
El físico italiano Ettore Majorana.
EXCÉNTRICOS, RARAS Y OLVIDADOS. Natalia Fernández Díaz-Cabal / Lingüista y traductora.
Hay personas que siguen provocando fascinación a años luz de su desaparición. Se trata de un fenómeno mitológico que, periódicamente, resurge de sus cenizas para nutrir de esperanza la pobre imaginación humana e incluso nuestros destinos. Es el caso de Ettore Majorana, un físico excepcional que rindió al mundo a sus pies con su genio y uno de los enigmas preferidos de literatos y afectos a los fenómenos paranormales en general, gracias a la historia de su muerte. O de su presunta muerte, porque nunca se pudo confirmar.
En su primera vida, esa de la que poseemos probados documentos, Majorana había nacido un 5 de agosto de 1906, en la ciudad siciliana de Catania, el único lugar del mundo que parece hecho de piedra volcánica, hasta sus figuras humanas. Su padre había sido un ingeniero que había destacado en matemáticas; también un tío suyo se dedicó, de manera racheada, a investigar en telefonía antes de la llegada del gran Marconi. Majorana tuvo dos hermanas y dos hermanos. Todos lo recuerdan como un niño serio, que se embelesaba con libros sobre astronomía a los ocho años, cuando sus compañeros de escuela andaban a pedradas, iniciándose en los secretos del tirachinas. El adulto perfeccionista surgiría del fondo oscuro de ese niño obediente, dispuesto siempre a complacer a su madre.
En un escrito de tono abrumadoramente aséptico, que data de 1932 y cuyos destinatarios serían probablemente burócratas que debían decidir sobre si sus méritos eran suficientes para concederle una beca, se definía como alguien que había seguido los estudios “clásicos” en el Instituto y que luego había completado su formación de ingeniería en Roma. Más tarde, a finales de la década de los años veinte, atraído por la física, se pasó a la Facultad de Físicas, donde en un año finalizó brillantemente una licenciatura, que culminó con un trabajo prometedor sobre la física cuántica y nuclear. En realidad, se pasó a físicas después de que algunos científicos eminentes -sobre todo Enrico Fermi- lo convencieran de que, dadas sus cualidades excepcionales, estudiar física se avendría mejor a sus inquietudes que el horizonte ofrecido por la ingeniería.
Tras haber pasado un periodo importante en Alemania, jaleado por los más grandes físicos del momento, consiguió una plaza de titular de Física Teórica en la Universidad de Nápoles. Pero siempre parecía atribulado por algo que no sabía definir. La docencia no le llenaba y tampoco, al parecer, la vida. En su genialidad se percibía el reflejo de una persistente indolencia septentrional. Además, se quejaba de que sus colegas no entendían para nada sus teorías. De hecho, solo tres personas le comprendían, y los tres resultaron ser Premios Nobel. Por si fuera poco, se sentía incómodo en el traje humano que era él mismo y acariciaba el proyecto más magistral de su carrera entre electrones y positrones: desaparecer. Para siempre.
Teorías de la desaparición
En su último viaje a Palermo, en marzo de 1938, les dijo a sus amigos que, en caso de que desapareciera, no lo buscasen ni se preocuparan. La leyenda cuenta que tomó un barco de regreso a Nápoles y que nunca llegó a tierra. Sin embargo, las crónicas del momento abundan en matices que sugieren inequívocamente que se le volvió a ver en el hotelito napolitano en el que hacía poco que se alojaba y de donde, al cabo de una semana, desapareció sin dejar rastro. Como en algún momento había expresado su deseo de recluirse en un convento, para adentrarse en el silencio y en la paz, sus familiares empezaron a explorar esa vía. Además, dos padres de una comunidad religiosa en un convento de las afueras de la ciudad confirmaron haber recibido la visita de un joven cuya descripción parece coincidir con la del genio. Les rogó que lo acogieran. Como quiera que ellos, apelando a su juventud, le aconsejaron que meditara su decisión, se fue y no regresó jamás. A partir de ese momento empiezan a multiplicarse, como panes y peces milagrosos, las vidas no vividas de Majorana: los que le vieron deambular por el puerto, los que lo vieron mendigar, los que lo presuponen secuestrado… y los que dan por hecho su suicidio arrojándose por la borda de aquel barco que unía Sicilia y la Italia peninsular.
Leonardo Sciacia, en un libro publicado en 1975 –La desaparición de Majorana-, explora las hipótesis del convento, que son las que sostuvo la familia y las crónicas de esa primavera de 1938, cuando Majorana, sin haber cumplido los 32 años, desaparece. Pero los parientes resultan ser más literarios y pintorescos que el propio Sciacia y acuden a los prodigios de pitonisas de renombre, como la marquesa de Sarmiento, que saldó la petición desesperada de los consanguíneos del genio al grito de: “¡Un pozo, un pozo, veo un pozo!”, que desató el inagotable hilo de la imaginación popular y le inventaron un final a Majorana arrojándose al Etna, como había hecho Empédocles más de dos mil años antes, llevado por una curiosidad científica que acabó dentro de la implacable furia del volcán, que no sabe de inquietudes humanas. A mediados de los años setenta, la única hermana sobreviviente de Ettore, que habitaba precisamente en las faldas del volcán, cuando le preguntaban sobre el hermano, callaba. Para ella solo quedaba el recuerdo de cuando, sentada al piano, tocaba melodías que su hermano se animaba a acompañar.
Luego vino la tesis de que se había trasladado a Argentina, donde habría frecuentado numerosos círculos intelectuales. Y las hipótesis aportadas son tan consistentes como las de las historias anteriores; es decir, como tinta de agua. La única solidez del argumento reside en la llamativa desaparición del pasaporte.
A 76 años del inicio del misterio, lo cierto es que el paso del tiempo se ha tupido de cábalas y más cábalas. Aunque Ettore Majorana guardaba para sí el secreto de la energía atómica -faltaba poco para la Segunda Guerra Mundial y la búsqueda del arma definitiva- nadie cree que se sintiera amenazado por algún enemigo o que lo quisieran eliminar sin dejar rastro. Tampoco se le conocían amoríos por los que desvariar. El dinero no le preocupaba lo más mínimo. Era un hombre cicatero de pasiones, porque incluso la física, para él, era como una esclavitud. Están, pues, cerrados los grifos de la causalidad.
Pero, ¿nos parece poca causa la soledad de quien se ve obligado a otearlo todo desde alturas donde no llega otra voz humana, donde reina la destemplanza cuando no el interés, donde es imposible encontrar el sitio que, para no enloquecer, te pertenece? En su caso, desaparecer fue, quizá, la más elaborada de sus teorías.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 32, MAYO DE 2014
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