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Las vecinas que llegaron de ultramar

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Las vecinas que llegaron de ultramar

Hanane, Gladys, Vicky o Daniela. Llevan años aquí, desempeñando los trabajos más precarios, desprestigiados y necesarios, como el cuidado de nuestros ancianos y niños. Son las hijas de la globalización y las madres de los nuevos asturianos.

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Reportaje publicado en el número 58 de ATLÁNTICA XXII (septiembre de 2018), dentro del monográfico dedicado a la nueva identidad asturiana.

 

 

Texto: Patricia Simón | Periodista

Ilustraciones: Verónica G. Ardura | Ilustradora

 

 

@patriciasimon

@veronicagarciaardura

Una madre, dos niñas, un carrito con el bebé de pocos meses. Las tres lucen sandalias relucientes con los dedos al aire, aunque amenace lluvia. La madre no sube con ellas al Ratón Vacilón en la Semana Negra, no quiere sentirse observada por todos. Saluda a las niñas –ojos desorbitados, risa nerviosa, felicidad suprema– cada vez que la montaña rusa pasa ante ella. «En Marruecos me montaría, pero aquí…».

Hanane tiene 34 años y lleva 13 en Asturias. Desde entonces, es raro el día en que alguien no le insulta, que no dice ‘qué calor’ a su paso o que no duda si cruzar el paso de peatones cuando se da cuenta de que es ella quien conduce el vehículo parado. Cuando se traslada en autobús, el asiento de al lado suele ser de los últimos en ocuparse. Hanane, además de sus tres hijos nacidos en Asturias y un marido que llegó a estas tierras siendo un niño de trece años tras cruzar el Estrecho en los bajos de un camión, tiene, viste, un pañuelo sobre sus cabellos. Y es este último elemento el que, para muchos, la define. Un pañuelo en la cabeza.

«¿Qué diferencia hay entre los que obligan a las mujeres a ponerse el hiyad y quienes pretenden obligarnos a quitárnoslo?», se pregunta en voz alta. «Yo no soy especialmente religiosa, para mí es un símbolo de mi cultura: lo llevaban mis tías, mi abuelas…». Aún así, Hanane, a veces, se lo tiene que quitar para trabajar limpiando en determinadas oficinas, para conservar su puesto de trabajo.

Hanane es una de las protagonistas del libro Mujeres que se mueven, editado por Médicos del Mundo, que recoge la experiencia de luchadoras que llegaron hace años a esta comunidad, en su caso para formar una familia junto a su esposo, y en otros, como en el Gladys, Daniela o Vicky, para mejorar sus vidas tras sobrevivir a la trata con fines de explotación sexual, a dictaduras o a la desigualdad que este sistema reproduce y agudiza… Un libro que profundiza en el aspecto menos narrado sobre la migración: cómo es la vida una vez que consiguen llegar a su destino, el lugar desde el que empezar de cero a construir una vida con mejores perspectivas para ellas y sus familias.

Hanane.

Según datos del padrón de 2017 del Instituto Nacional de Estadísticas, en Asturias residen unos 40.000 extranjeros, de los cuales, más de la mitad son mujeres. Las nacionalidades más numerosas son las de Rumanía (4.800), Brasil (1.600), Paraguay (1.300), Marruecos (1.200) y Colombia (unas 1.000). En una comunidad con 1,02 millones de habitantes, la población extranjera representa menos del 4%, el tercer porcentaje autonómico más bajo del país. Por ello, la llegada de foráneos no ha conseguido frenar el vaciamiento de una región que en los últimos veinte años ha perdido más de 60.000 habitantes y donde padres y madres ven crecer a sus hijos con la asunción de que cuando lleguen a la etapa adulta tendrán que partir: una tierra que conserva así su naturaleza emigrante.

No obstante, esta baja presencia de extranjeros no les evita sufrir los mismos estereotipos, rumores y discriminaciones que han acompañado tradicionalmente a ‘los otros’, las personas llegadas de otros lugares; los mismos que sufrieron, por ejemplo, los españoles que migraron en las décadas de los 60 y los 70 a Francia, Inglaterra o Alemania: «Nos quitan el trabajo», «Vienen sin contrato», «No respetan nuestra cultura y costumbres», «Se quedan con las ayudas sociales», «Saturan los servicios públicos». O incluso: «Nos quitan a nuestros maridos».

«Nos quitan el trabajo», «Vienen sin contrato», «No respetan nuestra cultura y costumbres»

Este último fue el mensaje que se encontraron pintado en la fachada de la Casa de la Mujer de Mieres el día de 2006 en que inauguraban su sede las migrantes que fundaron la Asociación Las Golondrinas: «Fuera robamaridos». Lo recuerda como si fuera ayer Gladys Margot Nieves, uruguaya de 60 años, que de adolescente tuvo que abandonar su país por la dictadura junto a su familia –para encontrarse poco después viviendo bajo otra en Argentina– y que décadas después tuvo que volver a migrar, esta vez a España, junto a su esposo e hijos, tras perder sus empleos por el corralito argentino.

Aprovechando que su marido era hijo de español y que, por tanto, podía solicitar la nacionalidad española, se vinieron a Mieres, donde él empezó a trabajar como vigilante de una empresa de seguridad privada y ella en lo que salía. «Mi primer empleo aquí fue ayudante de cocina y, por supuesto, sin asegurar. Ganaba 450 euros al mes y trabajaba desde las once de la mañana hasta que se cerraba por la noche, con un parón de tres horas por la tarde. Sabía que me estaban explotando, pero necesitaba el dinero por poco que fuese». Y Gladys se sabe afortunada: a lo largo de estos años ha conocido a muchas «compañeras» migrantes que trabajan como internas en el trabajo doméstico o cuidando a ancianos a cambio exclusivamente de techo y comida. Una forma de vasallaje que irrumpió a partir de 2010, aprovechando la crisis, y que se ceba especialmente con una población triplemente discriminada por ser inmigrante, mujer y pobre.

«La limpieza del hogar se ha pasado de pagar a 12 euros la hora hasta incluso a cinco». Pero no son las precarias condiciones laborales las que más torpedean la vida de nuestras nuevas vecinas, sino la Ley de Extranjería, una yincana diseñada para que sea muy difícil acceder al permiso de residencia y, por tanto, salir de la clandestinidad que sólo favorece la explotación y el aislamiento.

Gladys.

«Ir a la Oficina de Extranjería de la Policía Nacional te implica envejecer diez años. Te sientes tan maltratada, te rebajan de tal manera… Y pobres los chicos que no hablan español, sufren un maltrato horrible. Se ha roto la humanidad», sentencia. Pese a que su marido había adquirido la nacionalidad española y tenía un empleo con contrato, le negaron durante meses su derecho a la reunificación familiar. Tras numerosas gestiones y muchos llantos a escondidas para evitarles más sufrimiento a su familia, se la aprobaron. Pero ella tiene tez clara, cabellos rubios, acento argentino; no así Daniela, que prefiere omitir su apellido al encontrarse en situación administrativa irregular.

«Ir a la Oficina de Extranjería de la Policía Nacional te implica envejecer diez años. Te sientes tan maltratada, te rebajan de tal manera…»

Tras finalizar sus estudios de Medicina en Bolivia, Daniela tenía que decidir dónde hacer su especialización. Quería adquirir los conocimientos más avanzados para luego aplicarlos en su país, por lo que decidió realizarlos en Oviedo por la reputación que tiene la preparación para el MIR de esta ciudad, donde además podría acompañarle su novio, Diego, diseñador gráfico nieto de español y, por tanto, también con derecho a esta nacionalidad. Así se lo explicaron en la embajada española de La Paz, donde además les recomendaron que se casasen para que ella tuviera automáticamente derecho al permiso de residencia. Lo que no les contaron fue lo que ocurriría una vez en Asturias.

La Oficina de Extranjería se retrasó seis meses en entregarle el DNI a Diego, periodo en el que perdió la oferta de contrato de trabajo de la empresa española de diseño que solía encargarle trabajos desde años atrás, eso sí, a precio boliviano. Al no contar con ingresos suficientes para demostrar que podía hacerse cargo del sustento de su mujer, a Daniela le comunican que no tiene derecho al permiso de residencia, condenándola a un limbo legal por el que está en situación administrativa irregular –comúnmente llamada sin papeles–, pero a la que no pueden deportar porque está casada con un español. Consecuencia: no puede matricularse en el MIR y para subsistir, como gran parte de las mujeres migrantes, sólo encuentra trabajo en la economía sumergida –en su caso, cuidando a un anciano por las mañanas y dando clases particulares a adolescentes por las tardes–. Así lleva casi dos años y de no conseguir Diego un contrato, la Ley de Extranjería establece que Daniela –como el resto de las personas migrantes sin papeles– tendrá que esperar uno más en la clandestinidad antes de poder solicitar de manera individual su permiso de residencia. Un periodo en el que si no fuese por estar casada con un español, podría ser detenida, encarcelada en un Centro de Internamiento de Emigrantes –«peores que las cárceles» para personas que no han cometido ningún delito, como constatan numerosos jueces y ONG– y ser deportada a Bolivia. Pasado este periodo trianual, y si consigue una oferta de contrato de cuarenta horas semanales y con una duración mínima de un año, podrá comenzar a gestionar su permiso de residencia. Pero no es eso lo que más indigna a Daniela: «Hay gente que nos trata como a imbéciles simplemente porque no somos europeos».

Sin embargo, no todo es negativo. El contexto general de discriminación que sufren las personas migrantes en el Estado español a causa de la legislación y un mercado cada vez más desregularizado, se suaviza en Asturias gracias a la «seguridad de poder caminar por las calles tranquilamente hasta bien tarde, a la gente maja que hemos conocido y a las entidades sociales cuyos voluntarios trabajan para hacer la vida más fácil a los menos favorecidos», concluye Daniela.

Daniela.

Personas y organizaciones cuyo soporte han resultado fundamentales para Vicky. Originaria de Guinea Ecuatorial, no dudó en venir en cuanto pudo –en 2006 y con 19 años– a visitar a su hermana, que residía en Asturias. «¿Tenía que nacer y morir en mi país? No, hay que conocer otros lugares», señala, recordándonos uno de los derechos humanos de los que, paradójicamente, menos se habla cuando se abordan los movimientos migratorios: el derecho a la libre circulación, el que lleva ejerciendo el ser humano toda la historia de la humanidad.

«Vine en avión y con visado porque Guinea era una colonia española», añade esta mujer a la que pronto siguió su novio de toda la vida, con el que tendría a su hijo. Pero llegó la crisis, él perdió su empleo y retornó a su país en busca de trabajo. «Yo me quedé porque me faltaba poco para conseguir los papeles». Cuando los consiguió, viajó a su país, donde se encontró que su marido tenía una nueva relación.

«Así que me volví con mi hijo, y tuve que hacer de todo para sacar adelante a mi hijo». Vicky vive en uno de los centenares de pisos que un puñado de propietarios tienen en Oviedo en condiciones de infrahabitabilidad, pero muy demandados por las personas en situación administrativa irregular porque no les exigen el permiso de residencia para alquilárselos y por sus rentas más asequibles. «Llevo en el mismo piso desde 2008 y agradezco al casero que nos lo alquilase pese a no tener papeles. Yo también me he comportado porque nunca he dejado de pagarle un mes. Primero, la casa y la luz, aunque me muera de hambre. Hubo un tiempo en el que mi hijo y yo sólo comíamos pan y agua con azúcar. Ahora estamos mejor porque tengo una ayuda para el alquiler», añade.

Su situación también mejoró sustancialmente a raíz de conocer a «mis dos amigas españolas, que me ayudan a salir adelante». A una de ellas la conoció en Cáritas, donde había ido para poner una oferta para limpiar en su casa. «Le pregunté si le importaba que fuese negra. Me dijo que para nada», recuerda con la mirada perdida entre los recuerdos. «Un día, tuve que llevar conmigo a mi bebé. Ella preparó una cama para él. En un momento dado, lo vi jugando con su nieta. Los miraba… Sí, la felicidad sólo se queda unos segundos y se va».

«Algunas tardes vamos con mis amigas al centro comercial porque allí se está calentito. En mi casa hace un frío terrible»

Daniela, Gladys, Hanane y Vicky subrayan la mejora sustancial que introdujo en sus vidas hacer amigos, algo difícil en ciudades donde son escasos los espacios de encuentro públicos donde poder conocer a otras personas. «Algunas tardes vamos con mis amigas al centro comercial porque allí se está calentito. En mi casa hace un frío terrible. Cuando mi hijo está estudiando, le pongo un rato la estufa y cuando termina, nos juntamos en el sofá cubiertos con mantas. Pero estamos bien», explica, resumiendo así lo que se ha llamado en los últimos tiempos pobreza energética.

Vicky

Vicky.

MAFIAS

Un frío que es la menor de las preocupaciones que ha tenido en su vida Jénnifer (nombre ficticio). Esta mujer de 33 años tuvo que acudir a las redes de su país, Nigeria, para poder migrar y mejorar así la vida de sus dos hijos –fruto de las violaciones que sufrió por parte de un policía a los 13 y 14 años de edad– y de sus ocho hermanos huérfanos. Estas mafias se han convertido en la única vía que las políticas de cierre de fronteras de la UE deja a quienes legítimamente quieren migrar para mejorar sus vidas. Tras una infancia de maltrato físico, un viaje por el desierto del Sáhara en el que vio morir a compañeras de periplo y una travesía en patera que prefiere no revivir, «una mujer vino a buscarme al centro de la Cruz Roja al que me llevaron». Pocos días después descubriría en lo que iba a trabajar, pese a que en Nigeria le habían prometido que no sería así: «De puta. Cuando me negué, la madame me dijo que tenía que hacerlo para pagarle la deuda si no quería morir: 45.000 euros».

«Agradezco a Asturias que no me haya abandonado»

Meses después, Jénnifer fue enviada al prostíbulo de un pueblo asturiano. Poco después, consiguió huir de la red y empezó una relación con un español que la abandonó cuando se quedó embarazada. «Agradezco a Asturias que no me haya abandonado. Estuve cinco años viviendo en una casa de acogida de ACCEM y ahora vivo en un piso de protección oficial. Lo único es que sigo sin conseguir los papeles, aunque lleve 14 años aquí y mi hijo sea español. Si no tienes siempre un contrato de trabajo, los pierdes y hasta que no vuelves a conseguir una oferta de empleo, no puedes volver a solicitarlos. En la empresa de limpieza donde llevo años trabajando por temporadas me han dicho que me volverán a contratar si los consigo. En esas estoy». Unos papeles de los que no sólo vive pendiente Jénnifer, sino también sus dos hijos adolescentes que permanecen en Nigeria y a los que lleva años intentando traerse. Me enseña fotos en su móvil: «Cuando los secuestros de Boko Haram, en 2014, me pasé tres meses con sangrados vaginales. El médico me decía que estaba todo bien, que era por la situación de estrés que estaba viviendo. ¡Temía tanto que les pudiera pasar a ellos! Llevo casi catorce años sin verlos. La misma edad que tenía yo cuando tuve al primero».

Jénnifer, Hanane, Gladys, Daniela y Vicky son las nuevas vecinas de la sociedad intercultural a la que está llamada a convertirse la envejecida y despoblada Asturias; madres, en algunos casos, de los nuevos asturianos que en el futuro nos juzgarán por cómo acogimos a estas supervivientes de la injusticia. Por ahora, la ciudadanía gana por goleada a los gobiernos y la Administración.

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