
José Ángel Fernández Villa con otros dirigentes socialistas y ugetistas en la fiesta minera de Rodiezmo. Foto / Pablo Lorenzana.
Xuan Cándano / Director de ATLÁNTICA XXII.
Tras el golpe de Estado de Tejero en 1981, en el que la participación de Juan Carlos I borboneando, o sea alentando a los golpistas, también está perfectamente documentada en los libros de Gregorio Morán, el PSOE llegó al Gobierno al año siguiente. La mayoría absoluta de los socialistas, con 202 diputados, supuso una oportunidad histórica para abordar los grandes retos pendientes en la sociedad española desde el fracaso del experimento republicano de los años 30. Y el principal de todos ellos era la moralización de la sociedad: que el país funcionara, enterrando nuestra ancestral tendencia a la chapuza y a la improvisación, que el Gobierno iniciase reformas inaplazables, pero sobre todo que dirigiese al país con honradez y decencia, eternas asignaturas pendientes en una historia marcada por caudillos y miedos, que tanto contrastan con el ejemplo cívico del presidente republicano Azaña, cuya tumba olvidada y solitaria en el cementerio francés de Montauban simboliza las carencias democráticas de la España contemporánea.
Pero, pese al apoyo popular y a aquella amplísima mayoría que frenaba cualquier oposición política al cambio, lo que supusieron los Gobiernos del PSOE no fue precisamente la moralización del país, sino lo contrario.
El PSOE era un partido más que renovado reciente, porque nada tenía que ver con el histórico, desaparecido prácticamente en la Guerra Civil y desangrado en luchas intestinas en el exilio. Algo que contrastaba con el PCE, el gran partido de la oposición antifranquista, con cierta presencia en la sociedad española, incluso en el movimiento obrero. Sin embargo el PSOE desplazó a los comunistas en la izquierda española por el virus anticomunista que había propagado el franquismo, pero también porque se supo renovar, desplazar a los dirigentes supervivientes de la Guerra Civil y rejuvenecer sus cuadros, ofreciendo nuevas caras que conectaron más con la ciudadanía de los primeros años de la Transición. Por el contrario, la apuesta del PCE por la gerontocracia de Santiago Carrillo, Pasionaria y otros dirigentes históricos contribuyó en buena medida a su fracaso en las elecciones de 1977, donde los republicanos y los partidos a su izquierda estaban aún prohibidos, aunque compitieron con siglas camufladas, lo que indica por una parte las limitaciones democráticas y electorales que aún pervivían, y por otra el hambre de democracia de la población, porque nadie denunció aquel atropello y los afectados fueron los primeros que miraron para otro lado con tal de aparecer en una papeleta electoral.
Como hoy, entonces se hablaba de sorpasso, porque se creía que la izquierda española se parecería a la hora de enfrentarse a las urnas a la italiana, y que socialistas y comunistas tendrían una representación similar aquí en España. No fue así y tras la decepción por los resultados, con UCD como ganadora, el PSOE como el primer partido de la oposición y el PCE en una posición testimonial, se inició el camino del desierto de muchos comunistas hacia el Partido Socialista.
El PSOE, que apenas tenía cuadros ni presencia social, recibió sin problemas a todo el que picaba a la puerta, un fenómeno que se convirtió en un verdadero aluvión tras la victoria electoral de 1982.
Sin duda esta aparente generosidad con todo el que pedía el ingreso, eliminando buena parte de los avales que regían anteriormente para la admisión de nuevos militantes, convirtió al histórico partido de Pablo Iglesias I en los primeros años de la Transición en un auténtico nido de oportunistas, que en muchos casos arrinconaron a veteranos militantes o dirigentes intachables, como ocurrió en Asturias con el confidente de la Brigada Político-Social José Ángel Fernández Villa, cuya carrera política fue en sentido contrario a la de personas tan respetables como el abogado Emilio Barbón, que ya entonces alertó sobre el pasado y las intenciones de quien se convertiría con el tiempo en dueño y señor de la FSA y de Asturias entera.
A la dirección del PSOE accedieron personas que alardeaban de largocaballeristas, como el propio Fernández Villa, y que luego pasaron a tener posiciones políticas centristas, pero en el núcleo duro estaban dirigentes de posiciones abiertamente moderadas. Entonces se les tenía por socialdemócratas. Hoy se les llamaría neoliberales. El primero de ellos, el secretario general Felipe González, aupado al cargo tras lograr la renuncia del partido al marxismo. Con él estaban otros dirigentes extremadamente moderados, como Miguel Boyer o Carlos Solchaga, que serían ministros de Economía.
Fue el llamado socialismo de la gente guapa, por no usar el anglicismo que hizo fama. Guapos serían, no entro en esas disquisiciones, pero de socialistas tenían tanto como su amado rey Juan Carlos de radical de izquierdas. Ellos fueron los que acuñaron frases tan elocuentes como “gato blanco o gato negro, lo importante es que cace ratones” o aquella otra que aludía a que era preferible morir asesinado en el metro de Nueva York que en el llamado socialismo real, que de real totalitarismo tenía mucho, pero de socialismo tanto como de coreanos del Norte tenemos los que hoy ocupamos este local.
Desde el primer momento los Gobiernos de Felipe González se convirtieron en fieles aliados de los grandes poderes, que entonces se llamaban poderes fácticos, aunque no sería descabellado, pero sí un tanto grosero, denominarlos poderes fálicos, teniendo en cuenta que su penetración en la sociedad española no era precisamente consentida, empezando por el Ejército y las finanzas.
Superado el inicial recelo, los grandes poderes económicos se sintieron protegidos y arropados por el PSOE desde el minuto cero, como gusta de decir ahora el exsecretario general de UGT, Nicolás Redondo, aunque solo en la intimidad.
Aliados del capital y de las grandes potencias, desde Estados Unidos a la OTAN, los socialistas disfrutaron de una verdadera borrachera de poder producto de sus repetidas mayorías absolutas.
Con estas recetas, estas complicidades y estas estrategias, no es de extrañar lo que ocurrió. El PSOE y sus Gobiernos asfixiaron a la sociedad civil, secuestraron al Estado, convertido en un cortijo para sus intereses, asesinaron a Montesquieu suspendiendo la separación de poderes, de lo que llegó a alardear Alfonso Guerra, y acabaron infectados por la corrupción.
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