Afondando
El poder de la felicidad
Edgar Cabanas Díaz y José Carlos Sánchez González / Psicólogos*. En una de sus novelas más célebres, Los Buddenbrook, Thomas Mann decía a través de uno de sus personajes que puede que vivamos en el mejor de los mundos posibles, pero que, sin duda, vivimos en el peor de los imaginables. Lo primero lo decía irónicamente; lo segundo, simplemente lo afirmaba. Y es que basta con mirar a nuestro alrededor para comprobar que la afirmación de que vivimos en el mejor de los mundos posibles solo puede proferirse con ironía. Es cierto que el mundo es el que es, y puede que certificar esto deje a algunos mucho más tranquilos, pero no es menos cierto que, ya que el futuro no está escrito, el mundo podría haber terminado siendo algo sustancialmente diferente a lo que es ahora. Que el mundo sea como es ahora se debe, en gran medida, al hecho de que tras la Segunda Guerra Mundial, y especialmente desde el final de la Guerra Fría hasta nuestros días, la ideología neoliberal y la lógica económica del capitalismo de consumo que lo acompaña no han dejado de expandirse, imponiéndose no solo sobre la esfera política, sino sobre todas las demás esferas de la vida cotidiana y personal, hasta lo más íntimo.
A lo largo de toda la segunda mitad del siglo XX, los emergentes Estados neoliberales, en connivencia con las grandes corporaciones y poderosos grupos de interés económico, se esforzaron para terminar de liberar al capitalismo de toda intervención, reforma y amenaza política, legal, sindical y ciudadana en las propias fronteras, al mismo tiempo que terminaban con casi todos aquellos Gobiernos que suponían un impedimento para la liberalización económica a nivel global, algo que fue especialmente traumático en el caso de Latinoamérica. El programa neoliberal tenía por objetivo disminuir drásticamente los impuestos sobre los ingresos altos, promover las privatizaciones, abolir los controles sobre los flujos financieros, desregularizar el empleo, suprimir derechos de huelga, reducir los gastos sociales y contrarrestar la oposición de las múltiples voces que trataron de hacerle frente, entre muchos otros. En este sentido resultó un movimiento implacable cuya expansión global fue revelando su verdadero carácter autoritario, antidemocrático y pro-militar. “Si hay que elegir entre sacrificar la economía y la democracia, sacrificamos la democracia”, afirmó en 1973 el entonces secretario de Estado de EEUU, Henry Kissinger. Así fue, y allí donde se imponían las prácticas neoliberales aumentaban de forma drástica todos los indicadores de desigualdad social, de pobreza, de desarticulación del tejido social, de desvinculación política, de calidad democrática.
Pero, tan importante como el conjunto de desastrosos cambios estructurales que el neoliberalismo ha producido a nivel económico, social y geo-político, uno de los pilares de su fuerza expansiva reside en su asombrosa capacidad para imponer poco a poco una ética individualista amoldada a la cultura empresarial y a la lógica económica del capitalismo de consumo, que gira y gira en torno a cierta noción de felicidad. Algunos han llamado a este profundo cambio cultural el “giro hacia la felicidad”.
Despidos positivos
Esta noción de felicidad, cada vez más dominante hoy en día, ha resultado ser un exitoso vehículo de implantación de dicha ideología. A través de la misma, los individuos asumen un determinado modelo para concebir y gestionar su vida, sus deseos y sus esperanzas como si dicho modelo fuese algo íntimo, irrenunciable, fruto de las propias decisiones y, sobre todo, como si fuera algo “natural” y, por tanto, inapelable. El uso creciente de un lenguaje científico, biológico, económico, o psicológico, por ejemplo el de la Psicología Positiva, contribuye a ello. De esta forma, se logra hacer pasar por algo natural lo que, en todo caso, es un asunto fundamentalmente ético, moral y político, es decir, un asunto que merece la pena discutir, conociendo que hay ideología, poderes e intereses en pugna y que hay otros modelos y alternativas éticas y políticas, que tampoco carecen de fundamento científico (las ciencias, en estos aspectos, nunca ofrecen una sola voz, clara, objetiva y neutra).
Despojada, pues, de estos aspectos polémicos, esta noción de felicidad se presenta hoy como un criterio neutral respecto al cual individuos, instituciones, empresas o Gobiernos justifican y toman medidas, tanto públicas como privadas, en una amplia variedad de esferas de la vida cotidiana. “Lo único que quiero es ser feliz”, dice con candor sincero el adolescente. “Lo que importa es tener ciudadanos felices”, dice el político de nuevo cuño. La felicidad ha pasado a ser un criterio de primer orden para el despliegue de la política tecnocrática: recordemos, por ejemplo, la propuesta de introducir un indicador de “Felicidad Interior Bruta” para medir el progreso social de los países. Es llamativo, por cierto, el hecho de que la felicidad, tal como la miden, no exigiría posiblemente tanta inversión en recursos y servicios públicos estructurales como antes. Se podrían en parte complementar y en parte sustituir de modo más directo y barato enseñando directamente a los individuos técnicas de manejo de emociones y pensamientos para que auto-promuevan su felicidad.
Esta noción de felicidad que se nos va metiendo en la piel insta al individuo a tomar como tarea prioritaria en la vida la persecución de su propia felicidad, ya considerada como un derecho natural inalienable y como el objetivo principal de una vida auténtica y saludable. Para ello, ha de trabajar activa e incesantemente en el incremento de su nivel de satisfacción personal; emplearse a fondo en la definición y satisfacción de sus deseos y necesidades; concebir el desarrollo personal esencialmente como un proceso autónomo, aunque, en realidad, deba para ello servirse de una amplia oferta de ayudas externas que conforman el amplio “mercado de la felicidad” (consejeros, coachers, terapeutas, foros, manuales de autoayuda, Psicología Positiva, etc.); adoptar técnicas encaminadas a sentir con mayor frecuencia e intensidad emociones “agradables” o “positivas” y a eliminar de su vida en lo posible toda emoción o sentimiento “desagradable” o “negativo”; asumir un estilo de pensamiento optimista y esperanzado que controle y que evite el pensamiento derrotista o el estilo hipercrítico; tomarse el trabajo como parte fundamental de su proyecto vital; asumir por entero la responsabilidad de los propios fracasos y de los reveses laborales, afrontándolos con espíritu positivo -incluyendo el despido- para reformularlos en términos de oportunidades para crecer personalmente; o disfrutar de aquellos pequeños detalles que le hacen a uno sonreír, tomándose la vida un poco más a la ligera -como dicen los estudios procedentes del Instituto Coca-Cola de la Felicidad-, por nombrar algunos.
La influencia del puritanismo
Las raíces culturales de esta noción de felicidad son principalmente norteamericanas. En su momento, allá a principios del XIX, surgió como reacción a una forma de dominación ejercida a base de denostar la individualidad y sus deseos, infringir sufrimiento y supeditar la vida al seguimiento de ciertos marcos morales férreamente demarcados, muy en particular los de la tradición religiosa puritana. La reacción comenzó por una glorificación del individuo, de su valor y potencialidades: un ser solo en el mundo, sí, pero entendido ahora como parte de la divinidad, destinado a ser feliz gracias al esforzado desarrollo de sus virtudes, capaz de ello y con derecho a ello, como reza en la Constitución estadounidense. El cambio era seguramente necesario, pero ese “yo” individualista sobre el que descansa la felicidad se convertiría, poco a poco, en su navegación a través del capitalismo del XIX y XX, en un atareado perseguidor del caleidoscopio de bienestares ofertados por el mercado y el consumo, un esforzado aspirante al éxito social y económico personal, tan fundamental para preservar el mito liberal de la movilidad social, nuclear en la definición del Sueño Americano.
A principios del siglo XIX aquella noción de felicidad individualista surgió como una promesa de liberación individual (la auto-transformación de cada cual), pero dos siglos después, sin embargo, es la propia felicidad, reconducida por el capitalismo de consumo y el neoliberalismo, la que nos sujeta a nuevas formas de dominio, que empiezan por la mansa auto-condena a perseguir el horizonte -que, como es bien sabido, equidista siempre del perseguidor- y, una vez más, a hacerlo en soledad. Tampoco la felicidad parece liberarnos del sufrimiento. Nos hace más injustamente responsables de nosotros mismos, como si no hubiera grados, clases, poderes, cálculos y víctimas (“hemos vivido igualmente por encima de nuestras posibilidades, repartámonos la carga”), pero esa responsabilidad ni nos ha servido para hacernos más conscientes de nuestras vidas, ni la autonomía que nos promete estuvo nunca tan ligada a una idea de libertad tan ficticia.
*Para ampliar: Cabanas, E. y Sánchez, J. C. (2012). Las raíces de la Psicología Positiva. Papeles del Psicólogo, 33 (3), pp 172-182. Acceso directo online.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 32, MAYO DE 2014

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