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Atlántica XXII

La ciencia de navegar en el Cantábrico

Afondando

La ciencia de navegar en el Cantábrico

ATLÁNTICA XXII compartió cuatro días de trabajo con la tripulación de un barco oceanográfico. Foto/ Sergio López.

Dos miembros de la redacción de esta revista, el redactor Rafa Balbuena y el fotógrafo Sergio López, compartieron este verano con la tripulación del buque “Ramón Margalef”, con base en Vigo, una de sus travesías habituales de cuatro jornadas. Esta embarcación del Instituto Español de Oceanografía (IEO) lleva a bordo a un equipo científico en la campaña de medición y clasificación de plancton que este organismo realiza desde 1991 por medio del proyecto Radiales. Partió de El Musel (Gijón), llegó hasta la bahía de Santander, rehizo la ruta para estacionar frente a Cudillero y desde ahí salió a mar abierta hasta ochenta millas de Cabo Peñas, para regresar al puerto gijonés. Antes de adentrarse en el estado de conservación del mar Cantábrico que reflejan estos estudios, en un número posterior, los periodistas de ATLÁNTICA XXII describen ahora la vida cotidiana en un barco de estas características.

Rafa Balbuena / Periodista.

Jueves 28 de julio: Lo primero que llama la atención al subir al barco en El Musel, en una tarde de calor abrasador, es que todo lo que nos rodea, suelo incluido, se mueve en todas direcciones y durante todo el rato. Algo a lo que tendremos que acostumbrarnos sí o sí durante los siguientes tres jornadas, ya que “el único sitio donde un barco se está completamente quieto es en el desguace… y ahí también se va a acabar moviendo”, según nos aclara con sorna, tras las presentaciones de rigor, el capitán Alberto Boubeta. Un vigués de cincuenta y cuatro años que hace diez abandonó la labor de patrón de buque pesquero para seguir ganándose la vida navegando. Junto a él, una tripulación de doce hombres marcados por el acento de su tierra, el carácter imperturbable que se asocia a los hombres de la mar y, por supuesto (¡vivan los tópicos!), ese humor gallego donde la sonrisa va casi siempre por dentro, y la ironía y el sarcasmo se confunden sin solución de continuidad. Con ellos, comparte espacio un equipo de científicos del IEO de las sedes de Gijón y Santander, dirigidos por la bióloga Alejandra Calvo, que explica los pormenores del proyecto: medir las poblaciones de zooplancton y fitoplancton, para estimar los efectos del tiempo, el clima, la pesca o la contaminación, entre otros muchos factores, sobre el medio marino cantábrico.

Así, tras hacer un recuento de tripulantes y pasaje, Cesáreo Teixeira, uno de los oficiales, explica las medidas a tomar en caso de naufragio. No parece, la verdad, el plan más prometedor para una tropa con varios debutantes en esto de navegar, aunque sea solo una medida formal y el parte meteorológico anuncie buen tiempo en los siguientes días. En cualquier caso, la pasarela ya ha sido retirada del muelle y las amarras soltadas: no hay vuelta atrás. Son las 21:20 horas y los motores arrancan. Tras ocupar los camarotes asignados –dotados de litera, mesa, silla, baño y el ineludible ventanuco de ojo de buey– subimos al puente de mando, donde las frases de rigor que no cabía dejar de escuchar (“largado de popa, libre proa: ¡avante!”), el traqueteo y las señales sonoras preceden a la imagen del mar abierto. Hemos zarpado, delante de nosotros va la embarcación de prácticos y atrás quedan la Campa Torres, la playa de San Lorenzo y el Elogio del Horizonte, con una hermosa puesta de sol como fondo. Navegaremos toda la noche, a una velocidad media de ocho nudos con destino a Santander. La travesía es tranquila y el sueño se coge fácil: el mar te acuna, literalmente, así que lo propio es dormir como un bebé. Lo único que rompe el silencio es ese sonido, tipo madrugada-de-sábado-en-casa, que empieza con el portazo de algún vecino, seguido de jadeos, gruñidos y toses, fluidos a presión, cisterna de váter y suspiro final de alivio. Una secuencia que se repetirá varias veces: algún incauto ha olvidado tomar su biodramina y ahora, a las cuatro de la mañana, lamenta recordarlo.

Viernes 29: Despertamos con la salida del sol: la vida a bordo se rige por horarios que tierra adentro se toman un poco a chufla (“dormir cuando las gallinas” y similares), pero que aquí sirven para aprovechar al máximo la luz del día. Aunque el barco tiene sus buenos –y caros– generadores eléctricos, es de tontos gastar energía si el sol te la da gratis. De este modo, el desayuno empieza a las siete de la mañana, los turnos de almuerzo a las once y los de cena a las siete de la tarde. Los cocineros del barco también responden al triple esquema mar-fogones-Galicia: afables y reservados a la vez, generosos en el menú, la ración y el derecho a repetición y, con los postres y el café en la mesa, su buen repertorio de historias y anécdotas. Y es que “ya que se viene a traballar, lo mínimo é comer como é debido ¿verdad?”. Mención aparte para los recipientes, gomas y dispositivos que evitan que sillas, vasos, platos y cualquier otra cosa con comida o bebida dentro acabe en el suelo a cuenta del zarandeo. La culpa, en todo caso, será del inexperto en desequilibrio…

El equipo científico manipula la «roseta», que extrae agua y plancton a profundidades previamente calculadas. Foto / Sergio López.

Tenemos delante Santander, con el Cabo Mayor frente a proa: primera parada científica –estación, en el argot–. Una boya contiene las muestras recogidas desde la última toma, hace un mes, e impresiona ver la precisión requerida para acercarse y manejar las grúas e instrumentos que retiran la “pesca”. La operación se repetirá veinte veces durante el viaje, usando la “roseta” que extrae agua a una profundidad fijada, detallando presión, temperatura, salinidad y factores análogos. O los “bongos”, una malla que se parece a ese instrumento musical y que captura el plancton por arrastre. Izados los aparejos, los oceanógrafos archivan de inmediato la captura, la miden, la clasifican y anotan los factores antes señalados: el método científico, en su complejidad, se basa en la repetición simple y continua de un experimento. Los resultados, pues, se verán en meses sucesivos. Y entre estación y estación, tiempos muertos. No tardan en aparecer delfines, señalando la existencia de bancos de peces. Preciosa estampa la de ver cómo se acercan en grupo a proa, saltando sobre el agua, sumergiéndose y deslizándose bajo la quilla a toda velocidad, para adelantarse al barco y, de repente, desaparecer en el agua.

Tras una tarde de mediciones, al anochecer avistamos Llanes. Oscurece, el tiempo ha enfriado y Asturias nos recibe con niebla. Aunque el oleaje arrecia un poco, la tripulación explica que el tiempo es inmejorable. Los científicos lo confirman: “Con olas, salir del camarote es una aventura, aparte de que el trabajo en el laboratorio se vuelve desesperante”, señala Alejandra Calvo.

Sábado 30: Seguimos recorriendo la línea de costa, hemos llegado a la vertical de Cudillero, que se ve como una mancha de casas blancas metida entre rocas. La vista permite identificar el viaducto de la Concha de Artedo y la barra de San Esteban. Es una ocasión de oro para los aficionados a la ornitología, y no faltan en cubierta los expertos que, armados de prismáticos y guía, se dedican a distinguir las distintas especies de pardelas, paíños o cormoranes que se avistan en el agua. Pero lo verdaderamente impactante llega al distinguir un chorro de vapor sobre el agua, con su aleta detrás. Cuando el capitán dice por el intercomunicador la frase “atentos, ballena a estribor” y uno ve saltar ese pedazo de cetáceo sobre la superficie para fascinación de todos los que se asoman a las barandillas, no es de extrañar que durante el resto de la travesía dé la sensación de que algunos parezcan estar buscando a Moby Dick. Al final, avistamos a distancia varios rorcuales comunes, ballenas de buen tamaño pero escasas en número: la actividad humana tiene mucho que ver en ello.

Varios delfines comunes se aproximan al buque «Ramón Margalef». Foto / Sergio López.

Estamos en la etapa más larga. Hay que alcanzar otra boya de mediciones en el “transecto” (de ruta predeterminada) más alejado, a 80 millas frente a Cabo Peñas, y hacer una cata nocturna de plancton. La tarde es larga y, pese al sol y los cambios de brisa, la calma interior es total: estar sin conexión telefónica ni Internet (aunque el barco dispone de red propia), con la mar como un plato, el silencio y un horizonte sin fin da este resultado. Dentro, quitando los oficiales de guardia en el puente, el ambiente es distendido: frente a la agitación y el “todos a una” que requiere cada recogida de muestras, la tripulación y los biólogos departen entre naipes y café. Otros aprovechan para charlar, leer o ver una película. No falta quien cuenta experiencias de naufragios: reales y con detalles duros como puñetazos. O del lento y progresivo desmantelamiento de las navieras, los armadores, las cofradías y la pesca de bajura en las Rías Baixas…

Cuando ya es noche cerrada, la última “pesca” de plancton nos brinda otro espectáculo: los focos iluminan el agua negra y vemos miles de puntitos de luz que rodean el barco como luciérnagas submarinas: son los ojos de los peces, atraídos por la luz artificial, que se reflejan mientras nadan a toda velocidad. También entendemos, para alegría de fotógrafos y técnicos de vídeo, los efectos de la luz halógena sobre el mar de noche. El color “aguamarina” cobra sentido pleno. No todos los días se ve un tono “nuevo”, y hay que aprovecharlo captándolo con la maquinaria adecuada.

Domingo 31: El regreso a puerto lo marca el sonido del Whatsapp, que al aproximarnos a costa vuelve a estar disponible. La niebla levanta y distinguimos la playa de Estaño, los peñascos de “Las Gemelas”, el mirador de La Providencia y el arenal de Serín. Las pardelas han dado paso a las gaviotas y la inusual imagen de Gijón desde el agua recuerda a un documental de televisión, con la diferencia de que lo estamos viendo frente a nuestros ojos sin cuadro que la empequeñezca ni mando a distancia que la controle. Con el dique exterior embocado, aparece la lancha de prácticos y de ella sube un técnico del puerto. Tras cuatro días de inmersión entre navegantes gallegos, empapándonos de su forma de ser, aparece el primer asturiano a bordo por obra y gracia de la Autoridad Portuaria de Gijón. La mar no tiene fronteras, pero entre estos pueblos vecinos del Cantábrico se notan las diferencias solo con poner el oído. El recién llegado saluda a todos efusivamente, a voces y entre sonoros cagamentos, todo de una tacada: lo peor de los tópicos es que son ciertos.

El viaje ha acabado y tras la recogida del petate y las despedidas, al pisar tierra firme no dejamos de pensar que la vida a bordo es una aventura tan sobria como extraordinaria, que enriquece humanamente, y no solo a quien aprecia a la naturaleza o no puede prescindir de la mar. Una lección elemental, pero que en ningún caso convendría olvidar en la montaña rusa del día a día.

Un marinero supervisa los aparejos durante la toma de muestras. Foto / Sergio López.

La salud de la mar

El Proyecto Radiales, que el IEO empezó a desarrollar en el litoral atlántico hace 25 años, consiste en la medición de temperatura, salinidad, oxígeno o radiación solar del mar, además del recuento estadístico de las masas de plancton, compuestas por algas, peces, crustáceos y otros microorganismos. Los resultados se remiten al Ministerio de Economía y Competitividad, del que depende actualmente la entidad, y además de medir la “salud” del medio marino sirve entre otras cosas “para relacionar la escasez o abundancia de especies de pesca en base a factores como la contaminación, el calentamiento, la estacionalidad o la presencia de depredadores”, explica Alejandra Calvo. En 1992 comenzaron los muestreos específicos del Cantábrico, que hoy desempeñan los buques “Ramón Margalef” y “Ángeles Alvariño”, por medio de doce expediciones al año que recorren los cinco “transectos” ubicados en aguas de Santander, Gijón, Cudillero, La Coruña y Vigo.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 46, SEPTIEMBRE DE 2016

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