Afondando
La nueva AntiEspaña
Se fue harto de promesas,
harto de palabras buenas,
y ahora debe andar perdido
por algún lugar del mapa.
Si en algún camino encuentras
gente con la casa a cuestas,
no les hables de su tierra,
que te mirarán con rabia.
Con rabia en la voz y el viento,
con la rabia en las palabras,
con la rabia que produce
abandonar lo que se ama.
(De “Todos repiten lo mismo”, canción de José Antonio Labordeta)
Pablo Batalla Cuesta / Periodista. «Me da bastante vergüenza decir que soy española a la gente extranjera». Quien tan duras palabras emplea para referirse a su país de origen es Patricia Mora, una valenciana de 36 años que vive desde el pasado mes de marzo en Santiago de Chile, donde ha tardado poco en conseguir trabajo como inspector técnico de obras en una ingeniería chilena. «Estoy muy, muy cabreada con mi país», apostilla. «No siento ningún orgullo por ser española».
No es un caso aislado sino el de muchos otros jóvenes españoles obligados a emigrar por la crisis económica. Hay quien la ha analizado sagazmente como una curiosa mezcla de dos grandes emigraciones de españoles del siglo XX: la de la intelectualidad republicana de 1939 y la de los años cincuenta. Son licenciados universitarios con conocimiento de idiomas, como en el final de la guerra; buscan cualquier trabajo, como en la posguerra. «Espíritus emprendedores», cuando no «leyendas urbanas», en cierta dialéctica de esconder la porquería bajo la alfombra que acostumbran a emplear los políticos de la “casta”, el perfil de aquéllos a quienes otros prefieren llamar «exiliados económicos» suele distar bastante del joven aventurero que sale de su casa con alegría a devorar nuevos horizontes.
Si bien la palabra «exiliados» no deja de ser una hipérbole conveniente al uso electoral, sí que hay mucho de la figura clásica del desterrado en estas gentes: como ellos, se marchan sin realmente quererlo, después de agotar todas las vías posibles para quedarse, henchidos de una mezcla de melancolía y rabia. En algunos casos, esa rabia acaba cristalizando en un sentimiento global de rechazo hacia ese país que, en cierta medida, podría recibir perfectamente la etiqueta de «Estado fallido», que periodistas y comentaristas políticos utilizan para describir a aquellos Estados soberanos incapaces de garantizar el suministro de servicios básicos a sus habitantes, y que el centro de estudios estadounidense Fund for Peace enumera anualmente en una lista que siempre encabezan Somalia y la República Democrática del Congo. Lo cierto es que de ninguna otra forma puede llamarse a un Estado incapaz de dar empleo, sustento y perspectivas de vida independiente a la gran mayoría de sus jóvenes. Esos «exiliados» reniegan, como Patricia, de su país aunque sin adscribirse a una nueva nacionalidad reconocida por la ONU o por reconocer. Se vuelven más o menos apátridas. «Yo no veré nunca a Chile como mi país, y hacerse nacionalista de una región de España lo veo un poco como un arrebato o una pataleta», resume Patricia.
Son, de algún modo, la nueva AntiEspaña, y una más real, más literal, que la primera, etiqueta con la cual los vencedores de nuestra Guerra Civil agruparon sin distingos a todos sus enemigos. El término proviene del enfrentamiento desatado en la universidad española, a finales del siglo XIX, entre krausistas y casticistas: los primeros proponían una renovación radical de la educación española siguiendo modelos y tendencias puestos en práctica en los países avanzados de Europa; los segundos, renuentes a lo extranjero, bautizaron así, AntiEspaña, a sus rivales. El palabro hizo fortuna y pervivió en las bocas y las plumas de los representantes de las ideologías que, unidas contra la II República, ganarían la contienda civil y apoyarían al franquismo: reunía bajo un mismo rótulo cómodo y efectivo a antiespañoles reales, como los nacionalistas vascos y catalanes, y a otros que no lo eran en absoluto, como el muy español Manuel Azaña.
La nueva AntiEspaña tiene, sí, poco que ver con ésa: no es una AntiEspaña política, sino más bien una AntiEspaña emocional, visceral. «No puedo sentir aprecio por un país que no da oportunidades a los ciudadanos que se lo curran y en cambio apoya a los sinvergüenzas que roban y delinquen. Siento que cada vez tengo menos que ver con lo que se entiende por España, y no tiene nada que ver con la política: conozco emigrantes que sienten lo mismo y los hay de todas las ideologías», se desahoga un usuario anónimo en el foro Spaniards, el más conocido de cuantos sirven para poner en contacto a emigrantes españoles de todo el mundo. En el mismo foro otro usuario, afincado en Estados Unidos, escribe, de un modo maniqueo y poco riguroso, que sin embargo es habitual, que «aquí nadie se muere de hambre, ni se suicida porque no puede pagar una vivienda a la que están encadenados de por vida. Aquí, con un salario considerado moderado-bajo para los estándares americanos, me he independizado en mi propia vivienda, pago las facturas, imprevistos, comida, coche y me mantengo a mí y a mi mujer, y además ahorramos. En España eso es una utopía».
Mierda, ser y estar
Por supuesto, no faltan expatriados opuestos a esa visión. Pablo García Guerrero, editor gijonés de 35 años afincado en París desde hace algo más de un año, asegura haberse encontrado «más bien el perfil contrario: gente que relativiza los “males” de España al ver que en todas partes cuecen habas». Como para darle la razón, Manuel Palomares, joven madrileño licenciado en Derecho que ejerce como practicante en un juzgado de Santiago de Chile, proclama: «Soy emigrante y amo España. De hecho, cuanto más conozco Chile, más echo de menos España». Otros, sin embargo, relativizan a su vez la relativización de la que habla Pablo García. Es el caso de Javier García Riopedre, periodista gijonés de 26 años expatriado en Londres, donde trabaja para la compañía japonesa de calzado y complementos deportivos ASICS. Su opinión al respecto es que «es verdad que cada uno tiene su mierda, lo que pasa es que alguna huele peor que otra, o que algunos no sacan la basura tan habitualmente como otros».
Por su parte, Teresa Hornero, educadora infantil madrileña que lleva cinco de sus 34 años en Chile, explica de sí misma: «Me ha decepcionado mucho España. Pienso que hemos tirado a la basura todos los esfuerzos de nuestros abuelos, y no me siento orgullosa de ser española. Menos aún en estos momentos. Hay cosas que me avergüenzan, pero tampoco siento odio, ni escondo mi nacionalidad. Intento explicar a los chilenos que no todos los españoles somos iguales». «Lo último en lo que te conviertes emigrando es en apátrida», apostilla en Facebook otra emigrante en Chile que firma con el pseudónimo Tessa Quayle, la activista que aparece asesinada al principio de la novela de John Le Carré El jardinero fiel.
Un caso común es el de aquéllos que, aun sintiendo rabia hacia su país, consideran al pueblo español secuestrado por una casta política y económica no representativa de aquél, y en consecuencia no reniegan de su españolidad, sino que la refugian en elementos libres de contenido político, como el arte o la gastronomía. Tal posición es resumible en la frase que pronuncia un forero en Spaniards: «España está hecha mierda, pero no es una mierda». Es el caso de Beatriz, mostoleña afincada en Japón, que de sí misma dice: «Rechazo la política española y algunas cuestiones de la cultura actual, pero estoy orgullosa de la lengua española, de nuestras ciudades, paisajes, gastronomía, nuestra historia, etcétera».
Harto de los españoles
Contra esa visión se alza Javier García, que opina que «los dirigentes no nos tienen secuestrados; es un autosecuestro del pueblo, o como mínimo un síndrome de Estocolmo». Más beligerante que él es Juan Moreno, un periodista almeriense afincado en Berlín, donde trabaja para la importante revista Der Spiegel. En ella publicó, en junio del año pasado, un polémico artículo, muy comentado en la prensa española, en el cual renunciaba públicamente a su pasaporte español después de que su pueblo, Huércal-Overa, le propusiese ser el pregonero de las fiestas patronales. «España —decía en ese artículo— tiene los políticos que se merece. Ni un solo político español ha dado un golpe para hacerse con el poder. [Éste es] un país en el que hasta los conventos pagan en negro al jardinero, un país en el que hay pueblos, como el de mis padres, en el que la mayoría de los habitantes o trabajan en negro o no pagan impuestos como deben o deben su empleo a amigos políticos. Al honor de semejante país —concluía—, prefiero no pronunciar ningún discurso. Me quedo en casa, en Alemania».
El mismo tono es el de otro español residente en Alemania, en este caso en Leipzig, que firma con seudónimo Burrhus un artículo en la revista digital Desde el Exilio, motivado esta vez por el polémico anuncio de Campofrío de las Navidades pasadas, muy criticado porel patrioterismo buenrollista con el que Chus Lampreave invitaba a sentir orgullo por el país. En ese artículo, Burrhus, que menciona su origen andaluz, expone a una retórica Lampreave sus motivos para renegar del país del que se fue. «¿Por qué no vuelvo a España? —se pregunta—. Pues porque estoy harto de los españoles. Y no me refiero a los tópicos de “hablar a voces” e “irse de bares”, sino a los verdaderos problemas del carácter español. Estoy harto de su sectarismo ideológico idiota. Estoy harto del compadreo/comprensión social hacia la corrupción, de que en España hayan salido más manifestantes a apoyar a José María del Nido que a apoyar a la juez Alaya mientras intenta esclarecer el caso de los ERE. Estoy harto de la envidia española. Estoy harto de que la generación anterior a la mía me mire como si fuese un vago y un inútil solo por no “haberme adaptado” al mundo económico, social, cultural y legislativo que ellos han creado y que les privilegia en muchos casos sin razones objetivas. Pero sobre todo y por encima de todo estoy harto de que gente que lleve tres años sin poder trabajar porque no hay trabajo, o que porque tienen más de 45 años y han sido despedidos, se les dé por laboralmente muertos en base a ridículos prejuicios, y estoy harto de que en España ni se perdone el fracaso ni se den segundas oportunidades. Yo no puedo vivir en España. No puedo vivir con esto. No compensa lo bueno que tenemos. No quiero volver».
La consecuencia natural de tales sentimientos de rechazo es obvia: abandonar a un país incapaz de evitar la pérdida de sus habitantes más brillantes y preparados, que se desentiende de su suerte y de la responsabilidad de contribuir a cambiar las cosas, prolongando así una crisis que, cuando deje de ser económica, seguirá siendo intelectual e incluso moral. «Hay que alentar a los jóvenes a salir del país, no sea que pretendan cambiarlo», dice un hombre trajeado sin cabeza en una viñeta de El Roto. En algunas ocasiones, se consigue plenamente esa desactivación de la voluntad de los jóvenes de contribuir a curar los males del país. Los términos que esos jóvenes emplean para expresar su desentendimiento son, a veces, tan duros como éstos, de un forero de Spaniards: «La sensación que tengo desde el extranjero es similar a cuando miro lo que dejo en mi WC antes de decirle adiós definitivamente. Lo que sucede en España ya no me afecta».
«Conozco a mucha gente —asegura Patricia Mora— que está tan indignada que, si ahora mismo le ofreciesen un trabajo en España, no volvería: dicen que si no los quisieron antes, que no les llamen después». En la misma línea, Javier García cuenta: «Yo ahora vivo en Londres, y mi vida, salvo mi familia y mis amigos, está aquí. Si me voy de aquí, no sería a España. España es mi familia, mis amigos y el pasado». Un tocayo suyo, Javier Francés, brama a su vez en un foro de españoles en Suiza: «Me vine a Suiza hace un año y me he buscado la vida bastante bien. Tengo curro, casa y he logrado traer a mi mujer y a los niños. Yo no vuelvo ni loco. Con todos mis respetos, que le den por el culo a España».
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 33, JULIO DE 2014

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