Connect with us

Atlántica XXII

La inesperada vida de Katharine Graham

Afondando

La inesperada vida de Katharine Graham

Katharine Graham fue editora y presidenta de 'The Washington Post' durante casi tres décadas.

Katharine Graham fue editora y presidenta de ‘The Washington Post’ durante casi tres décadas.

Patricia Simón / Periodista.

Son muchas las editoriales que recomiendan a los escritores que sus libros no pasen de 150 páginas. Espantan a los clientes, según sus estudios de mercado. En una sociedad donde los medios de comunicación nos han educado en noticias de cuatro párrafos, crónicas radiofónicas de 40 segundos o piezas televisivas de un minuto, y en la que la capacidad de concentración ha menguado por la lectura en Internet, nos han querido hacer creer que se pueden conocer y entender hechos, procesos e historias con la concatenación de unos pocos datos. No hace falta explicar que el conocimiento requiere más que la lectura de unos cuantos titulares o libros de poco más de un centenar de páginas.

Más si cabe si la biografía que se pretende recorrer es la de una mujer poderosa que, además, fue la única fémina en los escenarios en los que se desenvolvió a lo largo de gran parte del siglo XX.

Katharine Graham, editora y presidenta de The Washington Post durante casi tres décadas, responsable de la cabecera más influyente del mundo junto al The New York Times, reconstruye su vida en Una historia personal. Sobre cómo alcancé la cima del periodismo en un mundo de hombres, una biografía publicada en España por Libros del K.O. Un libro que aborda la historia reciente de Estados Unidos desde la mirada de una espectadora  y actora de primera línea. Pero sobre todo una obra que documenta cómo un periodismo independiente y exigente es fundamental para las sociedades democráticas, y cómo no existe más destino que el que nos vamos labrando cada día. Incluso para los más poderosos.

Graham, hija del propietario del diario capitalino, solo se convirtió en su editora una vez que murió su marido. Para una mujer nacida en Nueva York en 1917 no era extraño que su padre ni siquiera se planteara que ella pudiera comandar la cabecera de referencia en el Capitolio. “No solo no me molestó que hubiera pensado en mi marido y no en mí, sino que estaba encantada. Nunca se me ocurrió que podría haberme juzgado capaz de asumir un puesto importante en el periódico”. Sin embargo, fue bajo su liderazgo cuando el vespertino alcanzó la cumbre, con la publicación –pese a todo tipo de presiones gubernamentales– de los papeles secretos del Pentágono sobre la Guerra de Vietnam y, sobre todo, el Watergate. También entonces su conglomerado empresarial, el Washington Post Company, adquirió decenas de empresas, entre otras el Newsweek, y consiguió que sus acciones fueran las más valiosas y estables del panorama mediático estadounidense.

A su marcha como editora del Post en 1979, su compañía valía 500 millones de dólares y contaba con unos 5.000 empleados.

Pero esta no es la historia de una gran gerente, que también lo fue y eso le granjeó la fama en su tiempo de mujer “difícil”. Es un símbolo de una época en la que el neoliberalismo no había arrasado con la sensibilidad social del liberalismo demócrata que marcó el rumbo de la modernidad occidental.

Graham era hija de Eugene Meyer, un judío de origen francés que consiguió su fortuna en la bolsa a partir de los 600 dólares que su padre le dio por no haber empezado a fumar antes de los 21 años, y de Agnes Ernst, una licenciada –gracias a becas– en Filosofía y Literatura que trabajaba como periodista freelance cuando no estaba actuando en obras de teatro alternativas. Su padre cayó rendido ante esta mujer excéntrica, artística, ególatra y revolucionaria en su forma de entender la vida, la relación conyugal y la crianza de los hijos: antes de tener a Katharine, cuarta de cinco hijos, se marchó de viaje a Europa para redefinir su papel como madre y esposa. Y, para no perder su identidad individual, delegó parte del cuidado de sus hijos en una niñera. Agnes nunca dejó de escribir crónicas y artículos de opinión sobre educación y arte, y contra los desmanes de los republicanos. Aun cuando su marido ocupó cargos de alta responsabilidad en más de siete Gobiernos estadounidenses de distinto signo político.

Los padres, obsesionados por el valor de la educación, matricularon a Graham en un colegio de Washington, conocido por su rompedora pedagogía, en la que aprendían que Dios era una mujer y en cuyas clases de religión abordaban las raíces de la pobreza. No es de extrañar que, a la hora de elegir universidad, se decidiera por la de Chicago, que se diferenciaba del resto por basarse en la lectura de las grandes obras occidentales y su posterior discusión mediante el método socrático. “Aprendíamos a mantener una discusión, a no amilanarnos, a responder al desafío y, sobre todo, a hacerlo con gracia”.

Pero por muy vanguardista que nos parezca el entorno –coincidente con la Guerra Civil española–, Katherine crecía en unos EEUU donde no podía comprar una vivienda en determinados barrios, por mucho dinero que tuviera, porque aún existían territorios vetados para judíos y negros.

De ‘hija de’ a ‘esposa de’

Ya licenciada, entró a trabajar como reportera del San Francisco News. Responsable de los conflictos laborales, a sus 21 años pasaba gran parte del día en su puerto, el mayor de la costa oeste, donde los sindicalistas del sector marítimo libraban una de las batallas más significativas del movimiento obrero estadounidense. Su inseguridad, alimentada a lo largo de su vida por la personalidad arrolladora y ególatra de su madre, la empujaba a superarse en cada noticia y ser la primera en darla. Y de la mejor manera, como definía García Márquez la excelencia periodística.

Portada de la autobiografía de Katharine Graham, publicada en España por Libros del K.O.

Portada de la autobiografía de Katharine Graham, publicada en España por Libros del K.O.

Ser la hija del ya entonces propietario del Washington Post –que lo había adquirido con la cabecera en bancarrota y convencido de que la etapa de madurez de los afortunados económicamente debía estar destinada al servicio público– no dejaba de ser una losa que la forzaba a demostrar que era buena profesional, además de ‘una niña bien hija de’. Máxime en un ambiente donde los periodistas aún se distinguían por ser bohemios vividores que habían elegido ese oficio por la excitación de estar en contacto con lo extraordinario, lo noticioso. Eran tiempos aquellos en los que no se llegaba a las redacciones tras másteres homogeneizantes de grandes grupos mediáticos, ni a los puestos directivos tras formarse en universidades privadas de marketing y empresariales.

Durante años, el Post perdió cientos de miles de dólares, pero, gracias a la liquidez y el empeño de su padre por fichar a los mejores redactores, salió a flote. Aun cuando las pérdidas ascendían a 750.000 dólares anuales, pero afianzada ya una senda de crecimiento, Meyer decidió repartir dos tercios de los avances con respecto al año anterior entre los periodistas. Qué diferencia con los tiempos actuales, en los que grandes grupos mediáticos despiden a sus profesionales veteranos para incorporar a becarios cuando los beneficios descienden.

Cuando Katharine decidió integrarse en la redacción del Washington Post, lo hizo en la sección de opinión, para salvaguardar la imagen de independencia del área informativa del medio. En más de una ocasión acudió a las ruedas de prensa presidenciales, que describe como “un pequeño grupo de hombres de pie, alrededor del presidente, que le escuchaban, bromeaban y le hacían algunas preguntas”. Por aquellos días, en EEUU se debatía sobre su posible intervención en la II Guerra Mundial, una implicación que apoyaba Katharine y el que acabaría sirviendo su futuro esposo, Phil Graham.

El joven, que se había licenciado en Derecho en Harvard, trabajaba cuando se conocieron como ayudante de un juez del Tribunal Supremo. Ella, que había tenido que “aprender” a gustar a los hombres en su adolescencia “riendo mucho aunque sus bromas no tuvieran gracia”, no podía creerse que ese hombre brillante y guapo la quisiera como ella le quería a él. Poco después, él decidiría alistarse voluntariamente en el Ejército para prepararse para cuando Estados Unidos se decidiera a luchar contra el fascismo en Europa. Ella le siguió de una base militar a otra, teniendo la oportunidad así de conocer aislados pueblos de la América profunda. Escribe que, décadas después, aún le costaba entender cómo podían ser felices a pesar de su profunda preocupación por los horrores que sacudían Europa. Pregunta que bien podríamos hacernos nosotros mismos, ahora que Europa se ha convertido en escenario de otro tipo de guerra, la que libra la UE contra los refugiados.

Acabado el conflicto, y a propuesta de su padre, su marido empezó a trabajar en el Post –pese a su escasa experiencia periodística, que se reducía a haber sido redactor y director del prestigioso periódico universitario Harvard Law Review–. También eran tiempos aquellos en los que para ser periodista no se pedía una licenciatura en esa especialidad, sino tener una curiosidad intelectual insaciable, conocimientos variados y contundentes, escribir bien y vivir la vida intensamente.

Phil se convertiría en el director del Post pocos años después, a la vez que ella iba desdibujándose ante su sombra: “Se suponía que yo tenía que hacer los trabajos sucios, mientras Phil daba las instrucciones y aportaba el elemento divertido. Poco a poco fui convirtiéndome en una gruñona y, peor aún, aceptando mi papel de ciudadana de segunda categoría. Con el tiempo esa división de funciones se acentuó y yo fui adquiriendo más inseguridades”.

A pesar de su alcoholismo y desplantes, por las palabras de Katharine se infiere que prefiere creer que los desprecios e infidelidades de su marido se debieron en gran medida a la enfermedad mental que Phil gestó durante años y que nadie diagnosticó hasta que fue demasiado tarde. Se suicidó en 1963.

“Los premios lo envenenan todo”

No fue hasta entonces, ya sin padre ni esposo y a los 46 años, cuando Katharine se vio abocada a convertirse en editora del periódico en el que había crecido y que ya había dado sobradas lecciones de modernidad. En 1947, el entonces director gerente Russ Wiggins –que después sería nombrado embajador de EEUU ante las Naciones Unidas– estableció entre las nuevas normas dejar de hacer identificaciones raciales en las noticias o rechazar los viajes pagados por el Gobierno, entre otras.

Quizás, uno de los momentos más amargos para la cabecera fue la publicación en 1981 de “La historia de Jimmy”, un niño adicto a la heroína, que obtuvo repercusión internacional y el premio Pulitzer. Ni la historia ni el currículum de la periodista eran ciertos. Lo había inventado todo. El Washington Post evaluó qué había posibilitado esta cadena de errores. Así lo resume Katharine: “La confianza en los reporteros había ido demasiado lejos; los jóvenes periodistas querían encontrar un Watergate debajo de cada piedra; la lucha por los premios periodísticos lo envenenaba todo; la gente nueva no debía ir tan deprisa; los jefes no prestaban suficiente atención a las dudas que se les planteaban desde abajo”.

Hoy, cuando gran parte de los medios de comunicación se alimentan de colaboraciones malpagadas a periodistas freelance, que sacrifican un mínimo de estabilidad en pos de su vocación, mientras que en las Facultades se enseña que la única forma de vivir de esta profesión es crearse “una marca” conocida, en lugar de explicar que éste es un oficio que se adquiere con la práctica y que exige credibilidad,  cuando el desmantelamiento de las redacciones ha acabado con la figura de los editores veteranos –con la suficiente experiencia como para contrastar y detectar incoherencias–, es más fácil que nunca que episodios tan lamentables como “La historia de Jimmy” se repitan otra vez.

Una historia personal no es un libro sobre periodismo, pero sí sobre cómo la crisis de los medios de comunicación debería preocupar a toda la ciudadanía. También es la historia de una mujer que aprendió de su amigo Joe Alsop que “los enemigos contra los que hay que luchar son el aburrimiento, el vacío y la complacencia”. Lo hizo toda su vida. Cuando dejó la presidencia del Post en manos de su hijo, que había servido en Vietnam y que luego fue policía en Columbia –una labor tan peligrosa como la guerra y en la que maduró más que en los años de servicio militar porque según él mismo “en el Ejército sólo tenía que hacer lo que le ordenaban, todo el día, mientras en la policía había que estar tomando decisiones sobre la marcha y en condiciones difíciles”–, Katharine se dedicó a viajar con periodistas del Post y Newsweek para entrevistar a dirigentes internacionales. Cuando publicaron la que le habían hecho a Gadafi, la acompañaron de una fotografía que ella misma tomó. Le pagaron los 87,5 dólares correspondientes con un cheque, que enmarcó y colgó en su despacho.

Hasta muy avanzada edad, siguió ocupando puestos en diferentes juntas directivas como la de la Asociación Nacional de Editores, en la que tuvo que esperar para poder ingresar a que se retirara unos de sus miembros, que se oponía al ingreso de una mujer. Aunque fuese la mismísima editora del Washington Post y de Newsweek. Katharine, destinada a ser hija de, compañera de y madre de, a quedarse en el salón de té con las mujeres de los dirigentes y ejecutivos, tuvo la oportunidad de romper techos que para las mujeres no eran entonces de cristal, sino de hormigón armado. Y lo hizo. Aunque para eso tuviera que soportar la fama “de mujer difícil”.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 46, SEPTIEMBRE DE 2016

Continue Reading
Click to comment

You must be logged in to post a comment Login

Leave a Reply

Más en la categoría Afondando

  • Afondando

    La última nigromante

    By

    Un retrato de A Bruxa de Brañavara, nacida hace cien años y una de las últimas...

  • Afondando

    La maraña del enchufismo

    By

    Artículo publicado en el número 61 de nuestra edición de papel (marzo de 2019) como inicio...

  • Afondando

    País

    By

      Artículo publicado en el número 61 de la edición de papel del número 61 de...

  • Afondando

    El Daglas

    By

    Cuento e ilustraciones extraídos del libro Los niños de humo, de la editorial Pez de Plata,...

  • Afondando

    El espejo ultra de Salvini

    By

    Esta artículo pertenece al número 60 de ATLÁNTICA XXII. El país que fue referente de la...

Último número

To Top