Afondando
El Manifiesto Asturianista cumple cien años
El centenario de la aparición de la “Doctrina asturianista” solo es recordado por algunos historiadores, aunque es una buena referencia para el debate actual sobre España y sus pueblos. Josué Villa Prieto / Medievalista. Investigador en la Università degli Studi di Roma Tor Vergata.

Antón de Marirreguera, el primer escritor en asturiano, del siglo XVII, aparece en la «Doctrina Asturianista».
El centenario de la aparición de la “Doctrina asturianista”, un opúsculo con preguntas y respuestas del que fueron autores los regionalistas Álvaro Fernández de Miranda, Ceferino Alonso y José González, solo es recordado por algunos historiadores, aunque es una buena referencia para el debate actual sobre España y sus pueblos. Se inspiraba en el catalanista Prat de la Riva con la pretensión de restaurar la entonces disuelta Junta General y conseguir autogobierno para Asturias.
Josué Villa Prieto / Medievalista. Investigador en la Università degli Studi di Roma Tor Vergata.
Se cumplen cien años desde la publicación de aquella “Doctrina asturianista aprobada por la Junta Regionalista del Principado”. Se trata de un texto vástago de la tradición política decimonónica, apologético del regionalismo que argumenta los beneficios que acarrearía para Asturias la descentralización de la labor gubernativa mediante razones históricas, repleto por tanto de patriotismo y romanticismo.
En este sentido, la Edad Media es un periodo de inspiración, incluso de nostalgia, al que el movimiento romántico acostumbra acudir. Ello es palpable en las manifestaciones culturales de los países europeos que, por entonces, afianzan su conciencia de Estado; así, filósofos y teóricos de Alemania, Francia, Inglaterra, Portugal o España buscan y encuentran el origen de la razón de ser del Estado al que pertenecen en la Edad Media.
Con un tesón similar, en la Doctrina abundan las referencias al Medievo, que generalmente traspasan lo meramente enunciativo para adquirir tintes interpretativos. Muchas de estas nociones continúan vigentes en los discursos asturianistas; otras, en cambio, serían formuladas de manera distinta como consecuencia del desarrollo del conocimiento histórico.
En el capítulo sexto leemos un listado de quienes intentaron someter el territorio asturiano sin lograrlo: romanos, godos, musulmanes, normandos e, incluso, los franceses comandados por Napoleón. “Asturias nunca fue dominada”. Hoy en día ya nadie cuestiona que fue subyugada y explotada por Roma. En la consolidación de este convencimiento ha sido fundamental la arqueología, pues desde los años ochenta del siglo pasado ha ido demostrando que la presencia romana en territorio asturiano fue mucho más intensa de lo que antaño se creía.
Muchos recordamos cómo en la escuela se nos explicaba justo lo contrario; solo uno de mis profesores de Ciencias Sociales nos sorprendió una vez con una posible Asturias romanizada a juzgar por lo que leía en las revistas científicas que comenzaban a publicarse. Es cierto que cuesta asimilar los cambios en el discurso histórico. Salvando la distancia, puede establecerse un parangón con lo que sucede respecto a los visigodos, en cuya interpretación como pueblo ha cobrado protagonismo, frente al germanismo, su carácter latinizado.

El escudo de Asturias, con la Cruz de la Victoria, es oficial desde 1857 y fue ratificada en 1984. La bandera es oficial desde 1990.
Visigodos y asturianos
Los visigodos son, junto a los musulmanes y los ástures, los protagonistas del epígrafe séptimo. El epítome no ofrece ninguna exégesis sobre la figura de Pelayo y los sucesos en el monte Auseva más allá de una sencilla frase, breve pero muy medida: “Un puñado de valientes, nombrando su caudillo a don Pelayo, derrotó completamente a los moros invasores”.
La realidad en torno a este episodio, cuyo décimo tercer centenario también se conmemora este año, ha sido más debatida y matizada que cuestionada pese a las noticias contradictorias que ofrecen las crónicas cristianas y musulmanas de la época, cada cual más ideologizada. El filólogo e historiador Maillo Salgado, en un congreso celebrado en Oviedo durante 2008 sobre los orígenes del Reino de Asturias, explicó esta controversia solucionando que “los musulmanes ni quisieron ni pudieron conquistar el cuadrante noroeste peninsular”, recibiendo la aquiescencia de los especialistas allí reunidos.
El tránsito entre la época visigoda y asturiana está repleto de misticismo en los relatos. Al héroe Pelayo, que obtiene un milagro providencial en un escenario venerado, le preceden las acciones de varios Judas (el conde Julián y el obispo Oppas, colaboradores con los musulmanes) y los vicios babilónicos de la aristocracia visigoda, que aparece retratada como cruel y pecaminosa, merecedora de un castigo divino profetizado ya en la Biblia: “Entrarás en la tierra de Gog con pie fácil y abatirás a Gog con tu espada, y pondrás tu pie en su cerviz y los harás siervos tributarios”.
Estas palabras del libro de Ezequiel las rememora la Crónica Profética para modelar una correlación entre los musulmanes con los ismaelitas, a los que se dirige el fragmento, y los visigodos con los descendientes de Gog, a quien también refiere. No extraña, pues, que la conquista de Toledo en 1085 se presente como si la de Jerusalén se tratase. Todo parece sucedido por designio celestial.
Más controvertidos resultan los orígenes de Pelayo y lo que ello supondría desde el punto de vista de las teorías continuistas. Sánchez Arbornoz (Orígenes de la nación española, 1972-75) concibe el reino de Asturias como la prosecución de la potestad visigoda basándose en los razonamientos goticistas de la cronística, que instaura un claro ligazón: “Los reyes godos de Oviedo. Primero reinó Pelayo en Cangas. Este llegó a Asturias expulsado de Toledo por Vitiza” (Crónica Albeldense).
El juicio de Albornoz es cuestionado por Abilio Barbero y Marcelo Vigil (Sobre los orígenes sociales de la reconquista, 1978), rupturistas al estimar que Asturias fue escasamente romanizada y cristianizada (tesis superada, como hemos anticipado), que sus pobladores ofrecerían las mismas resistencias a los visigodos que a los romanos en sus intentos de sometimiento, y que la sucesión patrilineal toledana contrastaba con la transmisión matrilineal de los soberanos asturianos.
Las reacciones historiográficas que desata esta tesis fueron agitadas tanto para valorarla como descartarla; por ejemplo, Besga Marroquín (Orígenes hispanogodos del reino de Asturias, 2000) la rechaza al detectar cuando se precipitan los acontecimientos tras el 711 migraciones de nobles godos, que son quienes continuarían gobernando.
Ninguno de los detalles indicados es baladí. Si el Reino de Asturias no fuera legatario sino una entidad política novicia, el término “reconquista” carecería de sentido. Siendo tal un concepto fundamental en la historiografía española, hoy existe cierto cuórum entre los medievalistas en evitarlo por el contenido desbordante y complejo que encierra, y en usar otras locuciones como “conquista”, “expansión” o “sustitución” de sociedades. Ello no negaría la existencia de un sentimiento, ni una ideología intelectual que recogiera su mentalidad. De hecho, en las crónicas post-asturianas leemos numerosas exposiciones apologéticas y justificativas de la “restauración de España”.
La Doctrina asturianista empero esquiva estos discursos para entroncar con otro: el nexo entre tronos. “La Monarquía asturiana fue la base de la que más tarde fue una gran nacionalidad, señora del mundo, el imperio más colosal que existió en la tierra. […] España debe su grandeza a Asturias, como lo demuestran los hechos y la historia”.
Al considerar a Asturias el fundamento de la realeza castellana, y por extensión española, el prontuario avala la concepción continuista de la autoridad áulica. Pero los cronistas medievales, que sostienen el mismo criterio, amplían la ecuación al incorporar el coeficiente visigodo.
Español y godo
El carácter goticista de las crónicas asturianas se mantiene en las leonesas, incluso se revitaliza en el siglo XIII gracias a Lucas de Tuy y sobre todo Ximénez de Rada, cuya De rebus Hispaniae constituye la principal fuente para los cronistas bajomedievales que escriben sobre Asturias.
Entre ellos, Alonso de Cartagena; en su Anacephalesosis (1456) forja una equivalencia semántica entre los términos “español” y “godo” con afirmaciones como “la Monarquía de España desde el rey Athanarico, primer origen de tan ilustre descendencia”; “los godos peninsulares se llamaron españoles desde el principio; los que pasaron a España por los Pirineos se llamaron visigodos; deponiendo el nombre de ‘godos’ se tomaron el de ‘españoles‘”; “[el vocablo] que se significa ‘español‘, en toda su latitud y extensión también significa ‘godo‘”. De igual modo, el humanista explica que, tras la irrupción sarracena, “los reyes de España olvidaron el título de ‘godos’ y se preciaron de otras insignias”, estas son, las de reyes de Asturias.
Sin embargo, no todos los cronistas sentencian al unísono este tipo de asertos. A finales del siglo XIII una poco conocida Versión ampliada de la estoria de España de Sancho IV simboliza el inicio del fin del goticismo expositivo, al no suponer una relación directa entre los visigodos y los caudillos asturianos. Puede observarse en el pasaje dedicado al periodo germánico, que señala se inicia con los suevos, vándalos y alanos, y que “acabó en los godos”, explicando más adelante que tras la derrota de Rodrigo ante el bereber Tariq ibn Ziyad “los godos fueron quebrantados e perdieron la tierra e el reino e el nombre”.

Álvaro Fernández de Miranda, uno de los tres autores de la Doctrina asturianista.
Escudo y bandera
Otro aspecto clave del particularismo asturiano se recoge en el título quinto: la Junta General, suprimida en 1835 por el centralismo madrileño y requerida por los regionalistas. Sobre sus orígenes, expresa que “fue en el siglo XII aunque algunos dicen que mucho antes”. A ello añade dos someras alusiones a la creación del Principado por Juan I en 1388 (convirtiéndose Asturias para Castilla en lo mismo que Gales y el Delfinado como instituciones sucesorias para Inglaterra y Francia), y al juramento de lealtad que los concejos asturianos adquieren en 1444 con el futuro Enrique IV, primer príncipe efectivo de Asturias, que a su vez promete garantizar su autogobierno.
Por el contrario, se explaya con los avatares que conoce el funcionamiento de la Junta a partir del siglo XVI y revive con orgullo su declaración de independencia en 1808 tras la llegada de las tropas bonapartinas, a las que declara la guerra, por la que nombra ministros y envía embajadores a Inglaterra.
En cuanto a la diferenciación territorial en el marco de la corona castellana, no explica la distinción entre las Asturias de Oviedo y las de Santillana, vinculadas respectivamente a los reinos de León y Castilla, ni tampoco el significado que entraña la supresión del adelantamiento mayor de Asturias y León a finales del XIV para distinguir, desde entonces, entre el adelantamiento mayor de León y una nueva merindad mayor de Asturias emancipada de éste.
A lo expuesto cabe añadir que los actuales iconos institucionales de Asturias son la divisa de sus antiguos reyes. Sustentándose en la propuesta de Jovellanos, la Diputación Provincial adopta la Cruz de la Victoria (908) como escudo en 1857, que el Principado ratifica en 1984 e incorpora a la bandera en 1990. Asimismo posee un significado emblemático el arte prerrománico por su singularidad frente a otras construcciones coetáneas. La ventana trífora de Santa María del Naranco (842) es empleada por la Consejería de Turismo como imagen corporativa.
En suma, son muy numerosas las referencias al pasado medieval en la Doctrina asturianista y a lo que este supuso para la personalidad de Asturias. Pero si en la actualidad se redactara un sumario similar, muchos aspectos incluidos en la versión original serían revisados e, incluso, suprimidos. No obstante, el interés historiográfico del documento es innegable pese a los escasos estudios que ha suscitado más allá de su relación con los ideales en la época de la restauración borbónica.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 55, MARZO DE 2018

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