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Atlántica XXII

El misceláneo catalán

Afondando

El misceláneo catalán

El conflicto catalán es un tema recurrente en los medios de comunicación, más si cabe tras el comienzo del juicio a los líderes del procés, y para conocer sus causas y orígenes es necesario remontarse décadas atrás

Una de las manifestaciones independentistas de finales del pasado año. Foto / Virginia Quiles.

Luis García Oliveira 

 

A poco que uno se asome a lo que diariamente se ventila en cualquier medio de comunicación, de forma ineludible se encontrará con el recurrente tratamiento de la problemática surgida en Cataluña a raíz de la abortada consulta soberanista; problemática político/social compleja y enredada –sobre todo enredada- entre cuantas haya de esa naturaleza.

Así, tras bucear mínimamente en la cuestión, un aspecto que causa perplejidad es la acentuada pretensión  de los secesionistas de ornamentar y revestir su propósito con “tintes democráticos”, aunque estos estén clara y manifiestamente adulterados. Y es aquí donde resulta clamoroso un “error” de concepto de carácter troncal, ya que si en las últimas elecciones autonómicas el voto independentista no llegó a la mitad de los emitidos, ¿con qué amparo ético/argumental se tildan de “democráticas” las imposiciones políticas de sesgo secesionista promovidas por el actual Ejecutivo catalán? Eso le podrá parecer muy bien, entre otros, a los exaltados nacionalistas que las aplaudan, pero desde luego que está muy desasistido ese parecer de todo amparo verdaderamente democrático.

De momento, parece que tan solo en Esquerra Republicana -con un deslenguado Rufián en el frente comunicativo y el hiperbólico Joan Tardá en su inmediata retaguardia- han caído en la cuenta de que los avales obtenidos en aquellas urnas no son los que debieran para un propósito con el que, aun compartiéndolo por entero, difieren ahora en cuanto a la velocidad de la marcha hacia su logro.

De otra parte, el revisionismo histórico de algunos resulta verdaderamente delirante. Sacar hoy día a reivindicativa colación los fueros y privilegios que el primero de los Borbones retiró a los hacendados y terratenientes catalanes –casi a la par que a sus homónimos aragoneses y valencianos, además de a la Iglesia- no es para menos.

Como se sabe, la cosa viene de muy atrás –origen y raíz de la posterior y muy exprimida “cuestión catalana”-  nada menos que de los albores del siglo XVIII, cuando Felipe V le ganó la partida hereditaria -tras fallecer sin descendencia el último de los Austrias- al otro aspirante, el Archiduque Carlos. Como siempre en esos casos, los grandes intereses que se jugaban a nivel internacional, junto a los de los pretendientes al trono español, sus aristocráticas familias y la alta nobleza, nada tenían que ver con los del pueblo llano, que bastante tenía con intentar sobrevivir día a día –en Cataluña también- independientemente de quien fuera el Rey que se les impusiese.

Por su parte, destacados prohombres de esas tres regiones, junto al alto clero, tomaron interesado partido por quien más les convenía, pero tras apoyar beligerantemente al candidato fallido, el Borbón les pasó factura a todos ellos: adiós fueros y privilegios y a pagar impuestos como los demás. Añeja herida por la que aún sangran, nostálgicos, no pocos de los más trasnochados nacionalistas catalanes.

Así que, excúsenme una vez más estos últimos –y en particular mis apreciados amigos en aquellas tierras- si sigo sin ver con buenos ojos la tentativa secesionista, pero es que tratar de vender la idea de que se va hacia delante dando pasos hacia atrás, es algo que difícilmente se puede compartir.

En consecuencia, a los Sres. independentistas que en su conjunto van de la mano, decirles muy sinceramente que su propósito sería mucho más respetable -para todo el mundo- si no estuviese tan notoriamente basado en los puros y duros intereses económicos que lo motivan; con mucho dispendio en la escenografía del “decorado democrático” y el muñido relato argumental, eso sí, pero sin ningún otro acicate más sustancial que el del interés crematístico.

Por ello, habría que ver en qué quedarían las tesis secesionistas –todas ellas, sin excepción- si los números de las cuentas autonómicas no fuesen tan favorables como aseguran sus avalistas. ¿Seguirían entonces, unos y otros, instalados contra viento y marea en su irrefrenable objetivo? Intuyendo la respuesta, excúsese mi incredulidad.

Por tanto, si el Sr. Torra pretende ser mínimamente creíble, al menos fuera de Cataluña, debería de esforzarse un poco más en la confección de sus propagandísticas proclamas, porque las hasta ahora vigentes dan para muy poco en ese terreno.

Y como no se desperdicia ninguna posible baza en pro de la causa, la de la semántica –aparentemente tan inocua- parece ser una de las de más recurrente uso y abuso. Así, viene siendo frecuente en boca de interlocutores y figurantes el alegato de que, tras la seudo consulta del 1-O, el Gobierno de la Generalitat no hizo otra cosa que “obedecer el mandato popular”, extraído al parecer de lo que se sustanció de un referéndum de autodeterminación -al que el Ejecutivo catalán otorgó carácter vinculante- en el que se dirimía la alternativa de constituir una república en Cataluña.

Y es aquí donde a los fundamentalistas del independentismo hay que reconocerles, al menos, que lograron construir y proyectar un relato general de su propuesta verdaderamente aparente, al que también supieron añadir –todo ello antes del referéndum, claro está- diferentes y complementarios “banderines de enganche” a los que se pudiese apuntar un amplio espectro de la población.

Después de dibujar un panorama muy sugestivo para una Cataluña republicana, de promover esa opción por tierra, mar y aire, y de repartir los papeles de buenos y malos en la película que se montaron guionistas y promotores, vendría una consulta popular en la que, básicamente traducido, se le preguntó a la ciudadanía algo parecido a: ¿Quiere Ud. vivir apreciablemente mejor de lo que ahora vive?

Pues, hombre, si primero te han insistido hasta la saciedad en que España te roba, que la sanidad pública va mal por culpa del Gobierno central, que con la educación y la dependencia ocurre lo mismo, que te persiguen identitariamente y que hasta te odian, ¿qué le contestaría cualquier persona, en cualquier lugar, al mesías que se presente prometiendo terminar con todo eso?

Además, los promotores de la consulta echaron sobre la mesa la carta más alta de las que pintan en la partida proindependentista, el “As de Oros”: con la república, todos los impuestos que van de Cataluña para la Hacienda central se quedarían en la Comunidad, para exclusivo beneficio propio.

Pues bien, muy aliñado semánticamente todo ello y bajo el amañado e instrumentalizado epígrafe del “derecho a decidir”, eso es lo que esencialmente se le propuso dirimir a la ciudadanía en Cataluña el famoso 1-O.

Tras la incalificable y torpísima decisión gubernamental –del desnortado Sr. Rajoy y sus obtusos palmeros- de permitir el uso de la fuerza bruta para impedir la celebración del referéndum, aquellas cargas policiales fueron la muy esperada ocasión para lanzar a escena a la, hasta entonces, contenida “infantería” secesionista. Policía, Guardia Civil, e incluso algunos miembros del poder judicial, pasaron a ser objeto de las iras callejeras de no pocos de sus más enardecidos integrantes. El episodio de obstrucción e intimidación, manifiestamente hostil y multitudinaria, a los miembros de la comisión judicial encargada del registro de la Consellería de Economía, fue un espectáculo sin parangón ni precedentes en la historia reciente de cualquier país mínimamente civilizado; algo de lo que nadie debería sentirse orgulloso, exceptuando a los “hooligans” del independentismo, que también los hay.

Mención aparte es la que merece la numerosa presencia estudiantil en calles y plazas. Jóvenes que, hastiados de una democracia obscenamente viciada y poco más que aparente, así como de una monarquía escasamente ejemplar y parasitaria, alzaron su voz contra todo ello llevados por la incierta ilusión de que bajo un régimen republicano todo eso cambiaría. Lástima que ningún régimen político garantice nada por el solo hecho de su configuración, tal como se puede constatar en tantas de las repúblicas existentes y en lo mucho que dio de sí –no precisamente para bien- la República italiana bajo las manos del mafioso Berlusconi.

Lástima también que buena parte de esos jóvenes sumase su sano empeño al de muchos de sus circunstanciales compañeros de viaje, de muy distinta motivación y movidos tan solo por sus propios intereses.

Ya para conmemorar el primer año de aquella fallida consulta, el “trabajo sucio” de las revueltas callejeras y del entorpecimiento viario y funcional quedó  para los CDR, así como para la variopinta fauna de frikis y otros concurrentes de diversa condición que aterrizaron entusiastas en el revuelto escenario catalán.

Entre ellos el Sr. Otegui, que en su día ya fuera atenta y formalmente recibido por la Sª. Forcadel en su despacho de Presidenta del Parlament, a pesar de no haber puesto aquél ni un solo “pero” nunca a quienes, en 1987, volaron los bajos del Hipercor de Barcelona; heroica hazaña de sus admirados salvapatrias que se saldó con el horror de veintiún cadáveres esparcidos sobre el terreno y cuarenta y cinco heridos de diversa gravedad. Imperdonable el indolente aprovechamiento de coyunturales conveniencias y casi increíble la interesada desmemoria de algunos, pero es lo que hay.

Por su parte, con los combativos CDR, el Sr. Torra pareció querer aplicar la misma “filosofía” que el otrora todopoderoso “ayatolá” del más rancio nacionalismo vasco -Sr. Arzallus- con los miembros de la beligerante “kale borroca” batasunera: Que ellos meneen el árbol, que de recoger los frutos ya nos encargaremos nosotros.

Pero alimentar al monstruo hasta multiplicar sus fuerzas siempre tiene sus riesgos; el principal, el de que, después, ni obedezca ni se deje dominar. Y de eso, algo dejó caer públicamente no hace mucho el Sr. Mas ante las prominentes narices del ahora President. En todo caso, tampoco es que aquél esté precisamente para dar lecciones morales ni éticas a nadie, tras asegurar –textual y públicamente- que con una Cataluña independiente las empresas “se pegarían” por radicarse en la nueva república. Lo que ya no se atrevió a poner de relieve era qué varita mágica se iba a menear para que ese milagro sucediese, aunque tampoco fue que hiciese falta, pues estaba claro que se trataba de disponer una fiscalidad empresarial “a la irlandesa”. Ninguna sorpresa, pues, con uno de los principales encubridores del latrocinio del 3% en Cataluña.

Al resto de oficiantes, encabezados por la CUP, tan solo se les permite disfrutar de la temporal condición de colaboradores necesarios, coyunturalmente encuadrados en la muy útil y follonera “carne de cañón” de la que se servirán -hasta que convenga- quienes promueven un escenario político de muy distinta naturaleza al que anhelan los primeros. En cuando dejen de ser útiles y necesarios, ya se les empujará rápidamente hacia el esquinado espacio sobre el que siempre orbitaron -el extrarradio político y representativo- ya que cuantos realmente pintan algo en el trasfondo de la intentona secesionista, tan solo están interesados en sacar provecho del laxo tenderete fiscal al que tan indiciariamente apuntó el Sr. Mas como potente catalizador de empresas y empresarios en una Cataluña independiente.

De dónde vendrá la solución al interesado enredo catalán, ¿quién lo sabe?, lo que sí se puede dar por seguro es de donde no vendrá. Así pues, que nadie espere soluciones efectivas si es que ya se alumbran subordinadas al privilegio económico de unas comunidades respecto a otras, cuando todos los ciudadanos del Estado contribuyen fiscalmente de forma proporcional a sus ingresos y bajo unas mismas escalas impositivas.

De otra parte, tratar de imponer desgajados “corralitos” fiscales y administrativos a conveniencia de quienes más se beneficiarían de ello, no es el actual modelo a seguir en estos tiempos por ningún país europeo, aunque resulta revelador que tanto aquí como fuera de aquí, siempre son las regiones más prósperas las que pujan por liberarse del corsé político y administrativo de los respectivos estados a los que pertenecen. ¡Qué casualidad! 

En todo caso, quienes tan seguros están de que les asiste la razón y el derecho en su propósito, ¿cómo es que en ningún momento recurrieron al amparo de las múltiples instancias internacionales susceptibles de pronunciarse al respecto?

Dada esa llamativa dejación, es más que probable que alguno de los estrategas del independentismo pusiese un punto de obligada cordura ante lo que sería un despropósito de semejante calibre, ya que a esas instancias no se puede recurrir alegremente si se carece de argumentos sólidos y fundados, ni llevando por bandera el falaz y desmesurado victimismo en el que tanto se han especializado algunos de sus promotores; mucho menos con la peregrina intención de venderles humo.

Desestimada en su momento esa alternativa -por su más que previsible corto recorrido-, se optó por programar un estratégico enfrentamiento, tan directo como inevitable, con un Estado cuyo régimen constitucional no contempla la potestad de ninguna autonomía para convocar por su cuenta un referéndum de autodeterminación; por cierto, algo muy común con lo vigente al respecto en la mayoría de países de nuestro entorno.

En su huida hacia adelante, los líderes independentistas se agarraron a los escasos asideros que les quedaban, a lo más fácil y efectista: alentar sonoras revueltas callejeras y, después, reclamar a los cuatro vientos la mediación internacional en el conflicto que ellos mismos propiciaron.

Tesis supremacistas aparte, ¿hasta cuándo seguirá la farsa –y el encubridor disfraz de las abundantes y muy personales ambiciones políticas- de cuantos fingen creer sus propias mentiras?

 

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