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Corrupción política (IV): El revisionismo del felipismo

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Corrupción política (IV): El revisionismo del felipismo

Felipe González. Foto / Alex Piña.

Felipe González. Foto / Alex Piña.

Xuan Cándano / Director de ATLÁNTICA XXII.

Aquello ya empezó con sus primeras cotas de poder, que era el municipal, cuando en 1979 Alonso Puerta denunció mordidas en el servicio de basura del alcalde madrileño Tierno Galván. El viejo profesor no cortó por lo sano y el que acabó trasquilado fue el asturiano, fundador después del PASOC. Puerta recordaría más tarde con sorna asturiana que Tierno le decía en su despacho, cuando le informó de que aquello olía mal, nunca mejor dicho:

–Sosiéguese, Alonso.

Y el sueño socialista acabó en una inmensa charca de corrupción que afectó a los últimos Gobiernos de Felipe González y provocó la victoria del PP de Aznar en 1996. A tal grado llegó aquella enorme corrupción, que el PSOE negaba y justificaba como una operación de la derecha y del llamado “sindicato del crimen” formado por periodistas y medios críticos, que con Felipe González llegó a haber latrocinio y robo de dinero público en los tres grandes iconos del Estado a la vez: la Guardia Civil, con el folletinesco Roldán huyendo con el dinero de las viudas del Cuerpo y luciéndose en calzoncillos landistas en Interviú, el Banco de España, donde casi podríamos decir que su director Mariano Rubio fue pillado con las manos en la masa del dinero que emitía,  y el Boletín Oficial del Estado, donde algo parecido ocurrió con la directora Carmen Salanueva. Por no hablar de otros sonoros escándalos en obras públicas o en la propia financiación del PSOE.

No se puede negar que el felipismo contribuyó en algunas facetas a la modernización de la sociedad española, como en las políticas en relación a la mujer, pero también es cierto que esa evolución inevitable ya venía del tardofranquismo, que tenía su política social, y se aceleró con UCD, que introdujo reformas como la ley del divorcio. Pero lo que resulta evidente es que falta por hacer una revisión crítica del felipismo, que en mi opinión será implacable y situará a Felipe González como el mejor presidente de la historia para la derecha española. Su carrera política y profesional posterior, como vocero a sueldo de grandes multinacionales y grandes fortunas, no hace más que avalar esa evidencia. Y ese transformismo en quien ahora es referente del PSOE, compitiendo paradójicamente con Adolfo Suárez, no es otra cosa que una inmensa impostura y una corrupción moral indecente para quien dice representar a la izquierda y sus valores.

Lo que vino después ya les resultará más conocido a los jóvenes y no resulta imprescindible entrar en detalle. Fue la consagración del bipartidismo, un reparto de poder a la manera decimonónica entre partidos similares, también en la incidencia en su seno de la corrupción. Primero llegó José María Aznar, moderado y hasta progresista en su primer mandato, con medidas como la supresión de la mili, ese secuestro legal que padecimos todos los que tenemos cierta edad. Luego, con la mayoría absoluta, convirtió a España en una orgía neoliberal, con la ley del suelo, que es el origen de la gran burbuja de corrupción urbanística que luego estalló provocando la mayor crisis económica desde 1927, de la que aún no hemos salido. Salió por la puerta trasera de la historia por otra forma de corrupción intolerable en las sociedades democráticas: la mentira, especialmente repugnante cuando esconde las razones ocultas de una guerra inmoral y un atentado espantoso relacionado con ella.

Le sucedió José Luis Rodríguez Zapatero, un político mediocre en un partido que ya no era otra cosa hace tiempo que una gran empresa, de colocación y tráfico de influencias. Acabó con la soberanía nacional y con la paciencia de los españoles, que volvieron a ofrecer el Gobierno a la derecha tradicional. Rajoy no supo digerir el regalo, siguió con los recortes de ZP destrozando el Estado del Bienestar y las economías familiares más débiles, y su mayoría absoluta se convirtió en una absoluta manga ancha para la corrupción, que se extendió como una mancha por todo lo que toca el Partido Popular, una organización criminal para la justicia, por lo que no hace falta añadir nada más a la hora de definir la situación nacional en relación a una plaga que los ciudadanos ya consideran uno de los grandes problemas de España.

Pero si me detuve especialmente en la Transición y el felipismo es porque ahí aparece el acta fundacional del Estado democrático que hoy son las Españas. Podríamos admitir que aquella gestación fue inevitable, dado nuestro pasado histórico y nuestra cultura, pero ahí se ubica el pecado original del cáncer de la corrupción que nos asola.

Fue entonces, en la formación del nuevo Estado democrático, cuando surgió una nueva clase dominante, la clase política de la democracia. Aunque ciertamente su papel es servil en relación al poder económico que la controla, la clase política de la democracia se alimentó, como otras de nuestro entorno, de un desmedido afán de poder, unas buenas dosis de oportunismo, una relación afectiva muy sospechosa con el dinero y otros vicios no precisamente menores, como la endogamia.

Sus miembros convirtieron a los partidos en grandes monstruos controladores de todo lo que se mueve en la sociedad y en unos verdaderos invasores de todos los espacios ciudadanos. Para engrasar esa máquina partidista, con su legión de empleados y dependientes, se necesita muchísimo dinero y ya desde este estado de gestación democrática la financiación de los partidos se convirtió en la madre de todas las corrupciones y en el verdadero origen del mal. Por eso da vértigo pensar en las razones ocultas por las que los grandes partidos no quieren rebajar su presupuesto en esta campaña electoral que se avecina, teniendo en cuenta que suponen inversiones y comisiones millonarias para todo tipo de corruptos sin escrúpulos, como destaparon el Caso Gürtel o el Púnica.

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