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Atlántica XXII

La escuela es la paja

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La escuela es la paja

¿Por qué Asturias no es Finlandia?

Un grupo de niños y niñas con el maestro y un sacerdote junto a la escuela de Villalmarzo. 1930.

Artículo publicado en el número 59 de Atlántica XXII (noviembre de 2018)

Ramón Fernández | Profesor de Instituto

 

Me piden los amigos de ATLÁNTICA XXII que escriba mis impresiones acerca de la Educación, su presente y su futuro. Enseguida les digo que poco puedo aportar: miren mi nombre, común; y eso en esta Asturias de grandes familias (intelectuales y de las otras). Soy como el señor Esteve Pessoano, sin metafísica, sin pedagogía, sin carnets ni cargo alguno. Sin certezas. Pero llevo casi treinta años en las aulas asturianas y digo: poco ha cambiado esto desde que yo era alumno de pantalones cortos y maestros con rostro avinagrado (por cierto, soy profesor, a pesar de la mayoría de ellos). Y como entonces, una palabra se instala en los pasillos de las escuelas e institutos, en los púlpitos de la Universidad: aburrimiento. La palabra la repiten alumnos de toda condición, como un mantra. El aburrimiento, esa plaga. Me aburro luego existo. «Escuela es la paja / sin una corrida», cantaba Germán Coppini en aquel provocador tema de los años 80.

El talento no se puede desarrollar en una atmósfera tal. El talento nace de la curiosidad, de una chispa que sigue siendo casi imposible en las condiciones actuales. Apunto culpables: en primer lugar, las autoridades políticas; en segundo lugar, el camastronismo universitario.

Los políticos que nos gobiernan hablan de Educación solemnemente, pero, salvo el primer socialismo –¿qué se hizo de aquel Felipe González de la pana y Suresnes?–, todo fue páramo disfrazado de siglas: LOECE, LODE, LOGSE, LOCE, LOE, LOMCE… Palabros con unas pocas ideas brillantes y mucho fárrago pedagógico del demonio. Había que repasar lo apuntes de semiología para interpretar aquello. Y los profesores, formados la mayoría en las aulas de «La letra con sangre entra» y «Con flores a María».

No os enfadéis, mis semejantes, mis hermanos de insti, formados todos nosotros por universitarios –las más de las veces, repito– en la más estricta ortodoxia militar decimonónica. Yo escupo mis amarillentos apuntes; usted copie, señor Fernández. Esto fue así hace treinta años y en buena medida lo sigue siendo –me consta– salvo un puñado de buenos profesores. Muchos de estos fueron fichados por universidades foráneas, ya que los cuchillos departamentales y el nepotismo archisabido se mantienen. Y ya se sabe que el talento y la innovación son percibidas en nuestra aldea con suspicacia y recelo (y no digo ya el crédito político o ideológico: la politización pueril en Asturias alcanza niveles alarmantes. Donde antes hablé de los cuchillos entre los dientes pueden ustedes poner el carnet de tal partido o sindicato. De tal manera que tu valor en la feria de las vanidades es grupal, de clan. Y a la inversa, puedes ser sospechoso de por vida si no perteneces a la checa de turno).

Ahí va una anécdota, no sé si reveladora, para que no digan que abuso de generalidades. Hace unos pocos años, tres alumnas del que suscribe, brillantísimas, de Humanidades puras, decidieron iniciar en Oviedo una licenciatura de moda en el campo de las letras y la filosofía –no digo su nombre para no polemizar, uno de sus miembros anda estos días en los periódicos–. La citada licenciatura es de esas disciplinas que para un ateo como yo supondrían el omphalos/nirvana o la estafa perfecta. A mis dilectas les ocurrió lo segundo, y las tres abandonaron antes del fin de curso. Las tres me contaban lo mismo: que sigue habiendo profesores que dictan apuntes, que el diálogo con los alumnos está proscrito, que cualquier alusión marginal a la materia es poco menos que un milagro. Si de ese ámbito surgen, entre otros, los jóvenes educadores, ¿qué se puede esperar, salvo desaliento?

Foto escolar anónima.

PACTO POR LA EDUCACIÓN

¿Y las autoridades educativas competentes, los dirigentes que sólo leen en verano, los iluminados del fárrago (contra) reformista? Bien, gracias. El tantas veces implorado Pacto por la Educación es imposible en un país en el que nuestros prebostes han demostrado que no creen realmente en la educación. Asturias (España) no es Finlandia. En macroeconomía el tamaño sí importa. España dedica a educación un raquítico 4% de su PIB. Finlandia casi nos dobla. Estamos cansados de escuchar de ministros, consejeros, ujieres y edecanes que los educadores tenemos que poner buena voluntad, buena cara a la precariedad y el marasmo (por dios, estamos tan congelados salarialmente como peces de plástico). ¿Se imaginan un sistema educativo donde fichen a arquitectos imaginativos para que hagan habitables los espacios, donde se revisen de verdad los programas con la participación de los alumnos, donde el que quiera investigar e innovar pueda hacerlo? Eso es Finlandia, y otros países del norte. Aquí la última polémica es regresar a las 18 horas lectivas. ¡Estamos a veinte! ¿Se imaginan cuatro funciones diarias de teatro para un espectador que no se inmutaría ni ante Shakira bailando la danza del vientre? (No se me solivianten las feministas, por favor, es un ejemplo).

Hemos hecho bien los deberes y hemos aletargado a la parroquia púber. La peña educadora está cansada, desmotivada, desnortada y esto no se arregla con píos propósitos. Casi deseamos que lleguen los bárbaros, como en el poema de Kavafis, sin darnos cuenta de que están entre nosotros, y nos gobiernan. Me piden los coordinadores de esta revista que intente acabar el artículo con unas palabras constructivas o esperanzadoras. Se me ocurren varias propuestas. La primera, nombrar a Asturias una República Dependiente de Finlandia, un poco al modo de los cantones belgas.

Más en serio. Me hundo en mis cavilaciones, mal augurio vaticino para nuestros infantes. Pero enseguida caigo en la solución. En realidad la tengo muy clara desde el principio. Y lo digo con palabras vibrantes de Machado, que hablaba de la «eterna juventud, de la rabia y de la idea». Porque –como vengo diciendo– no creo en mí demasiado (¡perdón, John Lennon!), un poco en los compañeros de escuela e insti, poco en un puñado de universitarios… Pero sí tengo fe ciega en los jóvenes. También son vibrantes como el poema de Machado y alguna vez nacieron pequeños: «Río turbio nacido de fuente clara», por decirlo con otro poeta.

Lo único que permanece inalterable, frente a este panorama desolador, es la energía de los jóvenes, contra lo que se cree. En ellos está la clave, pero nadie puede aventurar cuál sea; su secreto no lo comparten con los mayores, porque nosotros hemos dilapidado la herencia que nunca les dejaremos. Y por acabar como empecé, con Golpes Bajos: ¡Despierta, escuela, despierta y mira!

 

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