
El móvil parece haberse vuelto una prótesis tecnológica imprescindible hasta en el mundo rural. Foto / Mario Rojas.
Santiago Alba Rico / Filósofo y escritor.
Tener o no tener móvil puede ser una opción personal, pero no un proyecto político y, menos aún, un proyecto antropológico. Salvo catástrofe apocalíptica, el homo-sin-móvil ha sido superado definitivamente y, con él, un cierto modo de abordar las relaciones humanas y, sobre todo, el espacio físico. Más allá de sus múltiples prestaciones económicas, y de sus consecuencias sociales, el éxito irreversible de esta prótesis tecnológica, en la que se integran ya todos los gadgets de la comunicación total, se inscribe en la más antigua y quizás primordial de las experiencias de la humanidad: la del propio cuerpo y el propio mundo como una prisión sin escapatoria posible. Al igual que el coche, el teléfono móvil sirve para huir; en el caso del coche -recordando a Ambrose Bierce- de un lugar donde no estamos bien a un lugar donde no estaremos mejor; en el caso del teléfono móvil, mucho más radicalmente, de un lugar donde no estamos bien a un lugar donde, en cualquier caso, no estamos. El móvil es un radical proyecto de liberación metafísica.
El teléfono móvil es la última expresión de una rebelión milenaria del hombre contra el cuerpo y contra el espacio. Una rebelión tan victoriosa que el cuerpo y el espacio mismo aparecen ya, en la experiencia común del homo-con-móvil, como residuos duros, pesados, dolorosísimos, de la conversación: el silencio es un ancla repentina en la pétrea superfluidad del mundo físico. Esa angustia que todos hemos conocido alguna vez -la de que los lugares donde ya no están la amada o el amigo muerto son insoportablemente físicos y opresivos- es la normalidad del usuario de móvil: como en el genial episodio de Black Mirror, estamos hablando siempre con difuntos, cuyas voces han quedado en el aire y llegan a nosotros desde ninguna parte.
El que decida no usar el teléfono móvil debe saber lo que está haciendo y a qué se arriesga. Está condenándose a vivir encerrado en la chatarra -la cáscara plúmbea- de la humanidad: el cuerpo, el aire, la tierra. Es difícil de soportar, como lo demuestra el hecho de que, apenas nos dejan solos en el universo cerrado -bajo las estrellas o en nuestro pantalón-, nos ponemos a soñar o a recordar, cuando no a hacer algo mucho peor.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 29, NOVIEMBRE DE 2013
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