Cultures
Ceferino Montañés: “Si no fuera asturiano sería portugués, con todas las consecuencias”

Ceferino Montañés. Foto / Iván Martínez.
Ceferino Montañés (La Magdalena, Siero, 1958) es licenciado en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona. Colaboró en diferentes medios asturianos, antes de incorporarse en 1988 a Radio Nacional de España. Desde 1994 es redactor de TVE en el Centro Territorial de RTVE en Asturias. Amante y deudor de un periodismo de grandes estetas (Francisco Umbral, Manuel Vicent, Juan José Millás, José Luis Alvite), su pasión por la poesía (y por lo que él llama “literatura de brevedades”) no es menor. Cuatro libros publicados hasta la fecha, el último recién aparecido. De todo ello hablamos en uno de los feudos de la sidra capitalina en la región, el Ovetense, a orilla misma de la Catedral.
Diego Medrano / Escritor.
Podría hacer un recuento temático, sentimental, de sus libros de poesía hasta el momento.
En Astillas de la memoria hago una autopsia de la infancia, es un poema nostálgico donde lo rural adquiere otra pátina. El protagonista de Como peces que nacen con el agua, debidamente camuflado, es el amor que siento por mi pareja, Patricia; debidamente oculto, pero amor más poderoso que la vida. Puente hacia la nada es un poemario nihilista, nocturno, cruel, escéptico, muy duro conmigo mismo. En mayo acaba de salir Cuando las palabras temen el latido de la lluvia, se trata de prosas poéticas. Este último son dos libros unidos en uno: hay toda una veta existencial, de reflexión sobre ciertas vanas creencias…
Su poética es de verbo desnudo…
No me interesa el escrito o la poesía ornamental. Admiro el barroquismo, el juego del lenguaje, pero considero que la poesía debe ser comunicación, sentimiento, un puñetazo o una puñalada. No puede caer en ejercicios de estilo: el poema tiene que cogerte por la solapa. Me gusta el lenguaje directo bien cuidado en una amplia línea: desde Andrade a Gamoneda, desde Valente a Mateo Corredor, un último hallazgo. La poesía sencilla pero no simple, ahí está todo.
¿Cuáles fueron sus pasiones de joven e imberbe lector?
Me entusiasmó en mi adolescencia José Agustín Goytisolo: todo el juego que hace con la poesía, poemas como cuentos, en un lenguaje aparentemente cotidiano. De ahí pasé a la Generación del 50: tarde lo mío en darme cuenta que el mejor de todos ellos era Claudio Rodríguez. Goytisolo va perdiendo, por facilón, pero no así Claudio. Me apasionaron los sólidos suicidas catalanes: Ferrater, Costafreda. Ángel González es irregular pero me parece interesante, quitando los poemas como chistes, todo eso de quitarse los ojos y dejarlos en el plato… esas gracietas descafeínan el conjunto. Fui un lector del 50, menos del 27, y me gusta la poesía densa, alta, como el zumo sin pulpa: la línea de Joan Margarit, por ejemplo.
Usted vivió la Transición. Ahí todos los poetas hacían de políticos y viceversa…
Poesía y política son incompatibles. La literatura no puede estar sometida a ningún credo salvo a la propia moral de quien la escribe. Y no me olvido que Nanas de la cebolla de Miguel Hernández puede ser el mayor poema político o social de la historia. Yo defiendo una poesía de la memoria: el poema pegado a la realidad que, a su vez, tiene una carga que viene de antiguo. Escribir siempre es autobiográfico, pero el ejercicio de estilo no puede empañar un auténtico ejercicio de autenticidad. El estilo no es más que la aplicación del lenguaje a la vida: el juego de artificio, de existir, debe estar cercano al sentimiento y pegado a la calle. Yo no soy de los que buscan y rebuscan sinónimos con un diccionario al lado nada más sentarse a escribir…
¿La calle es la vida?
Por supuesto. No hay otro arte que el que no trate la vida. Incluso Borges, aunque se apega a la erudición y tantas veces no me dice nada. Ni bebía, ni follaba, ni comía, ni nada. Un poeta no puede resaltar en exclusiva en el dominio del lenguaje, tiene que haber algo más detrás. La erudición, si nos ponemos en el extremo, no es sinónimo de inteligencia ni de cultura. Ahí tienes a Onetti, que no es ningún analfabeto y es justo el envés de Borges. El erudito no tiene nada que ver con el sabio. Los ingleses decían que cualquier necio puede escribir en lenguaje erudito, que la auténtica prueba está en el lenguaje corriente. Plutarco asegura que un día del hombre erudito es más largo que un siglo del ignorante.
¿El poema es canción?
No. La poesía social, si acaso, son canciones: sonar bien es lo prioritario en ella. Pero queda en eso. La poesía no sirve para cambiar el mundo pero puede cambiar al individuo. Te aísla, te mejora, te hace otro: cualquiera que haya tenido una intensa vida lectora lo sabe. La nostalgia te anquilosa, te deja varado, reivindica aquello que no tienes. Yo creo en un “tiempo sin relojes”, como digo en algún poema, y en un tipo de memoria purgante, no traicionera, que te coja por el cuello desde el ahora mismo, desde este minuto y no el siguiente.
Alguna vez le he oído hablar de una poesía del color.
Por ejemplo la de Andrade: una poesía de la luz y de la cal. Todas las artes plásticas dan luminosidad, hondura. La escultura, si te fijas, es profunda debido a las sombras: la poesía puede ser igual. Esas zonas oscuras resaltan y perfeccionan las verdaderas, que todos tenemos. Si no fuera asturiano sería portugués, con todas las consecuencias. Un último hallazgo de la poesía de la luminosidad: José Luis Peixoto, muy bueno. Toda la poesía portuguesa me llena e ilumina: Pessoa, Jorge de Sena, Andrade…

Ceferino Montañés es periodista en TVE-Asturias y poeta. Foto / Iván Martínez.
Sin pose alguna
¿Y su pasión por los estetas del periodismo: Alvite, Umbral?
Me gusta esa línea donde la ternura surge tras el hachazo. Me gusta el poeta que se la juega, coño, y no el que siempre hace el mismo libro o artículo. La grandeza de lo literario está en decir lo mismo pero siempre de otra manera. Cuando escribo tengo la necesidad de coger la misma onda, de representar el conjunto por medio de una unidad temática, para mí crucial. Y no bajarme de ahí. Unir poema y época: por eso creo en la reescritura, a la manera de Gamoneda, donde el poema, en el momento de publicación, siempre cambia, porque tú ya eres otro y otro tu pasado. Los temas son siempre los mismos, el estilo es quien tiene que dar vueltas…
Le he oído echar pestes contra los analfabetos emocionales.
Esos son los peores. La poesía no puede ser descarga, no me gusta la banalidad: el poema vulgar sobre la borrachera del día anterior. Yo no escribo cuando estoy triste ni eufórico. No se debe escribir por desahogo. Se escribe solo por una razón: porque tienes fisuras, grietas por las que se escapa aquel que tú eres. Se escribe por anomalía vital: por no encajar del todo en el mundo y confesarlo. Se escribe para que te quieran, como quería García Márquez, pero también para ordenar tu presente, como decía Umbral. Lo explícito en poesía no tiene valor. Lleva a una poesía intencionada y bochornosa. Del mismo modo, el sermón es siempre irrespetuoso.
Defiende una poesía de la soledad y del silencio.
A la manera de Valente, claro que sí. La soledad, bien elegida o impuesta, es siempre un valor en arte. No se puede crear ni comprender sin soledad. Hay gente que no está sola sino que “es” sola. Siempre estamos solos. Cuando escribes solo quieres una cosa: que te lean. Esa soledad creativa es la auténtica droga: cuando te propones no escribir, y acabas tirando de una servilleta en cualquier chigre, ahí ya estás colgado, más vivo que nunca. Es lo contrario a la indiferencia y a lo impersonal. Esa escritura te hace válido y lúcido, al mismo tiempo. Lo profundo es siempre lo auténtico: puedes enmascararlo pero tiene que delatarte. Solo creo en una poética: la de tener algo que contar, sea bueno o malo, sin pose alguna.
Usted defiende lo contrario de Gimferrer, que la facilidad no tiene por qué ser un error.
Lobo Antunes dice que al escribir sufre como un perro, pues muy bien. Para mí todo eso no tiene ningún mérito: no creo demasiado en una literatura del vértigo, del abismo, de la trascendencia. No creo en una literatura de intimidades deshonestas o hipócritas. No creo en darse ninguna importancia en arte. El poema debe hablar de ti y debe estar habitado por ti: todo eso es cálido, jamás un erial. La búsqueda del poema redondo es una metodología más del artificio: un poema puede estar incompleto e incluso la insatisfacción del mismo es un gran recurso, el puro artificio solo busca elaboración.
Rechaza una poesía del dolor o del mal.
Tampoco creo ni me gusta el malditismo barato. Cuéntame tu dolor, si te pones, pero hazlo con más belleza. Tu brillo no puede ser únicamente tener oficio: eso, a la larga, es una reiteración más. Se pierde espontaneidad, frescura. La memoria no solo es sedimento y perspectiva, también experiencia. Creo en las formas descarnadas pero no en las facilonas. Lo inmediato es siempre un error porque está contaminado por falta de poso. La escritura debe subir a la superficie desde abajo, revelarse y rebelarse. El poeta puede ser un mentiroso, pero que lo sientas de veras, aunque sea de mentira. El triángulo de la poesía solo tiene tres vértices: lenguaje (cuidado, directo), emoción (elaboración emocional de lo que te ha ocurrido) y ritmo (musicalidad).
Ceferino Montañés pide otro culete, la sidra es su segunda vida. Le conocen todos los camareros del Oviedo Antiguo y él, mientras enciende un puro, les recita versos antiguos de Leopoldo María Panero: “Soy una vieja que llora en el bar del Silencio”. Montañés habla de esa tensión de lo emotivo e inmediato: sus libros, todos editados por Agorastur, son el mejor antidepresivo contra un tiempo de indefiniciones e indiferencias. El interior puede salvarnos, parece ser el mensaje, y quizá lo sea. Escribir y mentir, con tales mimbres, resulta imposible. Lo suyo es confesional, y por ello heroico y ejemplar: no está aquí para hacer de otro, sabe lo que ello cansa, lo estéril del asunto. Para mentir puede que esté la vida, nunca la poesía.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 45, JULIO DE 2016

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