Cultures
Lola Lucio: “El entusiasmo era saber”

Lola Lucio en su casa de Oviedo. Foto / Iván Martínez.
Juan Benito Argüelles, recientemente fallecido, vivió toda su vida para la comunidad. Tribuna Ciudadana, el premio literario Tigre Juan, el Círculo Cultural de Valdediós o la Alianza Francesa de Oviedo no hacen sino atestiguarlo. Pero buscamos el perfil del hombre con su viuda Lola Lucio, su peto y espaldar en tantas iniciativas. La ausencia también puede ser una presencia, y estas letras no pueden ir sino en ese camino, el amor entre dos partes a lo largo de muchas décadas que llega a ser una sola, tan omnipresente como invencible o carismática.
Diego Medrano / Escritor.
Me gustaría empezar por la pareja. ¿Qué pareja se propusieron ser Juan y usted?
“Amar es hacer feliz al otro”, lo repetía mucho Juan. Junto a aquella poética vieja de Albert Camus que hoy nadie practica: “Hacer sufrir es la única forma de equivocarse”. Me casé tarde, porque mi convicción era que no lo haría hasta que mi matrimonio fuese una rotunda obra de arte, lo que decía Baudelaire de la vida. No entraba en nuestros planes tener hijos. Vivir fue para nosotros convivir, en su mayor parte con intelectuales de muy variados géneros. Otra de nuestras normas fue “paisaje, paisanaje, arte y gastronomía”: cogíamos mi seiscientos e íbamos a ver iglesias prerrománicas y románicas, a comer un huevo y un chorizo en cualquier figón de pueblo, aprender mucho en excursiones campestres, hablando con la gente.
Juan tenía una gran pasión por la poesía social: Celaya, Blas de Otero, incluso Ángel González en esta línea.
El poeta social, que no siempre tuvo buena prensa en este país, solo pretendía cambiar el mundo de la manera más hermosa, más bonita. El arte como transformador de las injusticias sociales. Juan era un hombre austero consigo mismo pero generoso al límite. Repudiaba la ostentación, nunca tuvo amor ni pasión por el dinero. Por eso quiso rodearse de poetas cívicos, con un mensaje para el prójimo no iniciado en la cultura, y con pintores profundos. Admiró mucho a Orlando Pelayo, Carlos Sierra o al primer Úrculo, el de cierta “España negra”, la de mineros y toros. O a aquel Jaime Herrero que se propone una belleza en serio o ingeniosa como en “Don Carnal persiguiendo a Doña Cuaresma”, etc.
En tantísimas reuniones sociales, copetines, cenas, a lo largo de su vida… ¿qué sacaba a Juan Benito de quicio?
Dos asuntos muy concretos. Por un lado, las interrupciones. Socialmente, siempre escuchó mucho más que habló. Odiaba que la gente se interrumpiera… un francés eso jamás lo haría con la frecuencia del español mediocre. Y escuchando, sí, lograba juzgar al mensajero por medio del mensaje. Él no era de discursos largos, sino de golpes de ingenio, muchas veces humorísticos. Repudiaba, asimismo, a los sabiondos. Mutis dedica todo un poema en Summa de Maqroll el Gaviero contra los listillos. Cito unos versos: “Jamás aceptarán que a nadie persuadieron. / Porque cruzan por la vida/ sin haber visto nada, / sin dudas ni perplejidades. / Su misma certeza los aniquila”. Juan creía en el intelectual que dudaba, que planteaba problemas, fuera de la pose, la pompa y el boato… creía en el hombre detrás de sus conocimientos.
Sin ostentación
Ustedes, en el plano vital, igual. Celebraron su boda en Casa Lito en el Oviedo Antiguo, en una mesa para diez personas…
Nunca tuvimos tendencia a la ostentación. Nos gustaba la buena gastronomía, Juan pertenecía a la Cofradía de la Buena Mesa y a la que de los Quesos. Antes comíamos en casa una sopa de ajo o un chocolate con picatostes que cualquier cosa por ahí. Puestos a salir, no las excursiones anteriores, nos gustaba disfrutar de platos prodigiosos e inhabituales. Nos casamos en el juzgado, sin avisar a nadie, luego aquella plaza se llenaría de amigos porque corrió la voz, y planeamos un banquete o comida discreta, en intimidad… Nunca vivimos de cara a la galería y nos horrorizaba la convencionalidad.
Juan siempre fue un gran vitalista humorístico…
Tuvo bajadas anímicas en épocas pasadas, pero siempre desechaba lo negativo. En la pareja solía decir: “Cuando una de las partes sabe que la otra parte sabe, no hay por qué hablar de ello”. Blas de Otero también era de los que presentían el monstruo [depresivo] antes que de llegara y evitaba convocarlo. No era excesivo: en lo eufórico, tampoco. Adoraba a los escritores en minúsculas: Baroja, Pla, Machado, las memorias de Caballero Bonald… Y eso siendo un cosmopolita completo: estuvo en Alemania, Francia, Mallorca. La última vez que Juan, Susi y Ángel González se vieron, les regaló una bandera republicana. Ese día, Juan estuvo muy gracioso y entrañable y, al despedirse, en el ascensor, Ángel, abrazándole, le dijo: “Juan, no cambies nunca”.
Era un afrancesado…
Tantos años de dictadura franquista solo podían curarse en París. Francia era la libertad, la picardía. Los lugares míticos y las personalidades embriagantes: Sartre, Piaf, Yves Montad… Dominaba desde Villon a Stendhal. Francia era la libertad y el erotismo. Juan, antes de conocerme a mí, tuvo muchas novias. Lo dijo Hemingway, otro escritor de la rama de los secos o sobrios, que a Juan tanto le interesaban: “París no se acaba nunca”. El francés, por antonomasia, es siempre un feroz racionalista. De ahí que no se interrumpan, de ahí la tremenda ilación entre vida y cultura que establecen…
Su marido fue el viejo verde que pedía un libro erótico en la serie Segunda Enseñanza, el valiente que toreó en Navas de la Asunción un becerro, el profesor que mandaba a sus alumnas de instituto cantar La Marsellesa…
Ahí tengo Diario del artista seriamente enfermo de Jaime Gil de Biedma dedicado a Juan, donde pone: “Nava de la Asunción, donde tú toreaste y yo convalecí”. Juan gozaba la vida tanto como la cultura. Siempre me dijo que la cultura debía ser “algo gozoso, gratificador y divertido”. Desterrar el tópico de que había que sufrir para vivir la cultura. La cultura estaba ahí como “orgía perpetua”, según dijo Flaubert, para embeberse de ella sin descanso. No para polémicas vacuas o vanidades no curadas o etiquetas absurdas. Nosotros éramos rojos para la derecha y pijos para la izquierda… Nunca nos importó lo más mínimo. Juan siguió siendo aquel muchacho al que sus tías reñían por comer una manzana por la calle en una ciudad envarada, ésta, donde las normas sociales impedían por aquellos años la naturalidad más elemental.
El asesinato de su padre
Me gustaría hablar del asesinato, con todas las letras, de su padre…
Le marcó de por vida. Lo fusilaron los nacionales por ser concejal de Izquierda Republicana en el Ayuntamiento de Oviedo. Me van a traer el proceso, que lo tiene su sobrino Felipe Ángel. Allí interrogan a mi suegra, al parecer daba comidas a pobres y ayudaba a mucha gente sin recursos en la cantina de la Estación del Norte, que regentaron muchos años y de lo que Juan siempre se sintió enormemente orgulloso. Su padre llevaba también una representación de chocolates, tenía el sótano lleno de juguetes que sorteaba entre sus clientes. Hay un escrito de Juan de la época donde pone: “Cuando volvimos de La Caridad, yo ya no tenía padre”. La Caridad era donde fueron evacuados durante la guerra… ¡Fue demoledor todo aquello y una enorme injusticia!
¿Podría trazar un itinerario lector primitivo de quien tanto leyera después?
Juan empieza en los tebeos de la época y en libros como Flor de leyendas de Casona o Corazón de Amicis. Las fábulas de Celia y Cuchitifritín de Elena Fortún… de ahí pasa a Rubén Darío y Gabriel y Galán… El examen de ingreso lo prepara en casa con un profesor particular. El bachiller era para él la llegada de un mundo nuevo, el del estudio y las relaciones humanas que, ya para siempre, habría de cultivar a lo largo de su vida. A diferencia de otros niños que fueron educados en colegios privados con la consiguiente merma de su libertad constreñida por reglamentos autoritarios que intentaban hacer de ellos mitad monjes, mitad soldados, Juan tuvo la suerte de conocer un sistema educativo más amplio y liberal en las aulas del Instituto Masculino Alfonso II El Casto, sito en la calle Santa Susana de Oviedo, donde continúa en la actualidad, mixto ya desde 1980…
Ahí se encuentra con el magisterio de Lapesa…
¡Exacto! En general tuvo buenos profesores, guardando un grato recuerdo de don Rafael Lapesa que, en 1944, era profesor de Literatura. Él le enseñó el conocido anónimo “Romance del prisionero”, que siempre iría en Juan unido al recuerdo de su entrañable profesor Lapesa [y lo recita entero]. No solo a Lapesa, recordó siempre también a sus profesores de dibujo: José Tamayo y Paulino Vicente, creadores ambos con gran vocación. Los espectros del hambre se colaban en las aulas: había niños que sacaban higos pasos del bolsillo en mitad del parlamento, apurándolos con fruición…
Entra en la Universidad…
Lo hace en el edificio histórico de la calle San Francisco. Con su torre cuadrada y en cuyo reloj oiría Clarín dar las horas. Allí se albergaban las únicas tres facultades que había entonces en Oviedo: Física y Química, Derecho y Filosofía y Letras, en la especialidad esta última de Lenguas Románicas. La Facultad de Derecho era entonces la más concurrida (asturianos, vascos y cántabros) y en ella se matricula Juan el año 1947. Sus profesores: Álvarez Gendín, entonces rector y catedrático de Derecho Administrativo; Silva Melero, hablador y retórico, de Penal; Prieto Bances, recién llegado del exilio, Historia del Derecho; José María Serrano, cordial e ingenioso, de Procesal; Torcuato Fernández Miranda, astuto y sagaz, Derecho Político; Luis Sela, madrugador y europeo, Derecho Internacional; Fernández Sordo, Fernández Santa Eulalia, Valdés Hevia, Alfonso Fuertes, Ruiz de Villa, Guillermo Estrada…
Lo colectivo como autodefensa
Vayamos a la heterodoxia…
La biblioteca ofrecía lo que las aulas negaban, así de simple. Allí estaba la zona conocida como “El Infierno”, en la cual la censura franquista encerraba aquellos libros que consideraba perniciosos para el alma y el Estado. Allí se podía descubrir como en una nueva Divina Comedia: Rousseau, Voltaire, Marx, Engels, Sartre, Beauvoir, Lorca… A veces se escapaba algún autor prohibido. Entre las dos bibliotecas (Derecho y Letras) había un rellano al que se salía, de vez en cuando, a descansar, resultando un pequeño mentidero donde se intercambiaban ideas políticas y literarias, se aconsejaban doctrinas peligrosas, se conspiraba, etc. En la Facultad de Letras, mucho más tarde, ejercerían su magisterio Juan Uría, Enrique Moreno, Emiliano Díez Echarri, Antonio Floriano. En diciembre de 1950 llegó a Oviedo, precedido de un gran prestigio, nuestro más eminente filólogo, Emilio Alarcos, joven catedrático formado en la escuela de Menéndez Pidal e introductor en España del estructuralismo. Tomó posesión de la cátedra de Lengua Española el 1 de enero de 1951.
Juan satirizaba del ambiente de entonces…
Claro. Letras estaba copada, primordialmente, por mujeres y gente eclesiástica, con un tufillo terrible a incienso y sacristía. Juan hizo varias asignaturas y terminó huyendo para no volver hasta muchos años después, con intención de sacar su licenciatura en un ambiente que ya era completamente universitario.
A título de coda: ¿qué fue salvarse por medio de los libros para Juan Benito?
Estudiar era romper los moldes y hormas de una generación y ser de veras independiente. Despertar era leer. El entusiasmo era saber. El mayor ejercicio democrático sería cultivarse. Y luego, en lo íntimo, aquello que tantas veces subrayó Ángel: “Lo cotidiano debía volverse extraordinario”. Dos fantásticas formas de vivir la curiosidad sin tregua. La mejor forma de iluminar sombras y no manejarse a tientas en el mundo que la burguesía o un país todavía dentro de la cerrazón fascista había diseñado, pormenorizadamente, para uno. Salvarse, por así decir, era una tarea colectiva y un saber participativo entre muchos, la mejor defensa.
Juan no era para Lola la mitad de la naranja, sino la naranja entera. Ni mucho menos una viuda convencional se tornará ahora ella: una calle para su marido, un premio que orle el mecenazgo cultural y un libro confesional son los retos inmediatos, junto a un multitudinario homenaje. No bajará la guardia. Lleva toda su vida en ese reto permanente de mantener la tenue luz de vela de la cultura; cualquier soplo, la mínima corriente, puede acabar con ella. El entrevistador, al sesgo, coge un libro de los estantes y sonríe al leer la dedicatoria de Luis Antonio de Villena a quien en estas páginas se honra: “A Juan Benito, con mucha devota simpatía por sus ganas (sabias) de ‘vagancia’. Con un abrazo, LADV”. Una vagancia de fatigar calles, de azotacalles intempestivo, y, sí, mixtificarse con el peatón, con la vida, las nubes y una esperanza, ya insuperable, heroica y mítica. Descanse en paz, Maestro. Su camino es nuestra meta.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 41, NOVIEMBRE DE 2015

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