
La escritora Carry van Bruggen.
Natalia Fernández Díaz-Cabal / Lingüista y traductora. Hay épocas duras y hay vidas durísimas. Y en lo pedregoso de la dureza emerge, a veces, como de unas cenizas ruinosas, el fulgor inconfundible de lo excepcional. Tal es el caso de Carry van Bruggen que, para empezar, no se llamaba así, sino Caroline Lea de Haan. Un prodigio literario en un mundo que dejaba entrever un cúmulo preocupante, y creciente, de miserias.
Vio la luz en Smilde, y pasó su infancia en Zaandam, uno de esos pintorescos pueblitos holandeses que la globalización ha puesto al servicio de las hordas de turistas interesados en conocer una disección de la vida en las aldeas de los Países Bajos antes de que entrara, a empellones, la modernidad. Era un primero de enero de 1881. El 31 de diciembre de ese mismo año -el destino prefiere los dados a las cartas marcadas- nacería su hermano Jacob Israel, notable autor que, sin embargo, navegaría en aguas muy distintas. Volveremos a ello.
El entorno inmediato: una familia judía (su padre era rabino), una miseria difícilmente superable y una falta de educación que la obligó a ejercer la literatura desde el digno palco de la autodidacta.
Se casó muy joven, quizá para escapar a una vida que la obligaba a ser lo que no era: un animal humillado. De su marido, Kees van Bruggen, toma el apellido. Y con él parte a Indonesia, entonces colonia neerlandesa. Corría el año 1904. Hasta 1907 vive la pareja en Sumatra, donde Carry colabora con diversos periódicos, y, al regreso a Holanda, se establecen en la noble ciudad de Laren, en el centro geográfico del país. Llegada a ese punto, había empezado a codearse con el vértigo de la página en blanco y ya había regalado al público un par de obras que, sin embargo, pasan sin pena ni gloria, y que, por lo general, tampoco se citan en su bibliografía. En parte es normal: su carrera como escritora empieza en 1910, cuando publica De verlatene (“La abandonada”), que alude a su infancia de niña judía, creyente, abrumada por el peso de la tradición, en la Holanda rural y periférica. En 1913 aparece Heleen, una obra autobiográfica que no dejó indiferente al público, y de la que ella explicaba que “con esa obra se hizo a sí misma”, como tampoco lo hizo Een coquette vrouw (“Una mujer coqueta”), en la que cuenta las experiencias de su matrimonio, que a esas alturas se hundía en un naufragio irreversible. Se divorcia, efectivamente, en 1916, y contrajo segundas nupcias en 1920, con el historiador Adriaan Pit. Casi siempre se ocultó tras el pseudónimo de Justine Abbing.
Durante la Gran Guerra y, en buena medida gracias a su amistad con el ensayista y crítico Frans Coenen, empezó a interesarse por el lenguaje y la filosofía. En realidad, supo suplir muy bien la carencia de formación formal con una inteligencia fuera de lo común y una tozudez -si podemos tomarnos la libertad de llamar así a una agudeza recalcitrante- a prueba de todo. Incluso a prueba de la enfermedad, como se constataría años más tarde.
El problema de elegir
Sus libros tienen la virtud -o la incomodidad- de poner el dedo en la llaga -o, por mejor decir, en llagas de diversa tipología y diagnóstico-. En 1919 aparece su libro Prometeo, una brillante reflexión sobre el valor del individualismo en los artistas y en los intelectuales. En 1921 publicará una de las obras a las que nuestra postmodernidad se ha rendido con adjetivaciones de la gama alta positiva. Se trata de Het huisje aan de slot (“La casita de la acequia”). A finales de la década de los veinte surge Eva, que, como Heleen o La mujer coqueta, vuelve al tema de la dependencia femenina. Sobre todo el problema de elegir -y con ello se adelanta unos años al feminismo oficial, quizá oficioso (a Carry van Bruggen la desempolvan las militantes de la libertad femenina bastantes lustros después de su muerte)-, al plantear la imposibilidad de compatibilizar el amor a un hombre con la humillación de las renuncias.
Eva es un éxito fulminante. Y los medios de comunicación reproducen, con regodeo, la definición que hacía su autora del personaje: “Eva es la mujer que ante todo es un ser humano y es el ser humano que ante todo es una mujer”. Pero el librito también es una conmoción, puesto que los aspectos más explorados en el libro son los que atañen a la sexualidad y a la sensualidad femeninas. Entre las amas de casa había causado furor aquello de que “no es el amor el que hace bueno al deseo sexual, sino el deseo sexual el que hace bueno al amor”. Por cierto que ciertas reflexiones que aparecen en el libro ponen en el ojo del huracán la intimidad sexual -ambigua al decir de muchos, bisexual en observación rotunda y sin ambages de otros tantos- de la propia autora.
De todas formas, una de sus obras más sugerentes es Fetichismo cotidiano, que se publica en 1925, pero que ella empieza a escribir a comienzos de la Primera Guerra Mundial, donde se muestra beligerante con toda forma de nacionalismo y da al traste con la arraigada, y a veces perversa, idea romántica de que las lenguas conforman el espíritu de una nación. Frente al “Volksgeist”, al que fueron incondicionales afectos Fichte o Herder, van Bruggen apunta a un cosmopolitismo ilustrado sin complejos: las naciones son lo que son no en virtud de caprichos de la naturaleza, sino como resultado de muchos azares y violencias históricas. Y las lenguas no son utensilios de tales naciones, sino simples códigos basados en convenciones. No fue una lucha fácil la suya: el alma romántica había conseguido aglutinar raza, lengua y cultura, con los efectos que todos conocemos de la exaltación de los arios en contraste con los no elegidos y los inferiores. En ese contexto complejo, su hermano Jacob Israel, homosexual confeso, se había hecho sionista, y había fallecido poco antes en Jerusalén. Según las discretas crónicas literarias del momento, de resultas de su lucha en favor del sionismo. Según fuentes menos discretas, pero sin duda mejor informadas, a causa de una reyerta o venganza entre hombres celosos, apasionados y fuera del armario.
Si la suerte de Carry van Bruggen fue esquiva en el amor, tampoco se portó mejor con ella en cuestiones de salud. Padecía unas depresiones crónicas y atroces que la mantuvieron encerrada en varias instituciones psiquiátricas prácticamente los últimos cinco años de su vida. Al final, quien sostenía que las mujeres no podían elegir eligió el horizonte definitivo de su destino, y opta por una sobredosis, que acabó resultando letal.
Falleció en su casa de la ciudad de Laren, una otoñal tarde de noviembre de 1932. Los periódicos fueron tan escuetos con la noticia, como aduladores cuando, en 1927, aparecía el libro Eva anunciado a bombo y platillo y aclamando una nueva feminidad.
Que yo sepa, su obra no conoce versión castellana alguna.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 30, ENERO DE 2014
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