendo en secreto, recopilar masivamente datos sobre nuestras comunicaciones. A esto se suma un plan con bajo perfil informativo que revelaba el medio británico The Register, con el que pretenden centralizar todos los registros de datos personales de las distintas áreas de gobierno en un buscador del Ministerio de Interior. Esto supone juntar bases de datos policiales, de tráfico, o registros de pasaportes, que se mantenían intencionalmente separadas como garantía democrática, y que ahora se aunarán “para mermar el crimen, abordar la seguridad en las fronteras y prevenir el terrorismo”.

Los teléfonos móviles son un medio de comunicación, pero también de control. Foto / Mario Rojas.

Según denuncia un reciente informe de Amnistía Internacional bajo el título “Peligrosamente desproporcionado, la expansión de la seguridad nacional en Europa”, son muchos los países que están cambiando su legislación para dar poderes a sus fuerzas de seguridad y policiales para inmiscuirse, sin trámites judiciales, en los datos generados por sus ciudadanos en Internet. Austria, Bélgica, Francia, Alemania, Hungría, Holanda y Polonia ya están en ello.

La excusa siempre es la misma, pero el Big Data no sirve para encontrar ovejas negras, sino para establecer grandes patrones de comportamiento. Las dos auditorías que encargó Obama al proceso de vigilancia masiva de la NSA (Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos) fueron tajantes, en 10 años no se consiguió ningún dato que contribuyera a detener un solo ataque terrorista. Entonces, ¿para qué nos espían? Como dice Edward Snowden, “la vigilancia no es una cuestión de seguridad, es una cuestión de poder”.

¿Ganó el Big Data las elecciones en EEUU?

Tras la victoria de Donald Trump, la pregunta está en el aire. Algunos señalan como “verdadero artífice” a Cambridge Analytics, una empresa británica que también gestionó la campaña a favor del Brexit y que se dedica a establecer el perfil psicológico de los electores a partir de técnicas de psicometría. Para ello utiliza un método desarrollado por el psicólogo Michal Kosinski para la Universidad de Cambridge, en torno al uso de la red social Facebook. El estudio revela cómo a partir de 68 Me gusta se puede predecir la raza de una persona con un 95% de probabilidad de acierto, la orientación sexual con un 88, y la afiliación política con un 85, además de las creencias religiosas, el uso de drogas o si uno es hijo de padres separados. El estudio también tiene en cuenta el número de amigos o las veces que cambias de foto de perfil o, ya fuera de la red social, cualquier smartphone revela lo rápido que una persona se mueve o lo lejos que viaja, entre otros muchos datos.

A partir de aquí, Cambridge Analytics compró y cruzó distintas bases de datos, de registros de propiedad, compras online, tarjetas de puntos o lectura de revistas, y creó millones de perfiles de norteamericanos, a los que envió los mensajes de Trump enfocados a sus especificidades personales. Por ejemplo, un mensaje pro-armas se puede enviar con una foto de un inmigrante entrando en una vivienda a personas con un perfil aprensivo, y con una imagen de un hombre yendo a cazar con su hijo a personas con un perfil más patriótico. Los algoritmos de la empresa crearon cientos de versiones de cada uno de los argumentos electorales de Donald Trump.

El debate sobre el papel real de estas técnicas de persuasión masiva está abierto, se empieza a hablar de nuestra “seguridad cognitiva”, a medida que las técnicas de predicción de comportamientos sumadas al desarrollo de la inteligencia artificial y el machine learning van mejorando, y nuevas tendencias de ingeniería social mediadas por la tecnología se presentan como potentes herramientas para condicionar no solo nuestros hábitos de consumo, sino también nuestras líneas de pensamiento.

Orientar nuestro voto en unas elecciones o no dejarnos entrar en un café son solo algunas de las aplicaciones prácticas que pueden resultar de amasar datos indiscriminadamente de toda la población y ponerlos a disposición de algoritmos para que nos cataloguen y evalúen. Da igual quién los tenga, el verdadero problema es que existan, y que no tenemos la capacidad para protegernos ante el interminable espectro de futuribles para los que puede ser usada una información tan sensible. Puede que en Europa no lo abordemos tan explícitamente como China con sus abiertos objetivos de puntuar a la población, no sería políticamente correcto, ni cuadraría en nuestra dialéctica “democrática”, pero la intención de vigilarnos, aun con fines inciertos, es manifiesta. Los Gobiernos cambian, los contextos políticos también, y las legislaciones en un mundo hipertecnificado no pueden seguir el ritmo frenético del desarrollo tecnológico.

La lucha está en desarrollar leyes fuertes que protejan nuestro derecho a la privacidad, y forzar a las compañías y Gobiernos ya no solo a proteger los datos, garantizando los derechos de acceso y cancelación, sino a ser transparentes en cuanto a su uso. Y no está de más, cada vez que nos descargamos alguna app gratuita, plantearnos si merece la pena abrir las puertas de nuestra casa a un desconocido para que nos digan el número de pasos que andamos cada día, aunque no tengamos nada que esconder.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 49, MARZO DE 2017

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