
El filólogo Edward Sapir.
EXCÉNTRICOS, RARAS Y OLVIDADOS.
Natalia Fernández Díaz-Cabal / Lingüista y traductora.
A Jesús Tusón, in memoriam.
Cuando parecía que todo estaba perdido, cuando ya creía irremediablemente que ser lingüista equivalía a ser el último brontosaurio de la sociedad 2.0… resulta que llega una película de ciencia-ficción (género por el que profeso poca simpatía, y sé que estoy utilizando un eufemismo), La llegada (The arrival), y reivindica la labor filológica de la protagonista, encargada de desentrañar lenguajes extraños del amplio espectro galáctico. El director de la película contrató los servicios reales de una lingüista que trabajaba en una prestigiosa universidad canadiense para que lo asesorara a la hora de concebir el guión. Y en el trasfondo de la historia “aparecen” nada más y nada menos que Sapir y Whorf, maestro y discípulo, respectivamente, padres de una teoría, surgida en los años treinta del siglo XX, que durante décadas fue denostada por todo lingüista posterior que se preciara de moderno. Se trataba de la “relatividad lingüística” o, lo que es igual, que toda estructura lingüística, toda lengua, entraña una cosmovisión determinada. Algunos quisieron ver en esa teoría un germen peligroso que diera alas a los nacionalismos y sus fundamentos. Pero vayamos al principio. ¿Quién era Edward Sapir?
Todos lo describen como uno de los pioneros de la lingüística estadounidense. “Lingüista americano”, dicen las enciclopedias que tienden a no hacer justicia ni a los gentilicios. En realidad era lituano, nacido en la región de Pomerania en 1884. De familia judía no practicante, su padre era un cantante que vivía entregado a la música. Renuentes a ser o sentirse alemanes, emigran a Liverpool cuando él tiene apenas 4 años. Muy poco después deciden probar suerte en Nueva York y se establecen en el mítico Lower East Side. Al poco de llegar fallece su hermano de fiebres tifoideas. Sus padres terminan por separarse y él vive con su madre quien, con determinación, entiende que la única manera de superar la abrumadora pobreza que les asolaba era adquiriendo conocimientos.
Estudiante aventajado, recibe una beca Pulitzer a los 14 años para estudiar en la prestigiosa escuela Horace Mann. Pero él decide guardar ese dinero para ir más tarde a la Universidad de Columbia (una de las pocas que no imponía a los judíos tasas especiales). Se licenció en Filología Germánica. Se doctoró unos años después, con apenas 25 años, en Antropología bajo el tutelaje de Franz Boas, una institución en su tiempo, cuya sombra alargada llega hasta las orillas de la antropología actual. No deja de ser curioso que se decantase por el estudio del alemán quien había crecido en una familia que denostaba esa lengua. En su casa siempre se había hablado yiddish, la lengua de los judíos de la Europa oriental. Pero fue como subirse en un barco y descubrir que se es adicto al mar: estudió varias lenguas germánicas -además del alemán-: sueco, danés, islandés, antiguo sajón, antiguo gótico, holandés… luego llegarían el celta, el sánscrito… y también los cursos de chino… y de las lenguas nativas de los Estados Unidos.
En 1910 recibe una oferta de la División de Antropología, del Museo Nacional de Ottawa, en Canadá, para que llevara a cabo estudios antropológicos. En ese periodo su vida personal se acelera: se casa al poco de su llegada y enviuda unos años más tarde, quedando a cargo de tres niños aún pequeños. Además, se dedica a otras actividades que le apasionan: la poesía, publicando regularmente en revistas literarias, y la música, puesto que era un pianista notable que compuso sonatas que, lamentablemente, solo llegaron a escuchar sus amigos.
Su trabajo se centra en las tribus Nootka y Athapascan, de la zona de Vancouver. El Gobierno canadiense empezaba a mover, en los años de la Gran Guerra, el estudio de las lenguas nativas, tanto desde un punto de vista lingüístico como antropológico. En 1921, viviendo aún en Canadá, publica uno de sus ensayos más imprescindibles: Lenguaje. A pesar de que en 1925 regresa a Estados Unidos -había pasado 15 años radicado en Ottawa- atendiendo a una oferta de la Universidad de Chicago, lo cierto es que no solo no abandona los estudios emprendidos en Canadá, sino que sigue adelante con la investigación exhaustiva de las lenguas nativas americanas -recordemos que es autor de algunas gramáticas, por ejemplo de la lengua takelma de Oregón-. En 1926 se casa de nuevo. Y él mismo reconoce que esos años en Chicago son los más felices de su vida.
Usos lingüísticos del grupo
Es en los años treinta cuando empieza a interesarse por los temas que van a resultar cruciales en su vida, todos ellos relacionados con los vínculos que cada lengua posee con la sociedad en que se utiliza, la exploración del lenguaje como un sistema comunicativo. En ese sentido, sostenía Sapir, no había lenguas mejores ni peores: todas estaban perfectamente capacitadas para expresar aquella realidad que representaban. De ahí una de sus frases más famosas: “El mundo real está construido en gran medida a partir de los usos lingüísticos del grupo. Nunca hay dos lenguas tan parecidas que puedan considerarse representativas de la misma realidad social”. Una defensa clara de cualquier lengua minoritaria -y él conocía bien unas cuantas-. De ahí que se percibiera como peligrosa su teoría, que parecía reivindicar el “espíritu del pueblo” proclamado por los románticos alemanes y recogido por el discurso ario alemán, manipulado para su uso, con las consecuencias que todos conocemos. Pero nadie como Sapir rehuía más de generalizaciones y prejuicios.
En 1930 se doctora de nuevo, esta vez en Filosofía, en Columbia, en un momento en que tanto esa universidad como la de Yale le hacen un guiño para invitarle a ocupar la cátedra de lingüística. Finalmente se quedará en Yale lo que, según él, sería un error, pues allí se encontró trabas burocráticas que, en cualquier caso, él siempre había deplorado. Pero aún así fue capaz de crear el primer programa de intercambio de estudiantes para el llamado Estudio del Impacto de la Cultura en la Personalidad, algo pionero, en que los estudiantes utilizaban sus propias experiencias personales como puntos de partida de su investigación.
Fue un orador brillante y un colega cordial y querido, al que el corazón empezó a fallarle en los últimos años de su vida. Durante unos apasionados cursos de verano en 1937 se le debilitó tanto que no volvería al ejercicio docente. Falleció en 1939, cuando el corazón le ganó la partida a su entusiasmo. Acababa de cumplir cincuenta y cinco años. El mundo académico le rindió tributo. La historia, en gran medida, acabaría o bien siendo injusta, o bien olvidando su trabajo.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 52, SEPTIEMBRE DE 2017
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