Afondando
Caudillo por la Gracia de Dios

El mural ‘Alegoría de Franco y la Cruzada’, de Arturo Reque Meruvia, representa como ningún otro la institución del caudillaje franquista.
Luis Aurelio González Prieto / Historiador y profesor de Enseñanzas Medias.
En la España del primer franquismo, como en el resto de países de la órbita fascista-totalitaria, los teóricos políticos alineados con el régimen generarán toda una teoría justificativa del régimen del liderazgo, que en nuestro país se denominará Caudillaje. La literatura política franquista ensalzará las virtudes carismáticas de Franco y justificará la institución del caudillaje como la más recomendable para la España de aquel momento.
El caudillaje español tomará como modelo las teorías del liderazgo fascista europeo, mas no se le puede ver solamente como un simple remedo de las tesis nacionalsocialistas del Führerprinzip a la situación de España, si bien es obvio que las obras de Carl Schmitt, Poetzsha-Hefter, Huber o Kollreuter van a tener una importancia fundamental como soporte doctrinal.
La teoría del caudillaje franquista, a diferencia de sus homólogas fascistas europeas, en las que el líder sirve al despliegue de los elementos ideológicos que están preconfigurados en el ideario del partido, se proyecta como una nueva ideología de todos los grupos políticos que se vieron implicados en el golpe de Estado. Este nuevo elemento ideológico, al conseguir sintetizar multitud de los elementos ideológicos de las diversas tendencias del pensamiento tradicional reaccionario español, se convierte en una especie de supraideología o ideología de la victoria y de la verdad que respetarán todos los que se consideraron vencedores en la guerra.
La teoría política franquista, a la vez que intenta encuadrar el caudillaje español en la misma categoría política que los regímenes de liderazgo europeos, como el Duce (fascistas) y el Führer (nazi), lo singulariza con dos características propias: el origen militar y la legitimación teocrática-carismática.
El origen militar de la institución
Los líderes, en los fascismos europeos, habían surgido como figuras políticas que encabezaban un partido o movimiento político muy definido y con un cuerpo ideológico que ellos mismos habían ayudado a elaborar. Como jefes de estos partidos políticos toman el poder político, unos mediante elecciones, como ocurrió con Hitler en Alemania, y otros mediante actos insurreccionales, como fue el caso de Mussolini con la marcha sobre Roma de 1922, constituyéndose en líderes políticos indiscutibles de toda la nación, para pasar más tarde a convertirse en jefes militares que empujan a sus naciones a guerras expansionistas.
En España el procedimiento va a ser el inverso: será un alto cargo militar quien, por medio de un pronunciamiento y una guerra civil, se convierte en incuestionable líder político de la nación al desempeñar la más alta magistratura del Estado. No es de extrañar, por ello, que toda la doctrina franquista se consagre a resaltar el origen bélico-militar de la institución.
Así, los teóricos de los diferentes grupos ideológicos que apoyaron el levantamiento militar estarán de acuerdo en el origen militar del Caudillaje. En este sentido, el tradicionalista Elías de Tejada encuentra el origen de la institución en la propia necesidad bélica, debido a que el «Caudillo es esencialmente un jefe militar, pues no hay hecho histórico más parecido a la figura del caudillo que el del jefe militar», precisando que el caudillo es ante todo y sobre todo «Capitán de guerra». En similares términos se manifiesta el falangista Francisco Javier Conde: «Acaudillar es guiar a la gente a la guerra». Por lo que la acción de acaudillar solo puede llevarse a efecto por aquel que dirige militarmente.
La doctrina franquista no tendrá ningún rubor en reconocer que es la propia «fuerza obradora» de la «Guerra Civil» la que hace que surja como todo un símbolo el caudillaje, que se concreta en un hombre imbuido de una serie de virtudes providenciales que le convierten en el perfecto dirigente militar, capaz de desplegar toda la autoridad precisa para guiar al pueblo en el desarrollo de la contienda convertida en Cruzada y en la conquista de la paz.
Es más, el profesor de Filosofía del Derecho Corts Grau llegará decir del caudillaje, que se trata de un poder político surgido de las mismas entrañas y voluntad del pueblo, refrendado por las singulares elecciones que supuso la Guerra Civil española, legitimado no con un número mayor o menor de sufragios conseguidos, sino con la propia sangre de los caídos que dieron su vida en aras de la patria. Por lo tanto, será la conversión de la guerra en Cruzada la que otorga una legitimación carismático-teocrática.

Franco inaugura bajo palio el Valle de los Caídos, el 1 de abril de 1959.
La Guerra Civil como Cruzada
La Iglesia española tomará rápidamente partido por el bando que encabeza el general Franco. Con ello los golpistas se encontrarán con un excepcional aliado que les proporcionará una excelente cobertura ideológica que, aparte de legitimar la propia guerra y el subsiguiente régimen instaurado, conseguía cohesionar a todas las familias ideológicas implicadas en el golpe de Estado.
Según el propio Ricardo de la Cierva, fueron los obispos y no el propio Franco «quienes utilizaron por vez primera, en agosto y en octubre de 1936, la palabra Cruzada». Los primeros jerarcas católicos que calificaron el levantamiento militar de Cruzada, serán los obispos Olaechea y Mújica, de Pamplona y Vitoria, en su pastoral conjunta del 23 de agosto de 1936. Seguidamente el prelado de Salamanca, Pla y Daniel, en su célebre pastoral “Dos Ciudades”, inspirada en la famosa metáfora agustiniana, establecía un paralelismo entre la ciudad terrena, que concretaba en la zona republicana, donde la anarquía, el odio y el comunismo campeaban por sus fueros, y la ciudad de Dios o la ciudad celestial, la Jerusalén Celeste, que Pla y Daniel identificaba con la zona franquista, donde reinaba el amor, el heroísmo y el martirio.
Sin duda alguna, será la carta colectiva de los obispos españoles en apoyo del régimen emergente, el 1 de julio de 1937, el documento más importante vertido por la jerarquía eclesiástica española en defensa de la guerra como Cruzada. Así señalaba que la guerra en España no es propiamente una lucha entre dos porciones de la sociedad, sino la lucha entre el bien y el mal, manifestando de una forma abierta que «la guerra [siendo] uno de los azotes más tremendos de la humanidad es a veces el remedio heroico, único, para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reinado de la paz. Por eso la Iglesia, aun siendo hija del príncipe de la paz, bendice los emblemas de la guerra, ha fundado las órdenes militares y ha organizado Cruzadas contra los enemigos de la fe».
Incluso el propio Papa Pío XI, en su carta al General Franco de 22 de diciembre de 1936, reconocía el carácter religioso de la guerra al estimar que el Caudillo y cuantos con él colaboraban pretendían «la defensa de Dios». A su vez, el Papa Pío XII, en su mensaje radiado del 16 de abril de 1939, poco después del final de la guerra, proclamaba al pueblo español como auténtico defensor de la «Fe y de la civilización cristiana».
La legitimidad carismático-teocrática del Caudillaje
Como señala L. P. Lipset, la característica fundamental con la que cuentan los regímenes de liderazgo fascista es la necesidad de una legitimación carismática frente a la democrática-racional o la monárquico-tradicional. Como ya hemos desarrollado en nuestro artículo “Dictaduras carismáticas” (ATLÁNTICA XXII nº 7), el elemento carismático en el ámbito de la legitimación política fue introducido por Max Weber, quien, partiendo de su significado en la tradición teológica cristiana, lo desnaturaliza hasta encasillarlo como una de las tres formas sociológicas posibles de legitimación, junto a la racional y la tradicional.
Max Weber tomará la concepción de la personalidad carismática ampliándola hasta alterar su primitivo contenido religioso. Entiende que la dominación carismática implica la sumisión de los hombres a la persona de un líder porque se le cree llamado a realizar una misión extraordinaria. Su fundamento será emocional y no racional, puesto que toda la fuerza de su actividad descansa en la confianza, con frecuencia en la fe ciega y fanática. De este modo consigue la laicización completa del concepto carisma al extender la cualidad carismática a personalidades distintas de las religiosas, como son las políticas y las militares.
Como expone Manuel García Pelayo, la legitimación carismática weberiana otorga un poder inmenso a unos hombres que «no lo ejercen en calidad de portadores o titulares de una magistratura, sino en cuanto poseedores reales o aparentes de unas cualidades concretas, de un caris, solo que en este caso no significa el descenso del espíritu divino, sino una cualidad inmanente a su poseedor». En una palabra, el líder carismático weberiano se asemeja al hombre de cualidades superiores del superhombre de Nietzsche o del héroe de Carlyle.
La legitimación carismática plena se consigue cuando todo un pueblo se entrega fervientemente a la obediencia ciega de un líder, el cual es estimado como la viva encarnación deificada del espíritu de la nación, cuya concreción más lograda la conseguirá el régimen nazi con la absoluta devoción del pueblo alemán por Hitler, como si de un dios pagano se tratase, una especie de mezcla de los personajes wagnerianos del dios Wotan y el héroe Sigfried.

La conversión de la guerra en Cruzada otorga al franquismo una legitimación carismático-teocrática.
La construcción de la legitimación carismática del caudillaje franquista, sin prescindir del vínculo paroxístico entre el Caudillo y su pueblo, propio de los liderazgos fascistas, se inclinará decididamente por la legitimación carismática-teocrática, que surge de la hipótesis de entender la Guerra Civil como Cruzada y a Franco como la persona que la Divina Providencia dota de las virtudes esenciales para vencer a los enemigos. En España el carisma no abandonará su primitiva esencia teológica, por lo que se le entiende como un don que concede la Divina Providencia a un hombre, Franco.
El peculiar carisma español, según el catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza Luis Del Valle, contará con el componente de la gracia divina, es decir, que las cualidades excepcionales que se le atribuyen al propio Caudillo le son imbuidas por la providencialidad que le otorga Dios, frente a las exclusivas cualidades de los otros líderes fascistas que son consustanciales a sus propias personas.
El profesor de Filosofía del Derecho Luis Legaz Lacambra entiende que el propio carisma otorga al caudillaje español una verdadera función vicarial, a la misma altura que el Papa, al ser considerado el Caudillo como el representante de la voluntad de «Dios en la Tierra».
Objetivación e institucionalización del Caudillaje
La actitud complaciente del Vaticano hacia el régimen hizo concebir a las personas más allegadas a Franco pretensiones de que el Caudillo fuera investido como tal por el mismísimo Papa. Mas, si las negociaciones con el Vaticano fracasaron, los jerarcas católicos españoles se brindarán a la celebración de una especie de investidura política-militar, al estilo de las que se realizaban en la época medieval para la coronación de los reyes, consiguiendo mediante esta fórmula una efectiva conexión de la institución con la tradición. Esto es lo que Conde denomina objetivación del caudillaje, o tránsito hacia la institucionalización del mando carismático.
Mediante la transformación de una persona física en institución permanente, la cualidad personal se convierte en cualidad objetiva, ya no es propia de un hombre sino de una entidad institucional y entrará dentro de la tradición con la consagración del Caudillo. Dicha investidura se llevará a cabo con toda una escenografía preparada para el acto, en la Iglesia de Santa Bárbara de Madrid el 20 de mayo de 1939, donde se encontraban todos los símbolos más importantes del pasado guerrero de España, desde las cadenas de las Navas de Tolosa a la espada del Cid, pasando por el Cristo de Lepanto, ante el cual el propio Franco recitará la siguiente oración: «Señor: Acepta complacido la ofrenda de este pueblo que conmigo y por tu nombre ha vencido con heroísmo a los enemigos de la verdad, que están ciegos. Señor Dios en cuyas manos está el derecho y todo el poder, préstame tu asistencia para conducir a este pueblo a la plena libertad del Imperio para la gloria tuya y de la Iglesia».
Palabras a las que el cardenal Gomá, primado de España, bendiciéndolo, le respondió: «El Señor está siempre contigo y Él, de quien procede todo el derecho y todo el poder y bajo cuyo imperio están todas las cosas, te bendiga y con admiración providencial siga protegiéndote, así como al pueblo cuyo régimen te ha sido encomendado». En dicha magna ceremonia se recogen las principales características de la legitimación religiosa caudillística, como son la consideración de pueblo elegido, la guerra santa, la procedencia divina del poder, así como el providencialismo divino en la elección del Caudillo.
De todos los elementos legitimadores con los que se estructuró la teoría del caudillaje franquista, el religioso será el más útil, pues le servirá de punto diferenciador frente a los demás sistemas de liderazgo fascistas, convirtiéndose la Iglesia –como comenta Max Gallo– en la principal línea de defensa del régimen. Será la base sobre la cual se legitimará el régimen franquista en plena época de aislamiento internacional, momento en el que verdaderamente la legitimación carismático-divina del caudillaje franquista toma pleno vigor. Así, en 1946 la numismática española ensalzará la legitimación carismático-teocrática con la famosa frase: “Caudillo por la gracia de Dios”.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 47, NOVIEMBRE DE 2016

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