Cultures
Cuando Tito Bustillo se abrió con dinamita
El 7 de septiembre los descubridores de la cueva de Tito Bustillo recibirán la Medalla de Oro de Asturias, coincidiendo con el cincuenta aniversario de su hallazgo. Una efeméride que propició un artículo en el número de mayo de ATLÁNTICA XXII, que reproducimos a continuación, y que cuenta la cara B de este enclave de referencia internacional.

El grupo Torreblanca, descubridor de la cueva. En el centro, comiendo en una lata, Celestino «Tito» Bustillo.
Se cumplen 50 años del hallazgo de pinturas rupestres en la sima riosellana de Tito Bustillo, protagonizado por ocho jóvenes espeleólogos que dieron con ellas de modo casual. Pero la celebración de la efeméride no esconde medio siglo de errores en la conservación de este yacimiento del Magdaleniense, desde poco después de su descubrimiento. Contaminación, deterioro del entorno, problemas de mantenimiento y enfrentamientos en el ámbito científico completan un cuadro en el que las pinturas peligran.
Rafa Balbuena / Periodista.
El 12 de abril de 1968 un grupo de jóvenes espeleólogos del grupo Torreblanca, vinculado a los Scouts de Oviedo, disfrutaba las vacaciones de Semana Santa acampados en las cercanías de Ribadesella. El objetivo de la jornada era explorar una sima en el macizo de Ardines, conocida como el Pozu’l Ramu, del que no tenían muchos datos. No los había, realmente: aparte de las indicaciones de los vecinos y el conocimiento de que estaban en terreno kárstico (lleno de cavidades fluviales subterráneas), el resto lo ponían las habilidades propias de su entrenamiento, a un nivel alto como corresponde a la práctica de este deporte. No todos pertenecían al grupo, pero los allí presentes, una vez descendieron por esa chimenea, darían con un hallazgo que cambiaría sus vidas y la del estudio de la prehistoria en Asturias.
Ellos eran Amparo Izquierdo, Fernando Marcos, Elías Ramos, Adolfo Inda, Jesús Malvárez, Pía Posada, Ruperto Álvarez y los hermanos Eloísa y Celestino ‘Tito’ Bustillo. El nombre de este último, fallecido en accidente tres semanas después, designaría también al hallazgo: una caverna que alberga diversas cámaras con pinturas rupestres datadas entre hace 22.000 y 10.000 años. El resto, como suele decirse, es historia, rememorada estos días con motivo de los 50 años del descubrimiento. La efeméride se viene celebrando haciendo hincapié en todo lo que las investigaciones y excavaciones practicadas en la cueva han aportado para conocer la vida y la evolución de nuestros ancestros en el período Magdaleniense, en la fase final del Paleolítico del Cantábrico.
Sin embargo, la espléndida aportación que la Cueva de Tito Bustillo ha dado al conocimiento de nuestro pasado no se corresponde con un futuro pintado de optimismo. Un estudio de 1996 ya avisaba de que los índices de contaminación del río San Miguel, que surca la cueva, eran inusualmente altos. Y así lo confirma Ruperto Álvarez, uno de los descubridores del yacimiento. “El agua tiene unos índices de toxicidad química alarmante”, explica el veterano espeleólogo.
En diversos puntos del techo de la caverna “se ven las raíces de los eucaliptos haciendo grietas, y hace años que quitaron los aparatos de monitorización”. Esto significa que “no existen indicadores constantes de humedad, de hongos, de cambios de temperatura y de variables del microclima que afectan a las pinturas”. Y lo dice en presente. “Yo veo que han perdido calidad, y no soy el único: no están tan vívidas, tienen menos intensidad que en los primeros años”. Álvarez concede que “se ha hecho bien con las luces, porque se retiraron aquellos focos de 2.000 watios y la cabeza del caballo o el Camarín de las Vulvas solo se iluminan con luz eléctrica cuando hay visitas”. Pero entiende que la cueva es víctima de “una mercantilización de lo cultural mal entendida”.
El túnel y otros horrores
El primer problema de conservación de la cueva, no obstante, se remonta a 1970, con la perforación y creación del actual túnel de acceso a la caverna. “Fue un disparate, hicieron voladuras con dinamita”, indica Ruperto. “Y luego aplanaron todo, como si fuera un camino, taponando las grietas y las dolinas por las que descargaban las crecidas”. Cabe señalar que el río San Miguel “lógicamente crece con las riadas, pero alcanzar alturas de 1,90 metros no es normal; eso ocurre porque está taponado; lo lógico hubiera sido hacer tendidos y pasarelas para llegar a la zona de las pinturas, no un camino llano”. Marco de La Rasilla, profesor titular de Prehistoria en la Universidad de Oviedo, constata que “hoy, desde luego, no se haría una cosa así en un yacimiento”, y aunque la perforación y la pista “se efectuaron en una parte en la que son poco probables los estratos arqueológicos de actividad prehistórica, son muchos factores los que determinan las condiciones de conservación de las pinturas parietales”. En este sentido, Rasilla destaca la necesidad “de controlar la cifras de visitantes”, a fin de evitar “que se produzcan daños como los de Altamira o Candamo”.
No son esos los únicos problemas que vienen de lejos. Ya desde el mismo descubrimiento de la cueva, dos voces de referencia en el ámbito de la cultura asturiana se hallaban inmersos en un enfrentamiento que trascendería lo científico para llegar a lo personal, con el propio yacimiento como escenario y sus trabajos -amén de terceras personas- como víctimas colaterales de sus desavenencias. Los protagonistas fueron el catedrático de Arqueología Francisco Jordá Cerdá y el pintor y estudioso de Historia del Arte Magín Berenguer, a la sazón inspector de Cultura en la Diputación Provincial.
El origen de su disputa se remonta a 1967, cuando este último publicó un estudio sobre las pinturas de la Cueva de Les Pedroses, a escasos 5 kilómetros de la de Tito Bustillo, obviando el nombre de Jordá, que las descubrió en 1956, y arrogándose Berenguer los hallazgos y observaciones del catedrático. Jordá no tardó en hacer público su disgusto por el atrevimiento de Berenguer, y a este fin recopiló una memoria sobre estas pinturas, junto a su fiel colaborador Manuel Mallo, que permaneció inédita hasta 2014.
Cuando Berenguer supo de la existencia de ese trabajo, el hallazgo en Tito Bustillo se convirtió en un pulso enconado por su estudio entre él y Jordá. Hasta el punto de que el primero, haciendo uso de sus prerrogativas oficiales, “llegó a prohibir expresamente a Mallo el acceso a la cueva”, según confirma Ruperto Álvarez, abriendo una brecha entre los dos investigadores que jamás se llegó a cerrar. Berenguer falleció en 2000 y Jordá en 2004, siendo Manuel Mallo el único protagonista del rifirrafe que sigue vivo, aunque prefiere no remover heridas del pasado. “Ninguno de los dos está y ya se dijo todo lo que había que decir”, asegura a ATLÁNTICA XXII con evidente amargura, aunque sin rencor ni intención de ajustar cuentas con Berenguer.

El túnel de acceso pone en peligro las pinturas de la cueva.
Adicionalmente, el hecho de que Magín Berenguer, en su calidad de inspector de Cultura, diese el visto bueno a la hora de nombrar la cueva primero como “Torreblanca” en honor al grupo descubridor, luego como “Tito Bustillo” en memoria del fallecido integrante del grupo, no pareció gustar a Jordá, que sostenía con insistencia una peculiar teoría para denominar “pozo del Ramo/pozu’l Ramu” a la cueva. En su libro Guía de las cuevas prehistóricas asturianas (Ayalga, 1976), Jordá asegura que las pinturas rupestres “eran conocidas por las gentes de la comarca desde muy antiguo, de antes de que cayese en desuso la palabra ‘ramu’, que puede relacionarse con ‘rebaño’ (‘ramat’, en catalán) y también con ‘carnero’ o ‘animal de grandes cuernos’ (‘ram’ en inglés, ‘ramler’ en alemán [sic]). La palabra ‘ramu’ hace referencia a los animales con grandes cuernos existentes en los muros de la famosa cueva”.
Pese a tratarse de una sugestión toponímica atractiva, no puede asegurarse que su teoría sea cierta, ni constan fuentes arqueológicas o escritas que la avalen. “El pozo del Ramo es la chimenea de más de cien metros por la que se baja a la cueva, uno de los muchos accesos que tiene; no tiene nada que ver con la cavidad de las pinturas, que es otro espacio diferente y que no tenía nombre… porque hasta entonces era desconocida”, señala Ruperto Álvarez, extremo que confirma Eloísa Fernández Bustillo, codescubridora de las pinturas. “Las formaciones de estalactictas y estalagmitas estaban sin tocar, nadie había bajado allí en muchos siglos, más de los que dice Jordá”, aducen ambos.
Mitos en la sombra
En medio de todo esto, llama la atención cómo el grupo Torreblanca y Tito Bustillo, protagonistas inesperados del hallazgo, han quedado en un plano anecdótico en toda esta historia, siendo la suya una épica juvenil que hubiera hecho las delicias de un guionista de Hollywood. Ruperto Álvarez admite que “se nos utilizó para bajar a la cueva hasta que hicieron el túnel, aunque también es verdad que todo aquel revuelo, con tantos medios llamándonos día y noche, siendo chicos de entre 22 o 17 años… aquello nos superó un poco”. El fallecimiento de Tito, 18 días después del hallazgo, mientras practicaba espeleología en Quirós, fue el corolario trágico a todo aquello. “Tito era un chaval muy activo, un personaje, y también tenía la rebeldía de sus 18 años”, rememora su hermana Eloísa. “Sí que puedo decir que el día que fue a Quirós le apetecía ir a su aire, estaba algo agobiado de todo aquello, y quería despejar un poco. Luego ocurrió lo que ocurrió…”.
Hasta hace relativamente poco, la propia imagen de Celestino Fernández Bustillo era desconocida para casi todo el mundo. El nombre de una cueva y el accidente que segó su vida apuntalaron esa épica, no por pequeña menos clásica: la del grupo de jóvenes que se aventuran al interior de una caverna para dar con un tesoro. “Nos dio un poco de rabia [a la familia] que ofreciéramos una foto de Tito para el centro de interpretación de la cueva que lleva su nombre, pero que nunca tuvieran interés por tenerla allí”, añade Eloísa. Esas fotografías, que desde la llegada de Internet se localizan sin dificultad, reflejan a Tito Bustillo como un chico alto, risueño, casi siempre en actitud bromista, con una guitarra a cuestas, participando en actividades deportivas o en las acampadas tan queridas por el grupo Scout al que pertenecía. “El grupo Torreblanca fue una cosa aparte, algo único para los que lo formábamos y para los que se sumaban a lo que hacíamos”, explica Eloisa Bustillo retrotrayéndose a aquellos años. Y los participantes en aquella jornada que cambió la visión de la prehistoria en Asturias quedaron unidos hasta hoy “como una hermandad, con las discrepancias de las mejores familias”, sonríe Ruperto Álvarez, mientras que a Eloísa le enorgullece que el de Tito, en concreto, sea el nombre con el que aquellos hechos van a perdurar en la Historia.
Los nombres permanecerán aunque las pinturas quizá no cumplan más milenios de los que llevan allí. Y todavía se cierne otra incógnita sobre el futuro del yacimiento: la falta de control en la retirada de piezas de arte mueble halladas en la caverna, como raederas, buriles, raspadores y otras piezas de los periodos Aziliense y Magdaleniense, creados entre 10.000 y 18.000 años atrás. Y no se trata de expolios de aficionados: “Vienen especialistas y se las llevan a tal o cual Universidad para hacer dataciones o pruebas, sin que se lleve un registro ni una documentación que certifique dónde van ni cuándo van a devolverse”, denuncia Ruperto Álvarez. “Yo he preguntado mil veces y nunca se me ha dado respuesta. Es una vergüenza que en el Centro de Interpretación solo haya reproducciones, y que no se haga un espacio para que los especialistas puedan trabajar”.
Asegura además que los informes del profesor Fortea (véase el despiece) “son demoledores y no extrañaría que desde los años noventa hayan ido a peor”. El deterioro y la falta de control de lo hallado en la cueva que lleva el nombre de su amigo le hace temer que en pocos años “solo haya reproducciones de lo que tenemos ahora”. Por ello plantea “una denuncia firme contra este expolio: nuestro patrimonio histórico no debería salir de aquí y si se lo llevan estamos dejando nuestros recursos culturales a un nivel de época colonial”, resume.

Las pinturas rupestres del yacimiento de Tito Bustillo están declaradas Patrimonio de la Humanidad.
Un informe demoledor
Los profesores Javier Fortea y Manuel Hoyos publicaron en 1999 un informe sobre las condiciones de conservación de varias cuevas asturianas con arte paleolítico. Este estudio, editado en Francia por la Société Préhistorique de l’Ariège (y hasta ahora inédito en castellano) arroja datos alarmantes sobre Tito Bustillo. Empezando por la polución en el río, con tasas elevadas de amoniaco, cloro, nitritos, CFC, abonos sintéticos, bacterias coliformes y toxinas fecales. Y aunque la atmósfera interna registraba cifras normales en oxígeno y gases, el informe recomendaba no aumentar bajo ningún concepto el tope de 400 visitantes al día, factor en el que hoy insiste también Marco de La Rasilla. En cuanto a las pinturas, se constataba la abundancia de cepas de hongos de acción degradante sobre los pigmentos originales. Poco cabe añadir para sacar conclusiones claras. Baste indicar que la última toma de datos del informe se realizó en 1996, y que desde entonces no se han emprendido medidas de alcance para atajar la contaminación en el yacimiento.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 56, MAYO DE 2018

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