Cultures
Las mordazas de la cultura de la transición

César Strawberry ante las fotografías de Santiago Sierra censuradas en ARCO.
La Ley de Seguridad Ciudadana en vigor (conocida como “Ley Mordaza”) ha supuesto un punto de inflexión a la hora de manifestar opiniones en público. Sus efectos se dejan sentir con especial fuerza en las artes, sobre todo en las que conllevan una reflexión política crítica hacia los estamentos de poder, sea este ideológico o económico. Se ha abierto la puerta a que un autor que escriba, hable o cante por boca de un personaje creado (es decir, ficticio, tanto si es literario como musical o gráfico) pueda enfrentarse a condenas por delitos de odio, injurias o enaltecimiento de terrorismo.
Rafa Balbuena / Periodista.
No es un hecho nuevo. Su precedente, la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana, llamada popularmente “Ley Corcuera”, o más ilustrativamente aún “la de la patada en la puerta”, promulgada en 1992, abrió la espita de la censura y acabó tumbada por el Tribunal Constitucional, marcando de paso el punto de no retorno en el declive del PSOE de Felipe González.
Es interesante observar cómo ambas normativas contribuyen a apuntalar la denominada “Cultura de la Transición”. Un concepto acuñado por el periodista Guillem Martínez, que puede traducirse en que desde 1978 las expresiones artísticas y culturales (amén de la mayor parte de medios de comunicación), amparadas por un estamento político con excesivo celo protector, se alinean en un discurso neutro, siempre a favor de la estabilidad política, pero no de la reflexión crítica.
Dicho de otro modo, el viejo “no se meta usted en política” sobrevive a la dictadura cubierto por una pátina de modernidad bajo la que esconder el polvo y otras partículas molestas o indecorosas. Un sumidero donde caben desde rimas de hip hop hasta esculturas o fotografías expuestas en ferias como ARCO. La connivencia entre poderes, más indivisos de lo propuesto por Montesquieu, se encargaría de todo lo demás.
Música, TV y política
En lo que respecta a la música y su siempre compleja relación con los medios de comunicación, especialmente la televisión, el primer episodio notorio de censura se dio en 1983 con el pintoresco “escándalo de las Vulpess”. Los hechos son conocidos: TVE emite un programa llamado Caja de Ritmos donde un día se emite un videoclip de ese grupo punk, ilustrando la canción titulada “Me gusta ser una zorra”. Al pase del vídeo, de planteamiento ingenuo y con una letra más infantil que potencialmente violenta, le sigue días después una encendida columna de Luis María Ansón en ABC. El caso salta al Congreso, donde comparece José María Calviño, director de RTVE, y se cierra entregando la cabeza de Carlos Tena, director del programa.
Así concluyó el asunto, aunque es de justicia recordar que, en todo el embrollo, fue Camilo José Cela, en su caso desde el diario El País, quien puso el dedo en la llaga y pidió llamar a las cosas por su nombre. Tuvo que decirlo él, que ejerció de censor al comienzo del franquismo y que en una pirueta del destino, tan irónica como carpetovetónica, vio su propia obra pasada por las tijeras de probos funcionarios del ramo, que eliminaron pasajes enteros de La familia de Pascual Duarte o La colmena en sus primeras ediciones.
Las contradicciones solo acababan de asomar. Un suceso similar motivó en 1985 la suspensión de La Edad de Oro, programa de música y artes dirigido por Paloma Chamorro. Su caso saltó a los tribunales y se sobreseyó diez años después, y al hilo de esto cabe pensar que, mientras se desencadenaban estos “escándalos”, TVE empezaba a emitir el controvertido Cine de Medianoche, espacio dedicado a películas de contenido difícil que algún otro columnista, con más remilgos timoratos que veracidad, acusó de ser “la entrada de la pornografía en la televisión”. No fue tal, aunque lo cierto es que el uso del doble rasero empezó a derivar hacia escenarios más resbaladizos.
Valgan de ejemplo los desvaríos de Fernando Arrabal al borde del coma etílico en un plató, con un atribulado Sánchez-Dragó intentando reconvenirle. O a la sonora intervención de Antonio de Senillosa liberando esfínteres en el Especial de Fin de Año de Javier Gurruchaga en 1988. Las cadenas privadas estaban a la vuelta de la esquina, con el índice de audiencias como argumento inapelable, abriendo la veda de lo grotesco y del “todo vale” en la pequeña pantalla. El tono fue subiendo y poca duda cabe de que esa mezcla de doble moral, morbo y negocio publicitario tiene entre sus frutos el embrutecimiento que hoy caracteriza la mayor parte de la televisión generalista en España.
Teatro con sombras
De entre las artes escénicas, quizá sea el teatro el que, por su propia naturaleza, menos cambios haya experimentado en lo formal durante las últimas décadas, al menos frente al avance meteórico atravesado en el cine o la televisión. Sin embargo, la palabra y lo que le rodea siguen siendo el principal argumento de “peligrosidad” que ha hecho de este medio el más expuesto a censuras.
No se trata solo de episodios del principio de la Transición como la condena (por tribunal militar) a Els Joglars por La torna; el hecho de que en pleno siglo XXI el mismo Albert Boadella se haya visto impelido a establecerse fuera de Cataluña por sus abiertas discrepancias con el nacionalismo catalán (en el que caben tanto el pujolismo como la línea independentista) es sintomático. El motivo, según aduce él mismo, se traduce en la ausencia de contrataciones que su compañía sufre en Cataluña, Comunidad en la que existen nada menos que 700 salas de teatro en activo. Sintomático es también que por algo tan ajeno a su trabajo como su conocida afición por el toreo le haya supuesto a Boadella amenazas de muerte y muestras de rechazo público que asegura no son ajenas a ese boicot más o menos encubierto. Los tiempos actuales, donde no cotiza al alza opinar contra las ideas en boga (lo que elípticamente se llama “corrección política”), generan pesadillas de este tipo.
Pero la censura se sustancia en toda clase de obras. La suspensión en 2004 de Me cago en Dios de Íñigo Ramírez de Haro en el Circulo de Bellas Artes de Madrid es otro ejemplo gráficamente ilustrativo. La obra cobró notoriedad por su título, que no por su contenido, y, tras varios disturbios en las primeras representaciones, fue retirada del cartel. Igual que Lorca eran todos, de Pepe Rubianes. El detonante fue la intervención del actor en un programa de TV3 donde vertió unas agrias opiniones sobre la unidad de España, de las que tuvo que desdecirse días después. Con poco éxito, ya que el revuelo generado caldeó el ambiente hasta el punto de que la función no llegó a estrenarse en la capital.
Letras explícitas
Volviendo a la música, la negativa a que un grupo de rock como Soziedad Alkoholika actúe en recintos madrileños por causa de sus letras es una constante con la que el quinteto vitoriano carga al menos desde 2005. Canciones como “Explota zerdo” o “Síndrome del Norte” reflejan desagradables (a la par que crudas) visiones de la Guardia Civil desde ámbitos cercanos a la izquierda abertzale, y fueron publicadas en los años noventa, cuando la lucha contra ETA alcanzaba cotas de dramatismo extremo. En las giras del grupo no son raras las cancelaciones sobrevenidas, por más que sus miembros se hayan desmarcado de la interpretación literal de esas letras. Las denuncias no son episodios aislados en su trayectoria: el quinteto fue condenado por la letra de “Nos vimos en Berlín”, tema dirigido exclusivamente (así consta en sus discos) “a los opresores del pueblo palestino”. A raíz de una sentencia, en la edición regrabada del disco tuvieron que cambiar la palabra “judío” por “jodido”. La confusión torticera entre “denuncia” y “odio racial” se lleva por delante todo rasgo de sutileza, un elemento estético clave en cualquier creación que pretenda hacer reflexionar al oyente.
Redes sociales como Twitter y Facebook son, a día de hoy, la caja de resonancia donde se multiplica el efecto de estos casos. El de César Strawberry, hijo del escultor asturiano César Montaña y cantante de Def Con Dos, es paradigmático por el recorrido de los hechos y de su sentencia condenatoria: absuelto en Primera instancia por unos tuits sobre Carrero o los GRAPO, fue recurrido en la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo. En su caso no es por sus canciones, concebidas por él mismo como “una cruzada contra la estupidez”, sino por unos mensajes en cuya interpretación se usa o prescinde a discreción de la carga de sarcasmo e ironía que tienen. La repercusión obtenida por su condición de personaje público y las mareas de opinión posteriores terminaron de sobredimensionar el caso, que desde una relevancia inicial ínfima devino cuestión de máximo nivel judicial.
Las recientes condenas a raperos como Valtonyc, Pablo Hásel y Elgio son, hasta el momento, el último eslabón de una cadena de denuncias por letras “incitadoras al odio” que, al menos desde fuera, tiene más aspecto de aviso ejemplarizante que de castigo por peligrosidad real. Valtonyc ya cuenta los minutos para ingresar en prisión y otros artistas como el asturiano Nyto Rukeli se enfrentan a peticiones de tres años de cárcel por rimas acusadas de “enaltecimiento del terrorismo e injurias a la Corona”. Rukeli asegura que todo este asunto le parece “una locura, como lo ve cualquier persona con un mínimo de coherencia. No es que sea un escándalo, es que nos quieren meter en la cárcel por expresarnos de forma artística”.
En este sentido, llama la atención que un país como EEUU, muchísimo más judicializado que España, sea también más garantista con la libertad de expresión. Raperos deslenguados como Ice T, Public Enemy o Eminem podrán estar en la picota de medios y público por sus letras, pero hasta la fecha ninguno de ellos se ha sentado ante un tribunal por cantar cosas como “Cop Killer” (“Asesino de policías”) o por fotografiarse con una bandera de su país a modo de alfombra. “Hace poco Snopp Dogg simulaba matar a Trump en un videoclip. Trump escribió en Twitter contestándole, y punto. No tuvo que ir a juicio ni enfrentarse a la cárcel. Aquí ya sabemos qué pasaría si un rapero hiciese lo mismo con el rey o con Rajoy en un videoclip”, resume Nyto Rukeli.

El rapero asturiano Nyto Rukeli, para el que se piden tres años de cárcel por sus rimas.
Puritanismo izquierdista
Los movimientos de acción y reacción en un ámbito confrontativo también propician los casos de censura, casi siempre solapada, como elemento de presión política. En Gijón, con el boicot a Israel como trasfondo, ocurrió en 2014 un episodio bochornoso por los cuatro costados, cuando se intentó suspender un espectáculo de danza del grupo hebreo Sheketak en el Teatro Jovellanos mediante una manifestación, con carga policial incluida, en la que todo un exconcejal como Jesús Montes terminó con una ceja partida.
El año pasado, la anulación en el mismo teatro del concierto de Francisco (al que no contrató el Ayuntamiento, sino que fue el cantante quien alquiló el recinto al Consistorio), a raíz de unos tuits contra Mónica Oltra, solo se puede equiparar en términos de descontextualización al del recital que Albert Pla tenía programado en 2013, en este caso por unas opiniones sobre España que, todo sea dicho, no difieren mucho de las que vierte sobre Cataluña. La cuestión es que tanto Pla como Francisco se vieron sin opción a actuar por sendas presiones políticas cuyas respectivas motivaciones rozaban el puritanismo.
Pero es la forma en que se ejerció el boicot (y la censura subsiguiente) lo que debe resaltarse: cuando no hay consenso ni intención de alcanzarlo se busca cerrar el grifo económico, aunque las contrataciones se ajusten a derecho. De nuevo la censura no pasa por los tribunales sino por las oficinas y despachos, donde la falta de valor político y el “qué dirán” ceden a las gazmoñerías políticas, siendo las víctimas terceras personas sin arte ni parte en las razones de fondo de la denuncia. En los tres casos del Jovellanos, ni los artistas ni su público fueron responsables de matanzas, de escándalos parlamentarios ni de fiebres nacionalistas de ninguna clase.
Pero crispar, prohibir o mirar hacia otro lado no ayuda a corregir problemas de diálogo social cuya resolución, en última instancia, se acaba encomendando a un juez. Tal estampa, no por legal menos forzada, sugiere algo así como ver la salud democrática ingresando desesperadamente en la UVI.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 56, MAYO DE 2018

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