Afondando
Elegir para destacar sobre otros
José Luis San Fabián Maroto / Profesor de Pedagogía de la Universidad de Oviedo. La Constitución de 1978, en su artículo 27, estableció como libertades básicas de la educación la de cátedra o de enseñanza, la de elección de la formación religiosa y moral y la de creación de centros docentes. Sin embargo, en el ámbito educativo, la Constitución ha ido evolucionando sin necesidad de modificar su articulado, gracias a los pactos de los diferentes Gobiernos, a la firma de tratados internacionales y a las sentencias del Tribunal Constitucional que han creado jurisprudencia. A consecuencia de ello, la definición inicial de aquellas libertades ha expandido su significado y aplicación. Así, de la libertad de elección de la formación moral y religiosa se ha pasado a la libertad de elección de centro, y de la libertad de creación de centros se ha pasado a su casi automática financiación por parte de las Administraciones.
No en vano España, después de Bélgica, es el país europeo con mayor proporción de enseñanza privada subvencionada, con la peculiaridad añadida de que esta financiación se extiende a etapas no obligatorias, recayendo mayoritariamente en instituciones de iniciativa confesional. ¿Tendrá algo que ver este hecho diferencial con los problemas “seculares”, en su doble sentido, que arrastra nuestro sistema escolar? Por algo el historiador Puelles Benítez afirmó que en España no existe uno sino dos Ministerios de Educación: el del Gobierno y la Conferencia Episcopal.
Inicialmente la financiación de los centros privados tenía en cuenta la existencia de necesidades educativas, es decir, allí donde no llegaba o no era suficiente la oferta pública. Actualmente la libre elección de las familias es suficiente para justificar su financiación, sin referencia a las necesidades de los sectores más vulnerables, invirtiéndose el principio de subsidiariedad de la privada respecto a la pública. El dilema “pluralismo dentro de la escuela” frente a “pluralismo de escuelas” se ha decantado políticamente por esta segunda opción –¡si Luis Gómez Llorente levantase la cabeza!–. Aunque nuestro sistema educativo mantiene cierto pluralismo dentro de los centros –más patente en la red pública que en privada, homogeneizada por el poder adquisitivo de las familias que “eligen”–, el pluralismo de centros es hoy el principio que rige la política educativa para justificar una supuesta variedad de opciones a elegir por las familias, que, de esta forma, ya no eligen solo formación moral y religiosa sino también centro.
¿Calidad o distinción social?
El derecho a elegir centro se basa en el concepto de cliente, que en el contexto anglosajón se define como “elegir por pies”: si no te gusta un centro puedes ir a otro. Sin embargo, la gran mayoría de las familias no suele modificar su primera elección. El sistema educativo es visto como un supermercado en el que las familias eligen entre varios “productos”, algo que no solo distorsiona el sentido de la educación obligatoria, sino que, como ocurre en el mercado, los productos ofertados no están al alcance de todos por igual. En realidad, la elección de centro es un derecho imposible de garantizar universalmente, es discriminatorio –la diversidad de la oferta es mayor para unas zonas que otras– y genera inequidad: las familias con más medios tienen más opciones de elección. La elección de centro abre la educación al mundo de los negocios, que busca atraer a los clientes de mayor poder adquisitivo. Prueba de ello es el interés de fondos internacionales de capital riesgo por adquirir cadenas de escuelas privadas, como los Colegios Laude o el Grupo NACE.
Un buen sistema educativo es aquel que garantiza un alto nivel de calidad en todas sus instituciones para permitir que las familias lleven a sus hijos e hijas a la escuela más próxima, la de su pueblo o barrio. Desplazar diariamente a las criaturas varios kilómetros para acudir a la escuela primaria, además de poco sostenible ecológicamente, lo es educativa y socialmente, actuando como mecanismo de desigualdad: el lugar de residencia, el poder adquisitivo y el capital cultural de las familias cercena la supuesta libre elección de las mismas y crea guetos escolares.
Paradójicamente, en nuestro sistema educativo existen pocas diferencias significativas en los resultados académicos entre centros públicos y privados concertados, por ejemplo medidos en resultados PISA, si se controla la variable socioeconómica. Hay varios factores que modulan las posibles diferencias. Los centros privados pueden tener una ratio mayor y una menor dotación de personal especializado, pero a cambio matriculan menos alumnado con necesidades especiales o pertenecientes a colectivos marginados. En todo caso, cualquier desventaja inicial la compensan atrayendo a las familias de mayor nivel socioeconómico, que añaden a su capital cultural una mayor aportación económica a la educación escolar de sus hijos, algo que la LOMCE legaliza de hecho.
Al margen de la elección de centro, la Constitución contempla una estrategia más sensata en las etapas obligatorias para “elegir” la educación que las familias quieren: intervenir directamente en esa educación colaborando con los centros escolares. Se trata de una opción de ciudadanía, frente a la actual basada en el cliente, que exige una participación real de “los sectores afectados”.
La LOMCE abre una nueva “optatividad” desde la educación obligatoria, la Formación Profesional Básica, para quienes no pueden seguir con normalidad la educación secundaria. Dicha oferta, a juzgar por la asignación presupuestaria, no asegura que llegue a todos los que la demanden ni que se realice en condiciones de calidad; derivando en una vía de no retorno al sistema escolar que permitirá, eso sí, maquillar las estadísticas de abandono escolar.
La optatividad curricular en la educación obligatoria, por mucho que se intente justificar pedagógicamente, suele derivar en estrategias segregadoras y en una discriminación encubierta. Lo que se presenta como decisiones estrictamente curriculares, por ejemplo elegir una modalidad de enseñanza bilingüe, puede utilizarse en la práctica para seleccionar a los alumnos, conduciendo a itinerarios irreversibles o a renunciar a competencias o a niveles básicos.

Los colegios concertados solo acogen al 18% del alumnado con necesidades especiales o inmigrante. Foto / Mario Rojas.
Llingua y religión
Otro tipo de elección es el que deriva de las peculiaridades de cada Comunidad Autónoma, su lengua y cultura, algo que obviamente debe reflejar el currículum escolar –puede haber unas matemáticas o una física universales, pero no una cultura universal–. En el caso de Asturias, el estatus ambiguo de la lengua asturiana hace que su oferta sea actualmente objeto de polémica: elegir Lengua Asturiana o su alternativa, Cultura Asturiana. Parece lógico que si se vive en Asturias se incluya Cultura Asturiana en el currículum escolar, incluso como obligatoria. El problema parece estar en la enseñanza del Asturiano que al no ser lengua “cooficial” puede ver cuestionada su oferta obligatoria.
Tampoco el Estado español es confesional y la religión se oferta en todos los centros financiados con fondos públicos, obligando a las familias a elegir religión confesional o su alternativa, o mejor dicho, algunas familias eligen religión confesional mientras que a otras se les impone su alternativa. Precisamente, en Asturias, quienes reclaman ahora alternativas a la Lengua Asturiana diferentes a Cultura Asturiana (una segunda lengua extranjera, por ejemplo) son los mismos que llevan imponiendo más de cuarenta años una alternativa a la religión confesional que sea cualquier cosa siempre que carezca de interés académico.
La elección de las familias se utiliza como pretexto para hacer de la escuela un instrumento de distinción social desde sus primeras etapas. Como constata otro historiador de la educación, A. Viñao (2001), en la práctica “pese a las declaraciones y principios teóricos mantenidos, la libertad de elección de centros no existe ni se pretende que exista. Lo que se busca, más bien, es la libre elección o selección de alumnos por los centros docentes, en especial por los privados”. En refuerzo de esta libertad de elección de algunos centros, la LOMCE incorpora la “demanda social” para programar la red de centros y propone potenciar el “carácter propio” de los mismos a través de la “especialización curricular” y las “acciones de calidad”. Se ahonda así la brecha de un sistema escolar dividido en función del nivel económico y cultural de las familias. La propia OCDE, en su informe “Equidad y Calidad en la Educación”, advierte de los peligros que conlleva la libertad de elección de centro, al “contribuir a la segregación de estudiantes según sus capacidades y antecedentes socioeconómicos”.
El capital privado, cultural y económico busca sumarse e imponerse al capital público no solo fuera, que ya lo hace, sino también dentro de la escuela. Las familias que disponen de un capital superior quieren hacerlo valer en la escuela apropiándose de parcelas del currículum en su propio beneficio. Algunos Gobiernos ven la educación privada como una inversión rentable para sus políticas presupuestarias, a costa del interés general: la extensión de la educación concertada implica, a priori, una reducción del gasto público a la vez que un aumento del esfuerzo económico que deben hacer las familias, promoviendo la concentración de alumnos según origen socioeconómico y a elevar la desigualdad (véase Rogero-García y Andrés-Candelas, 2014). En un contexto de fraude fiscal consentido o legalizado, esto provoca una “revuelta fiscal de las clases acomodadas, que, apoyándose en el derecho a elegir para sus hijos el tipo de educación que deseen, no están dispuestas a seguir pagando los centros privados que han elegido y piden que el Estado les de dinero a través de subvenciones, del bono o cheque escolar o de exenciones fiscales”, según señala Viñao.
Destacar sobre otros
Se entiende que un tramo de la educación es obligatorio porque se considera necesario para todos los ciudadanos, independientemente de su origen social, adscripción religiosa, etc. Entonces, ¿qué justifica la optatividad en la Educación Obligatoria?, ¿diferentes ideologías y formas de entender la educación o más bien la búsqueda precoz de privilegios?
“Elegir para destacar sobre otros” es algo que puede parecer legítimo pero que no lo es tanto en una etapa de educación obligatoria. Lógicamente, las familias quieren lo mejor para sus hijos, lo que no es justo es que lo quieran a expensas de los hijos e hijas de los demás. Y es que la educación pública no es solo un mecanismo para la promoción individual, es también un instrumento para la convivencia, la cohesión y la justicia social, necesarias para vivir en colectividad. E. Díez Gutiérrez (2013) señala que “es responsabilidad de los Gobiernos crear y desarrollar una red de centros públicos que ofrezcan la mejor educación y con la máxima calidad para todos los niños y niñas, sin discriminación en función de la capacidad o los recursos de sus familias para seleccionar determinados centros”.
Si la educación obligatoria no tiene solo una función de promoción individual, sino de adquisición de unos aprendizajes y valores compartidos, debemos llegar a un consenso sobre lo que es importante enseñar en esta etapa. La educación obligatoria es un bien común del que debe beneficiarse toda la sociedad, al margen del mercado y de las diferencias socioeconómicas de la población. Es más, debe contribuir a compensar estas diferencias y devolver a la comunidad su inversión en calidad y equidad. O alcanzamos un acuerdo sobre los fines de la educación y lo que deben aprender nuestros hijos e hijas en esa edad escolar, o pondremos en riesgo esa conquista social e histórica que es la educación obligatoria, gratuita y en condiciones de igualdad.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 34, SEPTIEMBRE DE 2014

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