EXCÉNTRICOS, RARAS Y OLVIDADOS
Natalia Fernández Díaz-Cabal / Lingüista y traductora.
Lhasa era una niña sin nombre cuando nació. Una niña de inquietantes ojos rasgados, pómulos de duende divertido y sonrisa que parecía pintada con esmaltes milenarios. Su madre era una fotógrafa judía neoyorquina y su padre un pedagogo mexicano. Intérpretes musicales ambos. La llamaron Lhasa porque su madre leyó algo sobre el Tíbet cuando el bebé ya tenía cinco meses. Parieron a la pequeña en Woodstock, localidad emblemática por los encuentros de música y mucha sustancia psicotrópica de fondo; era un 27 de septiembre de 1972. Sus padres, convencidos de la necesidad de educar de manera diferente, tomaron a sus cuatro hijas (Lhasa tenía tres hermanas) y se fueron con ellas en un furgón a recorrer las tierras de México. No había nada menos parecido a una escuela que aquella casa rodante en la que Lhasa aprendió sus primeras letras, sus primeras canciones y sus primeros pactos con el destino.
Era un mundo curioso el compuesto por aquellos nómadas de buena cuna, que enseñaron a sus hijas todo lo que había que enseñar de la vida, mientras sonaba la voz rota de Violeta Parra, la potencia de soprano de la Callas o la música de protesta de Víctor Jara. A falta de televisor la realidad se concentraba en la fuerza del paisaje y en la convicción de la utopía. Sin noticias, sin teléfono. Baste decir que nunca se enteraron de la muerte de Víctor Jara hasta pasados varios años. Hasta entonces, el sueño infantil de Lhasa era casarse con él.
Luego se quedan unos años en México. Lo suficiente como para que la pequeña Lhasa –cuya primera lengua era el inglés– se escolarizara en castellano. Pero, sobre todo, como para que su espíritu, ancho, hambriento, hermoso y leve como el ala de una mariposa, se empapara de los cantos populares, donde coinciden rabia y vida, vida y rabia, atenazándose, necesitándose. Ese sedentarismo trajo como consecuencia la separación de sus padres. La madre se llevó consigo a Lhasa y a sus hermanas a San Francisco. Allí Lhasa empieza a cantar en las tabernas.
Sus hermanas, tan hechas a la vida nómada, deciden dedicarse al circo. Y para ello se instalan en Montreal. Cada una elige su camino: payasa, funambulista, acróbata… Aprovecha Lhasa, el duende etéreo, para meterse bajo esa carpa. Se traslada al corazón del Quebec. Tiene 19 años y la vida por delante, sin sombras. Entonces empieza otro peregrinaje: el del Montreal nocturno. Con su voz singular y las canciones que ha incubado probablemente en muchas noches de insomnio, canta en lugares donde la gente se divierte, habla y bebe. Y mientras los noctámbulos se entregaban a sus ocios, Lhasa, con las manos en los bolsillos y los ojos cerrados, sonaba lejos, como un viento leve que sabemos que puede convertirse en vendaval… No quería que la escucharan porque ella se impusiera. Quería que la escucharan porque apasionaba.
En 1997 fueron muchos los apasionados. Lhasa conquista el mercado discográfico sin proponérselo. La distinguen con los premios más importantes de Canadá. Pero Lhasa es un plato delicado, imprevisto, arrollador… y para paladares exigentes. Cuando edita su primer álbum, La llorona, y se deja entrever en los acordes ese silbido de las tardes en los desiertos de México, todos pensaban estar ante genuina música mexicana. Pero no. Lhasa hace guiños, pone a México en sordina, y luego surge ella, como del desierto. Así se titula, por cierto, una de sus canciones más hermosas: “He venido del desierto pa’reírme de tu amor, que el desierto es más tierno y la espina besa mejor; he venido de este centro de la nada pa’gritar, que nunca mereciste lo que tanto quise dar…”.
El camino calla
En el año 2003 sus hermanas se instalan con un circo en Francia. Ella también se suma. Pero nunca se queda, en verdad, debajo de la carpa. La carpa es como una membrana amniótica y necesaria, pero que adquiere sentido cuando se aleja de ella. Esas escapadas del circo le permiten ir concibiendo su segundo disco, The living road. ¡Qué importantes son los caminos en su vida! Ella misma, hija de los caminos y sus cruces, solía decir que los caminos siempre cambian y que uno, situado en ellos, cambia a su vez. Era coherente con ese pensamiento, tal vez porque estaba hecha de ese mismo mimbre. Baste evocar los primeros versos de su canción “La marea alta”:
El camino canta
cuando me voy
Doy tres pasos…
El camino calla.
El camino es negro.
Se pierde de vista.
Doy tres pasos…
El camino ya no está.
Si en su primer disco predomina el español y su acercamiento a México, en este segundo disco brilla con un fulgor extraño y personal la mujer mágica, imponente y trilingüe. Estremece ver a miles y miles de personas concentradas en un concierto suyo en Montreal donde canta, tras traducirlo al francés y recitarlo, un tema melancólico, lento, apenas acompañado por unos pocos golpecitos al piano, “Pa’llegar a tu lado”. Todos se callan. Como el camino. Y la voz de Lhasa vuelve a parecerse a un susurro de viento, que sin embargo proviene de las entrañas de la tierra, con algo de fuego y agua en su interior. La armonía de los elementos. El público calla. No respira. La canción es puro oxígeno.
Estamos a mitad de la década del 2000. Lhasa recoge la miel balsámica del éxito. Huye de las etiquetas que tratan de troquelarla como “exótica”, porque las etiquetas son de una tiranía que roza lo injusto. Es probable que los estantes de las tiendas se vean obligados a etiquetar para el mercado. Pero hacerlo nosotros sería como las trampas al solitario: Lhasa es más que una rara avis. Es una artista que se maneja con soltura y talento en todos los géneros, una voz prodigiosa e insólita, una compositora rotunda y eficaz. ¿Por qué reducir a un adjetivo cuando caben tantos?
En el año 2008, coincidiendo con la creación de su tercer disco, Lhasa, el más personal, aquel en el que invirtió más vida (y prácticamente en inglés en su totalidad), le diagnosticaron un cáncer de mama. Entre tratamiento y tratamiento, fue tejiendo sus giras, ese otro camino que llevaba su voz de un sitio a otro a una velocidad ultrasónica. Su compañía, ilusionada, anuncia la salida del disco en abril de 2009. Dos meses más tarde cancelan las giras. Ni Reino Unido, ni Francia, ni Islandia… Ha recaído. Se ha de cuidar. Trata de reanudar la actividad en noviembre de ese mismo año. Y ahí sí: la enfermedad ha vuelto, implacable, ajena a todo, a la voz, a todos los caminos infinitos y a los ojos que los contemplan atónitos. Fallece Lhasa el 1 de enero de 2010, a los 37 años. Ese día nevó en Montreal y no dejó de hacerlo en una semana. Poco antes había dejado consignado en una de sus últimas canciones: “Estoy lista para nacer”.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 41, NOVIEMBRE DE 2015
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