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La cárcel de Villabona desde dentro

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La cárcel de Villabona desde dentro

La cárcel de Villabona desde dentro. Foto / Pablo Nosti.

La cárcel de Villabona desde dentro. Foto / Pablo Nosti.

José Cezón / Periodista. “En la cárcel de Villabona puedes pillar de todo, pero lo que más hay es cocaína, heroína y porros; la diferencia es que cuesta el doble que en la calle: un gramo de coca puede valer entre 100 y 120 euros y encima es mierda más adulterada”. Quien habla es Luis, nombre ficticio de un asturiano de cuarenta y seis años, quien estuvo interno dos veces en los últimos nueve años en el penal de Llanera por tráfico de drogas, un delito al que se vio empujado por su adicción. Su desconocimiento de los códigos internos de la prisión le llevó a deambular por seis módulos diferentes (terapéuticos, preventivos y penados) e incluso vivió un paso fugaz por el módulo 3, que era famoso por albergar a los ‘violetas’ (violadores). Este vecino de la zona central de Asturias ha aceptado contar para ATLÁNTICA XXII su experiencia personal y relatar sin tapujos el reiterado incumplimiento de las normas en cuanto a consumo de estupefacientes y de alcohol, el manejo de dinero, las relaciones sexuales o la violencia, además del trato cotidiano con los funcionarios.

La droga se convierte en el tema más recurrente durante las casi cuatro horas de conversación. El constante trapicheo no solo mueve sustancias ilegales, sino que se trafica hasta con las pastillas -en general, calmantes y antidepresivos-, que los servicios médicos dispensan a los internos. Luis no tiene la menor duda de que los funcionarios son conocedores de ese mercado negro de estupefacientes. “Se sabe de sobra”, asegura, y pone como ejemplo el programa existente de provisión de jeringuillas hipodérmicas. La droga se introduce en el penal cuando los internos regresan de permiso, o bien a través de las visitas o de los encuentros íntimos. Los controles de seguridad se burlan con el material ‘empetado’ en preservativos e introducido casi siempre por el ano, aunque también hay alguno que se lo traga. Él mismo confiesa haber metido en dos ocasiones droga en Villabona oculta en los calzoncillos.

Cualquiera puede comprar allí sustancias ilícitas con suma facilidad. Los mayores trapicheos solían realizarse en lugares como la enfermería o el gimnasio para después consumirlas en los baños o en las propias celdas. La droga circula, además, entre los diferentes módulos, gracias a los internos autorizados para moverse entre pabellones o a los que sufren un traslado. Pero existe otro método muy común consistente en lanzar la droga por encima de los muros. Para esas ‘transacciones’, el camello y el comprador utilizan pelotas de tenis, o bien pilas sujetas con una cinta adhesiva. Los pedidos y los reenvíos van identificados con un apodo -lo que en el lenguaje carcelario se conoce como una ‘sema’- para preservar la identidad del remitente y el destinatario en caso de ser interceptados, algo que sucede raramente, ya que los funcionarios no suelen frecuentar los patios. Luis esboza una sonrisa recordando alguna ocasión en la que paseaba por el patio y vio caer del cielo alguno de esos ‘proyectiles’, o incluso de pegarle en la cabeza a algún interno desprevenido. “A la gente ni se le ocurre coger nada que no sea suyo si no quiere buscarse problemas serios, solo la recoge el que la está esperando”, advierte.

Alcohol y sexo

Otro producto prohibido es el alcohol, que algunos elaboran con métodos muy rudimentarios para venderlo en petacas. Lo preparaban en unos calderos con restos de fruta fermentada, agua y azúcar. “Había un preso que tenía incluso un alambique para fabricar orujo”, comenta entre risas.  Los teléfonos móviles son otro de los objetos más apreciados. “Yo nunca los vi, pero sé que los había. Y, en una ocasión, estuve en la calle con una persona que habló por teléfono con otro que estaba dentro”, apunta.

En la cárcel, el dinero está limitado y solo sirve para realizar las compras diarias en el economato. A él le tocó disponer de 65 euros semanales, que aumentó a 80 en su segunda reclusión. Poseen aparte otra asignación mensual, el demandadero, para compras externas. No reciben dinero en metálico, sino lo que se denomina peculio. Luis conoció dos sistemas diferentes. “La primera vez lo cambiabas por unos billetes como los del Monopoly, pero luego ya te daban como una tarjeta monedero”. Cree que ese cambio obedece a que algunos internos falsificaban los billetes, y aunque los auténticos iban numerados, tardaban bastante tiempo en descubrirles. Pero ese racionamiento también se vulneraba. Hay familiares que introducen dinero de forma irregular esquivando la ‘raqueta’ (el detector de metales), o internos que ejercen de prestamistas a cambio de una comisión. “Ellos preferían que se lo devolvieras en euros, porque el peculio tenían que ‘blanquearlo’”, apunta.

Las relaciones sexuales estaban prohibidas, salvo en circunstancias muy determinadas, pero Luis atestigua la existencia de contactos íntimos en los módulos terapéuticos, que son los únicos espacios mixtos de la prisión. “Era como en la época de Franco; si te gustaba alguien, tenías que pedir permiso al grupo y demostrar tus sentimientos hacia esa persona. Y para que te concedieran un vis a vis, tenías que cortejarla primero”, bromea. Otra norma que saltaba por los aires. El sexo se practicaba a menudo en las salas de vídeo o de reuniones. Los más privilegiados eran los denominados ‘apoyos’, los veteranos del módulo terapéutico, que gozaban de mayor libertad de movimientos e incluso disponían de llaves de algunas estancias. No era su caso. Luis cuenta una anécdota reveladora de lo que suponía la falta de contacto con el sexo femenino. “Yo iba todos los domingos a misa en la capilla solamente para ver muyeres y alegrar un poco la vista, pero, sobre todo, para que no se me olvidara de cómo eren”, recuerda. No es menos cierto que la asistencia a los oficios religiosos le servía también de excusa para dar un paseo “y cambiar de paredes”.

Un interno recoge los cubos de la basura. Foto / Pablo Nosti.

Un interno recoge los cubos de la basura. Foto / Pablo Nosti.

Módulos y funcionarios

Luis menciona el módulo de los presos preventivos como el más violento y peligroso de los seis que frecuentó. Y apunta una explicación muy convincente: “La gente llega de la calle de meterse un montón de droga y con muchísima ansiedad; se vuelven locos y eso se transmite a los demás. Están todo el tiempo buscándose problemas”. Del módulo 3, que ocupaban principalmente los condenados por delitos sexuales, tan solo rememora la sensación de “asco”, o cuando compartió celda con un hombre mayor y esquivo, que resultó ser un pederasta. No obstante, admite que era un módulo “muy tranquilo”. La experiencia carcelaria le enseñó dos lecciones para evitarse problemas: “No drogarte y rodearte de la gente adecuada que tampoco consuma”. Transmitir siempre una imagen de fortaleza era igual de importante. “Muchos presos vienen a tantearte para ver tu reacción y comprobar si eres débil de personalidad”, subraya.

En el trato con los funcionarios, diferencia muy claramente los que trabajan en los módulos terapéuticos, que eran más cercanos y comprensivos, de los que vigilan los pabellones más conflictivos. “Algunos te trataban como un animal, aunque les hablaras con educación”. Y lamenta su insensibilidad cuando alguien se ponía enfermo. “Tenías que estar muy malo para que te hicieran caso”. Pero añade que también había funcionarios “auténticos”, como uno al que llamaban Don Víctor, “que subía por las escaleras de la galería gritando ‘¡Agua, agua!’”. Pero, sin duda, lo que más le indignó fueron los traslados a los juicios. “La Guardia Civil nos llevaba siempre engrilletados y sin cinturón de seguridad, cuando ellos se dedican a poner multas a los que no lo ponen”. Luis escuchó el caso de un preso de Noreña que quedó parapléjico al volcar el furgón en el que le trasladaban.

Nuestro protagonista nunca sufrió violencia física por parte de los funcionarios, pero recuerda dos experiencias, cuando menos, sospechosas. Una noche escuchó abrir las cancelas de una celda anexa a la suya y a un interno “llorar a lágrima viva mientras le zurraban”. Y, en otra ocasión, presenció una escena de cuatro funcionarios enfundándose unos guantes de cuero y portando porras extensibles introduciendo en un cuarto a un preso extranjero esposado. Ya no vio más.

Luis conoció a fondo los diferentes módulos terapéuticos, sobre todo la segunda vez que entró en prisión con 18 meses de experiencia en Proyecto Hombre. “Sabía más que muchos terapeutas”, asegura. Una cuestión controvertida en esos espacios alejados de las drogas es que se les induzca a la delación de cualquier conducta ilícita. Al principio, lo censuraba como algo propio de una ‘perra’ (chivato), tal vez la mayor humillación para un presidiario, pero con el tiempo fue entendiendo que “lo hacían por tu bien”. No obstante, advierte de que, por encima de todo, “lo que busca la gente es salir pronto a la calle, y a veces no se chiva para ayudarte, sino en beneficio propio”.

Con sus defectos, Luis defiende la eficacia de esos módulos terapéuticos, donde imperan unas normas mucho más estrictas que no todos están dispuestos a asumir. De hecho, tiene muy claro que “toda la cárcel debería ser terapéutica, porque intentan cambiarte e inculcarte unos valores que no tienes”. Niega, por el contrario, que un preso pueda conseguir la reinserción social en el resto de pabellones. “En un módulo normal no sacas nada en limpio, sales más maleado y con más gana de armarla, aparte de que en la cárcel haces muchísimos contactos”, sentencia.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 29, NOVIEMBRE DE 2013

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