
La matemática italiana Maria Gaetana Agnesi.
EXCÉNTRICOS, RARAS Y OLVIDADOS. Natalia Fernández Díaz-Cabal / Lingüista y traductora.
La historia es una madre extraña que a veces pare monstruos brillantes, que deslumbran en la medida en que no se les puede troquelar ni etiquetar, ejercicio tan cómodo que aligera los insomnios a la razón. Es lo que ocurre cuando pensamos en un personaje como Maria Gaetana Agnesi, milanesa, nacida un 16 de marzo de 1718, políglota, matemática, eremita voluntaria, enfermera entregada a los leprosos.
Y eso que, aunque lo que se llama la lotería de la vida la convocó a nacer en el seno de una familia pudiente y bien asentada, la realidad de Maria Gaetana es que era la mayor de 23 hermanos (su padre se casó en tres ocasiones y tuvo descendencia con cada una de sus mujeres; en concreto, ocho de su primera mujer y madre de Gaetana; dos con la segunda y doce con la tercera) y al quedar huérfanos es ella la que se ha de ocupar de esa prole numerosa.
Su padre era aficionado a organizar veladas en las que su primogénita, adolescente, podía lucir sus prodigios como una retahíla de actuaciones circenses, que eran celebradas con estrépito por un público evidentemente masculino. Más tarde ella explicaría que no le gustaban nada aquellas sesiones de declamación en varios idiomas (aunque el latín era el más socorrido ella podía expresarse también, entre otros, en griego, hebreo, español, alemán y francés) y que, para encontrar un interlocutor amable que le daba conversación, había veinte que se aburrían de una manera que no trataban de ocultar. Su hermana segunda, Maria Theresa, fue una notable compositora de óperas y cantatas; la propia Gaetana tocaba el violoncelo; las hermanas formaban un singular dúo jaleado por las amistades paternas.
Gaetana se llevaba bien con las lenguas, para las que tenía enorme facilidad. Pero sobre todo se llevaba bien con la inteligencia y su perfección. No es extraño en una persona que a los nueve años ya había escrito un ensayo en el que afirmaba que la mujer podía sobresalir en cualquier arte liberal y mostrar un altísimo grado de entendimiento. Casi todos esos escritos se reunieron posteriormente en un volumen que llevaba por título Propositiones Philosophicae. Por cierto, escribió más de 200 textos a lo largo de su vida. Y su trabajo Istituzioni analitiche fue una de las lecturas que quitó el sueño a John Colson, el traductor de Newton, que aprendió italiano para poder leerlo. Lo editó ella misma en una imprenta que estableció en su propia casa, con dedicatoria expresa a la emperatriz María Teresa de Austria. Ese escrito le abrió las puertas de la prestigiosa Academia de las Ciencias de Bolonia a una Gaetana tímida, tenaz y veinteañera.
Buscó su camino en las matemáticas (su padre ocupaba la principal cátedra de matemáticas de Bolonia, aunque hay fuentes cada vez más informadas y convincentes que ponen en duda que su padre ejerciera la docencia y más bien se inclinan a pensar que era un hombre de negocios dedicado al mundo de la seda). Y, en honor a “su virtud” (que no a su inteligencia), el papa Benedicto XIV, cuenta la leyenda, le concedió la gracia de suceder a su padre en las aulas universitarias. Tenía 32 años, acababa de fallecer su padre y ella quedaba a cargo de la familia, ya para entonces muy mermada, puesto que la mayoría de sus hermanos habían muerto antes de alcanzar la adolescencia.
Impartió clases en todos los idiomas que conocía. En realidad nunca pudo desvincular las lenguas de las matemáticas: la estructura lógica de la gramática latina fue su permanente inspiración. Eso le permitió modificar la geometría euclidiana, tanto en su lenguaje como en su marco conceptual. Su nombre aparece en los anales del cálculo, pero sobre todo se la recuerda por “la bruja Agnesi”, que quiere decir, en verdad, “la curva de Agnesi”. Un fenómeno falto de explicaciones concluyentes o mínimamente razonables: ni ella descubrió la curva que lleva su nombre, ni respondía a cualquiera de las acepciones que se pudiera endilgar en aquel tiempo al término “bruja”. Se cree que el origen del despropósito surge de una mala traducción del inglés.
Acción cristiana y vida interior
Pero Maria Gaetana no era solo una científica pura, sino una mujer religiosa cuya mayor aspiración era asistir a misa diaria. Quiso meterse en un convento y aislarse del ruido mundano, y si no lo hizo fue por la preocupación que mostraba su padre ante el interrogante de quién se encargaría de los asuntos de la casa. De ese modo, Maria Gaetana, a sus veinte años, estudia matemáticas y está en un encierro domiciliario voluntario: no le interesan los bailes ni las diversiones. Quiere silencio. Germina en él.
Poco después de la muerte de su padre –lo que hace suponer que se dedicó poco o nada a su cátedra en Bolonia– se mete de lleno en la teología. Con la parte de la herencia que le corresponde, y tras algunas diferencias con sus hermanos, se pone al mando del Hospicio Triulzi, de Milán. Dentro de los objetos heredados están las piedras preciosas y un anillo que la emperatriz de Austria le había regalado como reconocimiento a aquella dedicatoria del libro Istituzioni. Se deshace de ellos, en parte para sobrevivir, en parte para dedicarlo a los más necesitados. Frecuenta ese hospicio donde se recoge a menesterosos, sobre todo mujeres de cierta edad, a los que da asistencia y consuelo. Le ofrecen dirigir la institución, cosa que acepta de mil amores. Pero aun siendo directora no se ahorraba desvelos, y ejercía de enfermera sin descanso durante las largas horas nocturnas. Apenas comía, se vestía sobriamente para que el dinero quedara para los demás. Redobló su acción cristiana impartiendo catecismo a las niñas. Renunció a las visitas. Se fue encerrando en sí misma y en su soledad. En realidad, podía prescindir del mundo –de este mundo: nada de él, fuera de los enfermos y sus almas, le interesaban–.
Con el tiempo, ingresó en el convento de las Madres Celestinas de su ciudad, buscando el aislamiento completo, la ruptura con todo aquello que no se redujera a su propia vida interior. Se sabe que pasó varios años de sufrimiento hasta su muerte, en gran parte postrada por una artritis invalidante y medio ciega, atendida por sus hermanos menores. Fallece en su ciudad natal el 9 de enero de 1799. A su entierro acudieron miles de personas, hipnotizados por aquella mujer de cultura enciclopédica y que había muerto en la torre de marfil de su propia virtud.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 40, SEPTIEMBRE DE 2015
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