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Atlántica XXII

Lou Reed, rock, poesía y magia

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Lou Reed, rock, poesía y magia

Las múltiples caras de Lou Reed se aprecian en las portadas de sus discos.

Las múltiples caras de Lou Reed se aprecian en las portadas de sus discos.

Steven Forti / Historiador e investigador del Instituto de Historia Contemporánea de la Universidade Nova de Lisboa.

El pasado 10 de enero David Bowie tomó el camino hacia el cielo. El Duque Blanco se convirtió finalmente en ese Star Man que había cantado en sus años mozos, cuando lucía la vestimenta glam de Ziggy Stardust. O, al menos, así muchos lo hemos imaginado. Acababa de cumplir 69 años y nos decía adiós a su manera: con una canción y un vídeo emocionantes, Lazarus, en que relataba la lucha contra la enfermedad que había librado en los últimos meses en Nueva York.

Rock, magia, pérdida y la Gran Manzana. Cuatro palabras y cuatro conceptos que acercan una vez más Bowie a otra estrella del rock: Lou Reed. El poeta de Brooklyn hubiera cumplido 74 años este 2 de marzo. Pero él también tomó el camino hacia las estrellas. Hace tiempo ya, desafortunadamente. Era el 27 de octubre de 2013 cuando Reed se despidió del mundo terrenal: en el jardín de su casa de Long Island, haciendo “las 21 formas famosas de Tai Chi”, según su mujer Laurie Anderson, que lo acompañó hasta el final. También el animal del rock’n’roll llevaba meses luchando contra la enfermedad. Un trasplante de hígado en mayo de ese 2013 no curó del todo la hepatitis C que había contraído en los años de los excesos con las drogas. Esos tiempos míticos y mitificados en los que compartió mucho con Bowie, a un lado y al otro del charco, entre el Londres que se había despedido de los Beatles y el Nueva York que estaba a punto de acoger a los New York Dolls.

Entre Andy Warhol y Lester Bangs

Reed no fue solo el rockero maldito. Fue mucho más. Hubo muchos Lou Reed. O bien, muchas fueron las facetas de su persona y de su personaje. Y si uno se queda con la chupa de cuero y los vaqueros pierde de vista la totalidad de una personalidad rica y compleja. Nos lo cuenta, a su manera, Ignacio Juliá, una de las firmas históricas de la prensa musical española, en su reciente Lou Reed. Catálogo irracional (Alternia Editorial, 2015). Una biografía, entrelazada con los recuerdos personales del fundador de la revista Ruta 66 y con las entrevistas que le hizo en más de tres décadas, que puede leerse junto a otros dos libros que relatan la vida del poeta del rock: el clásico Las transformaciones de Lou Reed de Victor Bockris y el recientísimo Notes from the Velvet Underground. The life of Lou Reed de Howard Sounes. Tres libros, tres historias, decenas de facetas.

Es cierto lo que escribió en 1975 ese genio del periodismo musical estadounidense conocido con el nombre de Lester Bangs: Lou Reed es el tipo que le dio dignidad, poesía y rock’n’roll a la heroína, a las anfetaminas, a la homosexualidad, al sadomasoquismo, al asesinato, a la misoginia, a la pasividad balbuceante y al suicidio”. Léanse las letras de la etapa de Reed con los Velvet Underground, ese rayo salido directamente de la Factory de Andy Warhol y de un pequeño piso en el Lower East Side de la Gran Manzana. Heroin, I’m waiting for the man, Venus in furs o White light/White heat, entre otras canciones.

Y también de la primera etapa en solitario, tras la ruptura de la banda, con la perla del disco Transformer (1972), la oscura perfección de Berlin (1973) y buena parte del más soul Sally can’t dance (1974), el divino Coney Island baby (1976) o el sucio Street hassle (1978). Es el Lou Reed de la definición tajante y acertada de Bangs. Un Lou Reed aún anclado al lustro escaso pasado en compañía de los Velvet, donde, gracias a la confluencia de una serie de factores, se consiguió una alquimia perfecta y rompedora. No hubo solo la visión pop de Warhol –incluido el plátano de la cubierta del primer álbum– y la belleza teutónica de Nico (¿recuerdan su aparición, al lado de Marcello Mastroianni, en la felliniana Dolce vita?), sino también, y sobre todo, la experimentación electrizante de John Cale, con su viola, su bajo y su piano, de Sterling Morrison, con su guitarra, y de Maureen Tucker, con su batería. Y, desde luego, la poesía y la voz de un joven estudiante de la Universidad de Syracuse.

De Sugar Plum Fairy a Wim Wenders

Es éste un Lou Reed que no desaparece nunca. Y no solo por el rencuentro con John Cale en Songs for Drella (1990), el álbum homenaje a Warhol tras la muerte del polifacético artista, o con todos los Velvet en la gira mundial de principios de los años noventa. En las décadas siguientes, ese Reed continúa, coherente y preciso, en su destripamiento de la vida de los excluidos: prostitutas y travelos, borrachos y violentos, drogadictos y locos, olvidados y renegados. Como los personajes que animan su inolvidable Walk on the wild side: Holly, Candy, Jackie, Little Joe, Sugar Plum Fairy… una mezcla de los sujetos que pululaban en la Factory warholiana y de los individuos que rodeaban por Tompkins Square o Lexington Avenue. Un mundo que se encuentra en la poética de Reed hasta el final, como en Rock minuet, tema incluido en el disco que abrió el nuevo milenio, Ecstasy (2000). Y que se transforma en alta literatura.

Con la literatura, de hecho, Reed dialogó siempre. A veces directamente, con Edgar Allan Poe en su estremecedor The raven (2003), que se convirtió también en un libro acompañado de las ilustraciones de Lorenzo Mattotti, o con Frank Wedekind en su poderoso Lulu (2011), álbum inspirado en dos obras del dramaturgo alemán e interpretado junto a los Metallica. Otras veces, el diálogo fue indirecto y tácito. William Borroughs, Hubert Selby Jr., Tennesse Williams, Nelson Algren o Raymond Chandler, entre otros. Y su maestro, el escritor amante de los excesos Delmore Schwartz, culpable de ese relato apabullante, En los sueños empiezan las responsabilidades. A Schwartz, Reed le dedicó dos canciones, European son con los Velvet y My house en otro disco que dejó una huella profunda, The blue mask (1982).

Sin embargo, el diálogo o, si se quiere, la mutua inspiración va más allá del mundo de las letras y entra en los territorios de las otras artes. La fotografía, que Reed amó, llegando a exponer por media Europa sus instantáneas digitales de Nueva York. O el arte total, dentro de la performance pop, con el espectáculo itinerante warholiano Exploding plastic inevitable. La relación con el cine fue fértil y duradera. Y no solo por los extemporáneos cameos en Blue in the face de Paul Auster y Wayne Wang o en algunas películas del amigo Wim Wenders, desde Cielo sobre Berlín a Palermo shooting pasando por ¡Tan lejos, tan cerca!, sino también por las canciones compuestas, como Why can’t I be good para la última película citada de Wenders, o las bandas sonoras, como la de la íntima Antes que anochezca, inspirada en la vida del poeta cubano Reynaldo Arenas, de otro amigo suyo, Julian Schnabel.

En 2008, además, el cineasta estadounidense convirtió en un filme-documental los conciertos en Brooklyn de la obra capital de Reed: Berlin. La metálica voz del fundador de los Velvet se escucha también en el documental de Peter Miller y Will Hechter AKA Doc Pomus, mientras lee los diarios del compositor autor de innumerables éxitos. Reed, incluso, rodó algún que otro proyecto cinematográfico, como el breve documental Red Shirley, una entrevista sobre la vida de su centenaria prima Shirley Novick, que vivió la Gran Guerra, se escapó de Polonia antes de la ocupación nazi y participó en la lucha por los derechos civiles en los EEUU de los sesenta.

La experimentación, el amor y la pérdida

En el principio era el rock, sin duda. Pero antes vinieron el blues y el doo wop. Y Reed no dejó nunca de amarlos. Los discos escuchados con Sterling Morrison en los años de estudios, los temas emitidos cuando a principios de los sesenta conducía un programa radiofónico nocturno, las canciones escritas por la Pickwick Records antes de juntarse a Cale y los demás… hasta el tributo de la madurez para la serie producida por Martin Scorsese sobre la música blues, en la que Reed interpreta una versión de una docena de minutos de See that my grave is kept clean de Blind Lemon Jefferson. También hubo tributos, efectivamente. Como el que le hizo, siempre a su manera, al genial compositor alemán Kurt Weill con una olvidable versión de September song.

En el principio era el rock, se decía. Y después, y a veces simultáneamente, vino la experimentación. De la mano de John Cale, discípulo de La Monte Young, en los primeros tiempos. Luego en solitario, con el ruidismo exacerbado del provocativo Metal machine music, o en los últimos tiempos en compañía de otro amigo, el judío neoyorkino John Zorn, en ese reducto experimental que es The stone en el East Village de Manhattan.

Pero hubo más facetas del poeta del rock al que la mayoría de los periodistas temían por su reconocida mala leche. Un carácter áspero, a veces cínico, otras potentemente sarcástico, como dejó grabado en el famoso Take no prisoners, cuya cubierta estaba copiada de una obra de Nazario. Cuatro conciertos en el Bottom Line de Nueva York en 1978 en que un Reed insolente se mofa de todo y de todos, Patty Smith incluida. Sin embargo, al mismo tiempo, otras también eran las caras del “enigma Lou Reed”. El amor, por ejemplo. En la vida, entre sus amores juveniles y, sobre todo, sus dos compañeras más estables, Sylvia en los ochenta y Laurie Anderson desde mediados de los noventa. Y el amor en su poética. ¿Dónde? Siempre, a fin de cuentas. A menudo entre líneas. Vuélvase a escuchar un disco injustamente olvidado como Legendary hearts (1983) o su amor lleno por Laurie en Set the twilight reeling (1996) y en una canción estremecedora, The power of the heart (2008).

Más facetas. La del Reed comprometido: con la sociedad, con la gente, con la política. Tras esos extraños ochenta, su regreso por la puerta grande de la música está marcado por New York (1989), disco donde se levanta la voz sobre los problemas de la desigualdad, del racismo, del SIDA y de los horrores de la guerra. Y, finalmente, la faceta más íntima de Reed. La que encuentra su apogeo en Magic and loss (1992), su álbum más logrado. Una obra perfecta, un viaje en el interior del alma entre la magia y la pérdida, tras la muerte de dos personas queridas, muertas por el cáncer entre un abril y otro. O en esa Vanishing act, canción incluida en The raven, que puede que fuera una despedida ante del tiempo para los que la sabían y querían leer. “Debe de ser agradable desaparecer / por arte de magia / mirar siempre delante / y nunca mirar hacia atrás”. Así fue el de Lou Reed, un vanishing act que nos desvelaba una más de sus múltiples caras.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 43, MARZO DE 2016

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