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Atlántica XXII

El Sur de Europa ya se rebeló hace dos siglos

Afondando

El Sur de Europa ya se rebeló hace dos siglos

Retrato del general Riego.

Retrato del general Riego.

Sergio Sánchez Collantes / Profesor e investigador en la Universidad de Burgos.

La victoria de Syriza en Grecia y lo que vaticinan los sondeos demoscópicos en España reflejan ansias de cambio en la Europa de la austeridad. Allá por 2008, la caída de Lehman Brothers y el temor a un desastre de consecuencias catastróficas hizo que políticos como Sarkozy llegasen a preconizar la necesidad de “refundar el capitalismo”; pero luego, superado el miedo inicial, nada se hizo en beneficio de la ciudadanía. Muy al contrario, la depresión económica fue aprovechada para desarmar conquistas históricas y persuadir a la gente de la inviabilidad del Estado del Bienestar. “Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”, repetían cínicamente los mismos gurús que, al correr del tiempo, han sucumbido bajo el peso de los mayores escándalos. Y, mientras tanto, la vieja Europa, símbolo en las últimas décadas de un capitalismo “algo diferente” al norteamericano, terminó de subirse al carro neoliberal que acaudillan los mercados, los recortes y la austeridad.

Hay quienes aseguran que no hay nada que hacer y que, por mucho que cambie el panorama en el Sur de Europa, se trata de países con escasa capacidad de presión si se comparan con otros del Centro y el Norte. Evidentemente, el reto es difícil y los poderes financieros harán lo imposible por perpetuar un sacrificio que se había anunciado como transitorio. Ahora bien, en la época contemporánea no sería la primera vez que la Europa meridional lidera la batalla por el progreso. Como tantas veces, parece necesario y saludable repensar la actualidad a la luz de la historia.

Se olvida con mucha frecuencia que la primera gran oleada revolucionaria que sacudió el continente europeo después del ciclo abierto en la Francia de 1789 tuvo como escenario las regiones del Sur; y que España, la atrasada España, encabezó aquella nueva tentativa en sentido liberal. En 1815, las potencias del momento habían cerrado filas en el Congreso de Viena para restaurar el viejo orden social, moral y político, un edificio que se derrumbaba inexorablemente. Lo hicieron bajo dos principios esenciales, legitimidad y absolutismo, mientras se arrogaban el derecho a intervenir en los países que representaran una amenaza. En realidad, nunca se volvió del todo a la situación anterior a 1789, pero los restauracionistas se afanaron en erradicar cualquier veleidad liberal donde no interesaba que prendiese, y sus defensores fueron objeto de terribles represalias, viéndose relegados a desarrollar sus actividades en la clandestinidad. Querer limitar el poder de los reyes mediante una constitución, por tibia que fuera, se pagaba caro.

1820: España exporta la revolución

Pues bien, el primer gran desafío que replicó aquel estado de cosas se produjo en España. Habían existido conspiraciones y tramas diversas en varios países, pero el éxito no llegó hasta que el asturiano Rafael del Riego se levantó en Las Cabezas de San Juan el 1 de enero de 1820 y restableció la Constitución gaditana de 1812. En realidad, fue el detonante que incendió otros focos revolucionarios del país y solo entonces, ya en marzo, Fernando VII se avino a respetar el marco constitucional. Este movimiento tuvo un impacto trascendental en el Sur de Europa. De hecho, Alberto Gil Novales, perfecto conocedor de aquella época, considera que su eco fue “enorme” y titula de forma muy elocuente un artículo que escribió sobre el particular: “España exporta la revolución”.

Proclamación de la Constitución de Cádiz en la plaza mayor de Madrid, en marzo de 1820. Foto / Museo de Historia (Madrid).

Proclamación de la Constitución de Cádiz en la plaza mayor de Madrid, en marzo de 1820. Foto / Museo de Historia (Madrid).

Ciertamente, los efectos de tanta agitación se dejaron sentir de una u otra forma en otros países. En el vecino Portugal, se desató un movimiento liberal en agosto de 1820 y el rey Juan VI tuvo que jurar la Constitución de 1822, inspirada en la española de 1812. En Nápoles, ese mismo verano, sobrevino un levantamiento de origen carbonario que obligó al rey Fernando a acatar el régimen constitucional, y además se propagó a Piamonte, aunque la reacción de Metternich, temeroso del contagio a territorio austriaco, paralizó el brote. En Francia, mientras tanto, se multiplicaron las conspiraciones. Y también Grecia, aunque en un contexto muy diferente, alumbró tramas liberales y nacionalistas que pretendían sacudirse el yugo del Imperio Otomano. Ante semejante epidemia, en fin, la Europa de la Santa Alianza resolvió enviar los Cien Mil Hijos de San Luis a España para acabar con el Trienio Liberal en 1823, sin preocuparle demasiado, por cierto, la propagación de tales ideas al otro lado del Atlántico. Sea como fuere, la influencia no se detuvo, porque hasta en la lejana Rusia se han documentado simpatías por los sucesos de España en la revuelta decembrista de 1825.

En definitiva, la Europa meridional de 1820 demostró un potencial regenerador que, aunque fracasara, inició el camino que luego se retomó en 1830 y 1848. No se trata de extrapolar ni descontextualizar lo sucedido hace dos centurias, sino de pensar la actualidad históricamente. Hoy se dibuja en el continente un impulso que viene del Sur, donde redoblan su fuerza unas aspiraciones frente a cuyo legítimo desenvolvimiento se alzan trabas y obstáculos aparentemente insalvables. Haciendo abstracción de los respectivos contextos históricos y de las fuerzas en liza, bien podría decirse que los Cien Mil Hijos de San Luis del siglo XXI se llaman deuda y prima de riesgo, mientras que lo más parecido a las potencias de la Santa Alianza son los llamados mercados, tras los cuales hay nombres y apellidos. Los objetivos de unos y otros son, mutatis mutandis, análogos. Pero hay una diferencia sustancial que no hay que ignorar: en el primer tramo del siglo XIX dominaban los modelos políticos en los que los gobernantes se hacían intérpretes de la voluntad popular, arrogándose toda fuente de legitimidad, mientras que hoy se acepta que la soberanía reside en el pueblo y existe una opinión pública formada y cognoscible que se expresa en procesos electorales democráticos, circunstancias que redimensionan el significado de las citadas trabas e ilustran la gravedad de lo que está ocurriendo cuando los poderes financieros nos dictan los límites de lo posible.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 37, MARZO DE 2015

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